Lecturas multiplicadoras

¿De dónde vienen las palabras?

 

 

Las integrantes del Club de lecturas Abuelas Cuentacuentos leyeron Ema y el silencio de Laura Escudero Tobler (puede leerse su relato de la experiencia aquí) y, como un texto lleva otro, y la poética de la autora cordobesa atraviesa también su escritura ensayística, les compartimos dos conferencias de 2017:  una en el FILBITA y otra en el 1º Congreso de LIJ en San Jorge, Pcia. de Santa Fe.

 

Un jardín primitivo (1)

Hasta los cinco años viví en un jardín primitivo. Todo en la casa tenía espíritu salvaje: los sillones, el tocadiscos, la biblioteca. Una biblioteca de la que mi mamá sacaba palabras que también se ponían salvajes y hacían lo que querían conmigo y con lo que nombraban.
Las cosas tenían una intensa relación con la luz: desaparecían en la sombra para descansar de sí mismas, volvían al día siguiente multiplicadas en presencia. A veces, si el sol entraba oblicuo, quedaban envueltas en un chisporroteo de felicidad extrema.
A mí me pasaba igual.
En el patio había un damasco, se dejaba trepar, tenía hojas acorazonadas y en noviembre se brotaba de frutos que comíamos recién cortados, a veces tibios, no siempre queríamos esperar a que fueran lavados y puestos al fresco, nos gustaba sentir en la boca urgente esa aspereza vegetal.
Una noche mi mamá dijo damasco. No hablaba de árboles, ni de frutos. Dijo Damasco y damasco fue ciudad antigua, almizcle, zoco y alfombras persas; y damasco se multiplicó sobre sí en reverberancias nuevas. Como las cosas, a veces las palabras, chisporroteaban de felicidad.
Y yo con ellas.
Leímos una versión para niños de Las mil y una noches y fue la entrada inaugural al jardín primitivo de los nombres exóticos. Nombres que no referían a objetos conocidos y por eso se volvían aire que suena en el aire en espera libre de algo para nombrar, anticipando así su naturaleza imaginaria. Estallándola.
Traigo esta lectura porque representa el espíritu de un tiempo de sensorialidades abundantes auspiciadas por ese poema anónimo, leído en intimidad, en penumbra. Tuvo la amabilidad de demorarse para dejarme entrar (la voz que contaba /la atmósfera que rodeaba).
Las palabras tocaban la materia, raspaban el cuerpo. Caían de maduras en otro plano, entre paréntesis de la costumbre. Quedaba el efecto sonoro arremolinado en el umbral de la lengua, resto caído de algún significado que llegaba con esa fuerza extraña ligada a la respiración, al ritmo.
A ese resto me gustaría llamar belleza por lo que invoca.
A los cinco años Zeus me expulsó del paraíso.
Lo que no respira, muere.
En Homero psiqué, soplo vital, es lo que abandona el cuerpo, lo que extingue una presencia en este mundo.
La voz de mi mamá, la más cercana, la iniciática, se extinguió. Su marca en el aire, su modo de ondular palabras desapareció para siempre. Durante mucho tiempo cuidé el recuerdo, quise conservar el timbre, la cadencia, pero se me escapó.
Y lo dejé ir.
Quizá escribo como búsqueda de esa voz perdida. En el camino lo inesperado me toma por sorpresa entre los restos arremolinados de lo que fue y lo que es dentro de mí, su eco anclado en aquel principio.
Pronto aprendí a leer para conservar esa relación íntima con el sonido guardado en la letra escrita. El ritual de abrir un libro y encontrar la psiqué capturada en el signo de lo que no está pero todavía habla.
Los dioses del olimpo vinieron a revelarme la humanidad profunda de los motivos del amor, del odio, del destino. Todas las criaturas mitológicas tenían voz y hablaban de sus motivos. Del jardín primitivo pasé a la epopeya. Al canto de los hombres y su comunidad, a la deriva sobre un mar lleno de peligros y encantamientos de sirenas. El destino, la vida, era demasiado enorme para comprenderse, el pequeño detalle de la hoja en el talón de Aquiles no podía anticiparse, la furia de los dioses tampoco. Podía mantener el rumbo de un barco, evitar la zozobra, dejarme llevar por las fuerzas poderosas del viento a favor, poner proa en dirección al jardín primitivo que aguardaba en el tiempo sumergido de la lectura al fondo, más al fondo, de mí misma.
Durante muchas tardes jugué a inventar epopeyas acuáticas en una pileta casi abandonada. Desde la orilla me acompañaban iguanas curiosas, higueras de las que había que cuidarse y sol extremo. Como una escena de Monteiro Lobato: Emilia, la mazorca y los chicos jugaban conmigo y el lugar bien podía haber sido El benteveo. Debajo del agua el silencio era profundo y claro. Dejaba que las voces sonaran en mi interior mientras el pelo levitaba y yo levitaba, me volvía vegetal, me volvía agua.
Agradezco mucho esos días sueltos de urgencias y el olvido de los que me cuidaban porque de ese modo mi naturaleza silvestre se acompasó con la trama abierta de lo que leía sin tener otro motivo más que volver a un ritual amoroso. Los libros estaban disponibles para mí, me interesaban, eso era todo.
A veces volvieron. Las mil y una noches en su versión completa apareció en los estantes de una biblioteca ajena mientras estaba de visita. Tenía quince años, me había mudado a la ciudad, era tiempo de repliegue prudente. La casa a la que había ido parecía una torre de Babel, gente que iba y venía, fiesta con coreografías y yo que soy una bailarina errática me perdí en un pasillo angosto. Leí esa noche, me llevé el libro y seguí durante el día, no podía dejarlo. Nadie me dijo nada y si me hubieran dicho habría contestado que cada quién se rasca donde le pica. Hubo fiestas antes, habría después. Y con nadie podía hablar de esa otra fiesta secreta, el reencuentro con el damasco voluptuoso, eros de la letra, que ya estaba ahí, y ahora se abría también en el interior de las escenas.
Como lectora también soy bailarina errática, buena nadadora sobre todo y, si la ocasión invita, prefiero la levedad del cuerpo suspendido debajo del agua al estilo de velocidad sobre la superficie. La lentitud en los movimientos me acomoda.
Cuando escribo algo brota otra vez en mi jardín primitivo. Lo que soy ahora empezó durante aquel tiempo mitológico: eso otro que fue mi infancia.

