Fuente: La nacion
Autor: José María Brindisi
Una escritura se abre paso, muchas veces, a través de todo aquello que cree o prefiere no ser: negándolo, ya sea evitando su contacto, o al tomar consciencia de sus propias limitaciones. Pero si se aplicara esa premisa a la obra de Clarice Lispector (Chechelnik, Ucrania, 1920), o más específicamente a su trastienda, nos quedaríamos sin nada; si el lector le hiciera caso, concretamente, a todo aquello de lo que se sentía ajena. “Ni siquiera sé viajar”, se reprocha a sí misma la escritora brasileña a propósito de la frondosa –pero, según su mirada, a veces hueca– correspondencia que mantuvo durante sus años pasados en el extranjero; incapaz de concebir algo que se asemeje en términos más o menos reconocibles a una trama, termina por anhelar la edificación de misterios y peripecias, “algo que por lo menos en su título evocara a Agatha Christie”. El mismo desarraigo le ofrece el formato de la crónica, cuyos resortes intenta en vano dilucidar hasta que se rinde a la libertad que su pluma se ha ganado y decide convertir una vez más el obstáculo en posibilidad, en florecimiento, en manifestación plena.
¿Qué es, después de todo, una crónica, esa suerte de plataforma que parece haberse potenciado de manera más o menos reciente en América Latina? “Literatura bajo la prisa”, subrayó alguna vez Carlos Monsiváis, uno de los cultores más reconocidos del género, más atento sin embargo a sus condiciones de producción que a sus engranajes o postulados estéticos. Un género híbrido, sin duda, que bebe de todos los otros encauzando la vastedad periodística, o en otros términos, la desmesura de la realidad. La misma Lispector, que toma como modelo al célebre Manuel Braga aunque le resulte impracticable copiar sus enseñanzas, se lo pregunta en las páginas de Todas las crónicas desde distintas perspectivas: “¿Es un relato? ¿Es una conversación? ¿Es el resumen de un estado de espíritu?” En la extraordinaria autora de La pasión según G. H. la crónica se vuelve, desde luego, todo eso y más.
Al margen del encuadre más o menos riguroso –e igual de absurdo– con el que se intente cercar el género, la crónica, ese código abierto que algunos prefieren llamar periodismo narrativo, ha tenido desde siempre sus cultores, en particular desde la explosión que en la década de 1960 propiciaron revistas como la ya entonces clásica The New Yorker o la flamante Rolling Stone. En clave femenina, quizá la cronista más notable y personal fronteras adentro de la Argentina haya sido Sara Gallardo, y en América Latina, entre otros nombres de fuste, habría que mencionar a la inigualable Elena Poniatowska, nacida en verdad en Francia, cuyo libro La noche de Tlatelolco ha hecho escuela. Pero acaso el parentesco más reconocible de Lispector, o al menos el más tentador, sea con la indomable Dorothy Parker, cuya agudeza y capacidad de observación difícilmente encuentre muchas –o muchos– rivales.
Todas las crónicas, volumen editado por el Fondo de Cultura Económica como parte del proyecto de aglutinar la obra completa de Lispector, reúne por vez primera en un único libro la totalidad de los textos breves que la escritora publicó en diversos medios, sumándole aquellos que conformaron la segunda parte del libro La legión extranjera con el lema “Fondo de cajón”, y que luego aparecieron en solitario, rebautizados Para no olvidar. El grueso de este muy heterogéneo corpus, con todo, pertenece a las columnas semanales –salían los sábados, y podía tratarse de uno o varios textos, en ocasiones incluso piezas de microficción– que escribió para el Jornal do Brasil desde agosto de 1967 hasta fines de 1973, y que situaron definitivamente su voz singular y poderosa en ese otro terreno que había amenazado con serle tan esquivo.
“Mi puntuación es mi respiración”, señaló repetidas veces, y es esa respiración, entendida mucho más allá de sus patrones gramaticales, es decir como cadencia, musicalidad, sentido de la elipsis y de la concepción de espacios en blanco, una marca por excelencia, tal vez inimitable, de la autora brasileña. La de Lispector es una escritura circular, porque rodea su objeto sin dar nunca en el centro; una escritura repleta de contradicciones internas, y de vaivenes. Así, la crónica es para ella un espacio para la reflexión, y sus intereses u objetos de estudio son múltiples: la tensión entre forma y contenido (“está en el propio pensamiento: el contenido lucha por formarse”); la trampa del estilo (“incluso el propio es un obstáculo que debe ser superado”); la inercia o la desidia de sus semejantes (“el mundo no me agrada. La mayoría de las personas están muertas y no lo saben”); la admiración por ciertos autores (Henry David Thoreau; Gabriel García Márquez, al que etiqueta graciosamente –aun alabándolo– como best seller; al italiano Alberto Moravia, al que sin embargo desprecia luego de un encuentro); el insomnio (“Pienso en las personas que quiero: todas están durmiendo o divirtiéndose”); o su propia condición humana (“estoy tan desacompasada con el mundo que llega a ser cómico”).
No obstante, algunos de los momentos más deliciosos de estas crónicas se hallan en instancias en apariencia más modestas: el intercambio con una lectora que le desea que logre ser feliz, una entrevista, un hombre que le pide libros porque no puede comprarlos. Allí, cuando menos se lo espera, surge el estiletazo: el sacudón interno, la angustia sin nombre, la ambigüedad melancólica. Asimismo, en esas semblanzas que piden una ingenuidad que ya no regresa, surge también la certeza de que la buena literatura nunca está dispuesta a regalarnos etiquetas ni lugares de sosiego.
La salida coincidente con Todas las crónicas de Novelas I, que reúne la inicial Cerca del corazón salvaje, junto con las muchos menos conocidas El candil y La ciudad sitiada, es una prueba adicional.