Martínez Estrada en viaje: Goliat sale a recorrer el mundo

diciembre, 2021
Se publica la recopilación "Cambio de dirección" del gran escritor argentino. Lo presenta aquí Martín Kohan, autor de la selección e integrante del Jurado del inminente Premio Clarín Novela.

Fuente: Clarin

Autor: Martín Kohan

Lleva el diario en una mano, una valija y un sobretodo en la otra, y además arrima el brazo al brazo de su mujer. Acaba de bajar del avión y en la foto que registra la escena no trasunta precisamente soltura. Este viaje en particular resultará especialmente propicio, y eso ya se sabía al llegar: es 1961, Ezequiel Martínez Estrada viene a Cuba, ha ganado el Primer Premio de Ensayo de Casa de las Américas. Se diría entonces que es el hecho mismo de viajar (subir, bajar, andar, apretarse algunas horas en la estrechez de una butaca) lo que supone cierto trajín, cierto engorro.

Tal vez quepa entender así esta frase de Martínez Estrada, que está inspirada en Montaigne y es citada por Pedro Orgambide: “Su Diario es un testimonio de que cuando se viaja lo mejor es estar en casa”. No es la frase de un cosmopolita, la frase de un hombre de mundo, del que hace del mundo su casa y podrá por eso mismo sentirse en su casa ahí a donde le toque ir, ahí donde le toque estar.

La frase apunta más bien a la idea de llevar la casa consigo cada vez que hay que viajar, la de montarla en el lugar al que se llega, la de convertir cada sitio en la propia casa (porque por sí mismo de hecho no lo es). Podría sugerir más bien una paradoja a lo Macedonio Fernández, una que dijera por caso: cuando se viaja, lo mejor es quedarse. Ni el poder de adaptación de los ubicuos ni la pasión de ajenidad de los turistas, sino hacer del viajar un estar: traducirlo a permanencia.

¿Y no fue esa, acaso, la especialidad por excelencia de Ezequiel Martínez Estrada? Experto en permanencias, en invariantes, en fijezas. ¿No radicaba precisamente ahí su consabido desvelo por la pampa: en lo quieto, en lo inmutable? ¿No radicaba precisamente ahí el fatalismo tan señalado (y tan objetado, especialmente por Juan José Sebreli) de su condición de profeta sombrío, la del que no podía sino presagiar que lo que existe se mantendrá sin remedio?

Su arte, el del radiógrafo, es un arte de la inmovilidad. Doble inmovilidad. la del objeto, que queda fijado, y la de la mirada, que se fija en él. Por eso Ismael Viñas lo definió como un “escudriñador de la realidad argentina”. Y por eso, según cita Adolfo Prieto, el propio Martínez Estrada ajustó una autodefinición: un radiólogo y no un fotógrafo. Porque, entre esas dos miradas que fijan y se fijan, la del radiólogo además penetra (así puede detectar qué hay debajo de Buenos Aires: la pampa; así puede detectar qué hay debajo de la pampa: más pampa).

Bernardo Canal Feijóo se permitió dudar, en la revista Sur, del sentido de esta profundización: “En lo turbio creyó reconocer lo profundo. Cavó, cavó ( ¿cavó?) en busca de una profundidad de lo que no era más que turbio”; pero aun así no dejaba de reconocer que hay una mirada que está buscando calar. Beatriz Sarlo distinguirá la peculiar combinación de escalas de esa mirada de detenimiento: “Es un miniaturista que trabaja en grandes dimensiones”. Esto es. visión de panorámicas (la de los grandes temas, la de las grandes cosas), pero aplicada a la vez al pormenor, a la prodigiosa revelación del detalle; con un don para la minucia que es del ojo que se posa.

“No tanto profeta como sismógrafo”, propone Christian Ferrer, su más reciente biógrafo, prefiriendo el espacio al tiempo, para remarcar esa cualidad de mirada penetrante, dispuesta a traspasar capas, pero que sería además capaz de detectar, en lo inmóvil, el anuncio de un movimiento posible (esa clase de movimiento: el telúrico; aunque sabemos que ni en la pampa, el objeto de Radiografía de la pampa y el territorio de Muerte y transfiguración de Martín Fierro, ni en Buenos Aires, el objeto de La cabeza de Goliat, existen los terremotos: debajo de la inmovilidad solo hay inmovilidad).