Sobre lectores de literatura o cómo la letra encuentra los modos del amor  (2)

El mundo era para mí del tamaño de una casa
hace poco alguien
me preguntó por lo que escribo
—es de mi intimidad— le dije
—¿puede ser de otro modo?—
me miró pero yo estaba
subida a las ramas del damasco
del patio de mi casa
balbuceaba un nombre
y mi mano chiquita buscaba
una mano que lo traía.
Todo lo que soy viene de esos días.

¿De dónde vienen las palabras?
Yo creo que antes de las palabras hubo sonidos.

Las palabras crecieron de la música de las cosas, de los movimientos de las hojas en los árboles, de la lluvia, de los pájaros.
Y de las primeras voces que hablaron para nosotros como si comprendiéramos.
Comprendíamos.
Del mismo modo que comprendíamos el viento o una tormenta.
De esas voces nos llegaban sus matices: tristeza, alegría, enojo, exaltación. Antes de saber cómo se nombraban las emociones cada uno de nosotros supo de los sonidos que las transmitían de un cuerpo a otro.
¿Qué tiene que ver la literatura con esto que digo?
Yo creo que mucho.
De esas voces que ya amábamos vinieron después  relatos y  poemas y nos llevaron a lugares recónditos de nosotros mismos —y del mundo— porque habíamos traspasado una creencia anterior y poderosa en la voz que se hace (después) palabra.
Ese es el trabajo de los lectores de literatura: escarbar al fondo de las palabras las emociones que guardan para cada uno. A veces esas emociones son compartidas. Y es una alegría.
Pero sucede en el espacio íntimo de cada lector.
Por eso los lectores necesitamos tiempo para dejar que flote dentro del cuerpo el perfume de lo que sentimos.

