Fuente: El diletante
Autor: Juan F. Comperatore
Tan celosa fue de su intimidad como renuente a hablar de literatura. Se jactaba, como le hizo decir a un personaje, de «no tener ningún secreto, y sin embargo mantener el enigma». Por eso, al escribir sobre su obra se ingresa en una zona opaca donde las palabras no rozan el meollo del asunto, que se escapa, al fin, impronunciable. Nacida en una perdida aldea ucraniana en el año 1920, Clarice Lispector tuvo, finalmente, un desino sudamericano cuando su familia de origen judío se instaló en Brasil, huyendo del brote antisemita. Es probable que el crisol de identidades haya forjado su lengua apátrida.
En diciembre del año pasado se cumplió el centenario de su natalicio y Fondo de Cultura Económica aprovechó la oportunidad para editar Cuentos Completos, el primero de los cinco volúmenes que reunirán la totalidad de su obra. Si bien existe traducción previa de sus cuentos al español, se trata de la primera ocasión en que la tarea depende exclusivamente de un solo traductor o traductora, en este caso, el convite es de la mexicana Paula Abramo, quien procura respetar las particularidades de una sintaxis turbulenta, que admite adjetivos vaporosos, imprevistos, y no está reñida con la claridad. Porque, claro, la lengua portuguesa aún intenta recuperarse del cimbronazo que produjo Cerca del corazón salvaje, la primera novela de Clarice publicada cuando tenía apenas 23 años y en medio del costumbrismo literario de su época.
La falta de ascendentes, enarbolada incluso como coquetería, la ubica próxima a la cofradía de escritores liminales, aquellos que parecen surgir de la nada y dejar una descendencia desastrada. Benjamin Moser, autor del prefacio y organizador de la edición, emparenta a Lispector con Chejov, referencia que parece algo desencaminada. Tal vez Katherine Mansfield, alumna del maestro ruso, puede acercarse más. Lispector no abona la prolijidad de las formas cerradas, pero sí el éxtasis laico que puede producir un peral en flor o la belleza convulsa de lo banal.
Los relatos que Lispector escribió en su madurez no difieren sustancialmente de los de aquella muchacha de veinte años. Más interesada en hacer palpable un estado anímico que en desarrollar un argumento, sus cuentos pueden adolecer de peripecias o conflictos pero no del pulso de una vida. Acaso su obra represente una de las primeras tentativas, a la par de la de Virginia Woolf, en abordar el pliegue de la subjetividad femenina moderna.
La mujer que descubre una felicidad insospechada en la partida de su pareja, la que transforma el tedio de las horas en una posibilidad, la que escapa de la prisión doméstica, la que prefiere la modorra en la cama mientras observa con arrobo el grácil rayo de luz entrar por la ventana; los personajes femeninos de Lispector son transfiguraciones de la misma mujer, aquella que desea sin saber una vía de escape al destino aplastante de esposa, madre o hija. De esto tratan las Primeras historias, escritas entre los veinte y veintitrés años y publicadas antes de su primera novela. Motivo que adquiere otra tesitura en el siguiente conjunto.
En Lazos de familia aparece la Lispector más reconocible, aquella que hace de pequeñas catástrofes cotidianas el alumbramiento de un mundo. Se trata de vidas que se ofrecen con renuencia al escrutinio de la mirada del otro, y en ese trance, se abren al abismo íntimo y la posible epifanía. En «Amor», una mujer sale de casa para evitar «la hora peligrosa de la tarde», el momento en que su esposo e hijos parten y la dejan sola con sus tareas. En el camino se topa con un ciego y ese encuentro desbarata la existencia personal: «Aun las cosas que existían antes del acontecimiento estaban ahora en guardia, tenían un aire más hostil, perecedero». El espejo que no devuelve la propia mirada hace caer la máscara y desnuda la banalidad de su vida, que se presenta de este modo como una «dulce náusea», en clara alusión a la novela de Sartre. Ingresa, así, en otro pliegue del tiempo donde prima el pálpito sensorial de lo cotidiano, hasta que su marido la saca del trance y la devuelve, inexorable, al mundo real. Un podría quedarse a vivir en un cuento de Lispector. Pero sigamos.
Publicados originalmente en 1964, los relatos que componen La legión extranjera coquetean con un bestiario doméstico. Gallinas, monos, perros hacen de contrapunto de lo humano. «El huevo y la gallina» es uno de los relatos más herméticos de la autora, y no porque encierre un doble fondo en su interior, sino porque su tersa superficie refracta cualquier acercamiento. Puede leerse como una indagación metafísica extrañada, pero esa es apenas una vía posible. «Los desastres de Sofía» trata de las piruetas mentales de una chiquilla petulante que aguijonea a su profesor. En un momento, dice ella: «las palabras me anteceden y rebasan, me tientan y modifican, y si no me tengo cuidado, será demasiado tarde: las cosas se dirán sin que yo las haya dicho». El temor y el goce ante la falta de control que puede sobrevenir de un momento a otros son otros motivos recurrentes de la obra de Lispector. También hay lugar para instantes extáticos pero esta vez sin náusea. En «El reparto de los panes», una mujer agasaja a varios conocidos con un almuerzo. La reticencia a asistir de los invitados se desarma cuando ven el amor con que la mujer preparó cada comida. «Comí», dice el narrador, «con la honestidad de quien no engaña a lo que come: me comí aquella comida y no su nombre». Pocas veces un relato de apenas tres carillas produjo tantas resonancias sin atarse a una trama.
Fiel a la fluidez de formatos que promulgaba Lispector, en el resto de los volúmenes hay anécdotas que no llegan a decantar en cuento, una obra de teatro, crónicas periodísticas, o esbozos ensayísticos que sólo en una definición laxa pueden considerarse parte del género. Hacia el final se adelgazan hasta el apunte fugaz y en ocasiones hermético, tal vez como un modo de aproximarse a aquello que sobre el final de su vida escribió en Agua viva: «escribir es la manera de quien usa la palabra como un cebo, la palabra que pesca lo que no es palabra. Cuando esa no-palabra ─la entrelínea─ muerde el cebo, algo se ha escrito. Cuando se ha pescado la entrelínea, se puede con alivio tirar la palabra». Resuena aquí el eco de la palabra-agujero de Marguerite Duras, solo que Clarice no necesitó ser francesa para reclamar una poética del silencio.
Los cuentos de Lispector esbozan pequeños mundos que se abren y cierran con un parpadeo. El fulgor que irradian suspende certezas y deja en penumbras el entendimiento. No en vano dijo que profundizaba «en las palabras como si pintase, más que un objeto, su sombra». La lengua apátrida de Clarice pinta, así, los claroscuros de una intuición tambaleante.