Cabe preguntarse entonces qué pasa con Martínez Estrada, el maestro de lo quieto, cuando le toca viajar (ahí donde, como en el ajedrez, tema de otro libro suyo, movimiento y posición se dan sentido mutuamente); qué pasa cuando el radiógrafo con sus fijezas espaciales debe moverse en el espacio, desplazarse de lugar en lugar. Porque lo cierto es que en la vida de Martínez Estrada no solo no faltaron los viajes (viajes a Europa, Estados Unidos, México, Cuba, etc.), sino también, y acaso de manera más decisiva, los cambios de lugar de residencia. Como si en cierto modo hubiese activado biográficamente dos de las acepciones de esa palabra crucial, dirección: el rumbo que se toma, el domicilio que se tiene, hasta hacer incluso que los dos significados se impregnaran recíprocamente, y así como el viajero pretende encontrarse en casa, algo que es propio de los desplazamientos se impone a cada fijación de domicilio. (…)

Ahora bien, ¿qué pasa con este fuera de lugar cuando tiene que dejar su lugar? ¿Qué pasa con el extranjero en su patria cuando tiene que dejar su patria? En resumen, ¿qué pasa con Martínez Estrada cuando tiene que viajar al extranjero? Algunos de los viajes más significativos de su vida fueron los siguientes: el de 1927, a Italia, Francia y España, en 1942, es invitado a Estados Unidos; en 1957, es invitado a la URSS (y conexiones); en 1960, es invitado a México; en 1961, va a Cuba premiado por Casa de las Américas.

En el viaje matrimonial, el primero de largo alcance, hay al menos tres elementos que merecen subrayarse. El primero es que, aunque él y su mujer visitaron sitios diversos, le dieron prioridad al lugar donde ella había nacido: esta parte de la travesía europea funcionó como el proyecto de Goyena [sur de la provincia de Buenos Aires, donde E.M.E. pasó su infancia], un viaje que de por sí es un regreso, vuelta al lugar que sella un origen y consagra una pertenencia, viajar al lugar de donde se es, viajar al lugar donde se es.

El segundo elemento es que la larga travesía en barco la aprovecharon para que su mujer, Agustina Morriconi, le enseñara un poco de italiano, y al llegar finalmente a Italia él algo pudiese hablar, lo que no dejó de regocijarlo. Porque lo cierto es que Martínez Estrada no sabía idiomas ni los aprendería más que someramente para los futuros viajes, lo que implica que viajaba sin contar con ese recurso de adecuación o integración (que “no sabía idiomas” lo refirió Gregorio Scheines, el mismo que, a propósito del proyecto de la chacra en Goyena, mencionó que “no tenía lenguaje para hablar con los peones”).

El tercer elemento es que Martínez Estrada se entusiasmó durante el viaje con la perspectiva de radicarse alguna vez en Italia y hasta mencionó una intención de terminar sus días ahí. Dejemos de lado el talante lúgubre de quien, en pleno viaje matrimonial, y con apenas 32 años, especula sobre sus últimos días, atengámonos a la condición de quien viaja, por un lado, volviendo y, por otro, pensando en quedarse. (…)

Esta notoria propensión a instalarse no deja de trasuntar un cierto grado de incordio, un caso crónico de descolocación y no de plástica adaptabilidad. Si Martínez Estrada piensa tan a menudo en la posibilidad de quedarse en el lugar al que llega, y a veces incluso concreta esa posibilidad, es porque hay un lastre que lo aqueja en el lugar que antes dejó.

Su tiempo en Cuba, y su posicionamiento de rotunda adhesión a la revolución en curso, supuso a su vez una descolocación respecto del campo literario nacional: el fervor revolucionario de Martínez Estrada en Cuba desconcertó, por empezar, a sus colegas del grupo Sur (donde cayó mal incluso que el escritor José Bianco, secretario de la revista, visitara la isla), pero además, y acaso más, a quienes, desde la izquierda, gustaban de correrlo por izquierda.

Fragmentos del prólogo de Cambio de dirección.

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