Las emociones se activan, arborecen, se ramifican porque las palabras así cultivadas evocan resonancias misteriosas. Mundos sonoros. Cosmogonías nuevas y mágicas. Libertad en los bordes de la palabra y sus efectos cuando todavía están un poco sueltas y se liberan casi salvajes, casi humanas.
Todos tenemos esa experiencia anterior con la vibración de los sonidos en el cuerpo. Algunos tienen la oportunidad de seguir el hilo de las resonancias y descubren que lo que se hunde más profundo en el misterio vuela más lejos sobre la superficie. La literatura es una manera de seguir el hilo. También pueden serlo la música, la pintura, el encuentro amoroso.
Es que la literatura habla la lengua del amor.
Por una gracia inexplicable nos es dado entrar a las palabras que escribió otro. Me gusta imaginar que las letras no son planas.  Que tienen aristas, intersecciones, orillas, entradas, salientes y profundidades. Como amantes a los lectores nos es dado entregarnos a la seducción de la letra. Si nos seduce, entonces, todo es posible. Un amor fugaz, apasionado, perdurable. Y todo es experiencia, conocimiento de uno mismo, porque no hay nada mejor para conocerse que el encuentro con otro. Otro que puede ser un libro de literatura. Los libros de literatura están hechos de una materia poderosa: letra que condensa evocaciones en ese borde salvaje con los sonidos. Dejar que la letra entre al cuerpo y el cuerpo a la letra con libertad. Que expanda el mundo de lo que somos a lo que ha sido otro y su misterio. Dejar que los sonidos  revelen eso anterior que vibra y eriza los sentidos.
Algo en la lectura de literatura permite abrirse a otro, franquear el límite del sí mismo y en ese borde en que suceden las cosas que no se pueden explicar, abandonarse, recibir  lo que el otro nos revela con la lectura. Es posible. Más allá de los significados evidentes hay significaciones personales y privadas.
La lectura y el eros son expresiones de una enorme potencia vital.Los lectores de literatura son resistentes a la domesticación.
¿Entonces qué hacemos los mediadores de lectura? ¿Qué enseñamos/transmitimos?
Tenemos una tarea delicada.
Quisiéramos dar continuidad a esa experiencia primaria de asombro. De descubrimiento. Y sabemos que la disponibilidad para el amor se contagia. Es necesario que alguien revele el misterio. La sospecha de un plus de placer en el encuentro con un libro de literatura tiene la naturaleza de romance. Hay un modo de contagio humano que tiene estructura de triángulo. Hay uno que seduce, uno seducido y otro que desea para sí eso que se muestra y oculta en un juego vital de desborde imaginario. La provocación sutil del imaginario anticipa el placer, lo expande, reverbera los efectos y potencia el deseo. Y cuando hablo de placer me refiero a esa conmoción del cuerpo que no está despojada de inquietud. La inquietud de lo que promete pero todavía no está.
Ver a un profesor tomado por el deseo: conmovido, divertido, salido de sí, perturba en el mejor sentido de la palabra. Inquieta. Provoca. Un romance apasionado, ustedes lo saben, es lo opuesto a la repetición. Al trámite burocrático de “tener que hacer” lo que se tiene que hacer para enseñar literatura. No hay fórmula: se inventa cada vez, se conecta con lo que sucede “ahí y ahora” a ese sujeto deseante que también es el profesor. Y ya sabemos que las experiencias amorosas convierten al amante en un mejor amante. Si está dispuesto a dejarse tocar por cada amor saldrá distinto y sabrá delicadezas nuevas para conectar con ese libro que lo ha enamorado. El profesor tiene un extenso prontuario amoroso. Menos mal.
Las recomendaciones también son cuestiones de empatía. Alguien siembra la sospecha de un  amor en potencia con un texto. Las listas objetivas, sin cuerpo que les de vida, me dejan fría. Los catálogos de lo que se debe leer, el canon, a veces obtura encuentros. Prefiero el triángulo también en esos casos. Porque los títulos inevitables vienen de la propia experiencia de lectura.
Nombrar algunos sería injusto. La memoria es esquiva y caprichosa. Además desconfío de esas listas que a veces parecen más un alarde de autoridad que un intercambio sensible entre lectores. Prefiero el recuerdo de escenas, libros en situación, por ejemplo, un verano a orillas de un río. Estábamos con mis hijos pequeños, había llevado El perfume de Patrick Suskind, empecé a leer y oler, todo junto, al mismo tiempo, la arena, el pasto, los pinos, la lluvia. Todos los olores alrededor mío fueron al libro y el libro al mundo. Mis hijos me parecían hermosos y frágiles y la idea de reducir existencia a esencia me pareció terrible y seductora. Lo monstruoso, sentí en aquel momento, está tan cerca, es parte de una y del mundo. Lo monstruoso es bello y devastador.

Esos juegos de los que hablo, juegos de lectores, son también modos de creación.

Mucho después viene el esclarecimiento: prefiero lo ridículo de escribir poemas a lo ridículo de no escribirlos como dice la poeta Wislawa Szymborska. Prefiero lo ridículo de leer poemas a lo ridículo de no leerlos.
Con estas palabras quisiera despedirme y desearles buenos romances por el puro gusto de mostrar otros amores a sus alumnos, por entusiasmarlos, por dejar flotando las ganas de entrar a esta práctica humana, vital, actual, renovada cada vez que un lector entrega su cuerpo a la lectura porque para muchos de ellos la experiencia amorosa de iniciarse como lectores de literatura está en sus manos.

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Quienes deseen seguir disfrutando de los textos de Laura,  pueden visitar su blog aquí

 

(1) texto leído en la mesa de lectura, Filbita, noviembre de 2017.

(2) conferencia leída en el Congreso de San Jorge, La LIJ: RESTRICCIONES Y APERTURAS EN EL SIGLO XXI,  junio de 2017.

Patricia Domínguez
deinfanciasyliteratura@gmail.com