Los libros de los que estamos hechos
Algo de lo que conversamos en una de las reuniones del mes pasado y quedó como propuesta para el foro de conversación, vuelve en este texto extenso, pero imprescindible, de Marina Colasanti. Con su prosa poética nos ofrece una reflexión que cada quien puede hacer propia cambiando títulos y autores según el camino lector personal.
Como si esculpiera un caballo o evaluara mi deuda con la lectura
Recientemente, buscando material para organizar un curso, me encontré con biografías y testimonios de escritores, de personas vinculadas con la lectura, o simplemente de grandes lectores. Y lo que más me fascinó fue ver repetida en diversas versiones la experiencia del primer libro, del libro fundador que nunca más se olvida, aquel que abrió las puertas para todos los que vinieron después. Es un encuentro posible solamente gracias a una serie de conjunciones internas y externas, casi mágico. Es una revelación.
Yo nunca fui tocada por el milagro. No tuve una primera voz impresa que me dijera: soy tu abracadabra. Lo que tenía era un coro de voces, profusión de libros a mi alrededor y a mi alcance, atrayéndome en varias direcciones. Quiero decir que no tengo, en mi vida, la experiencia de la no lectura. Nunca tuve un comienzo formal, un primer libro. Deslizarme de las historias que me leían hacia mi propia lectura fue algo tan suavemente progresivo y natural que no me di cuenta. La impresión que tengo es la de siempre haber estado leyendo. Y de siempre hacerlo con deslumbramiento.
Actualmente, cuando estoy de viaje, puedo pasar días sin diarios. Pero no sin libros o sin algún papel para escribir. Es como si no supiera pensar la vida sin la palabra escrita. Dicho así, parece apenas una mansa forma de esclavitud. Pero como es mucho más que eso, voy a intentar decirlo a través de un artificio.
Se cuenta que cierta vez le preguntaron a Miguel Ángel -creo que fue a él, y no voy a verificarlo ahora- cómo hacía para esculpir un caballo. Es simple, habría respondido el artista, se coge un bloque de mármol bien grande, se retira todo lo que no sea caballo, y lo que sobra es él, el equino. Siguiendo su ejemplo, voy a desbastar del bloque de mi vida todas las lecturas, a retirar todos los libros. Lo que sobre será lo que yo habría sido sin ellos, y me dará la justa medida de lo que hicieron por mí.
Se cuenta que cierta vez le preguntaron a Miguel Ángel -creo que fue a él, y no voy a verificarlo ahora- cómo hacía para esculpir un caballo. Es simple, habría respondido el artista, se toma un bloque de mármol grande, se saca todo lo que no sea caballo, y lo que sobra es él, el equino. Siguiendo su ejemplo, voy a desbastar del bloque de mi vida todas las lecturas, sacar todos los libros. Lo que quede será lo que hubiera sido mi vida sin ellos, y me dará la justa medida de lo que hicieron por mí.
El primer golpe en mi bloque me obliga a eliminar la voz suave, de mi madre o de mi niñera, voz femenina siempre, que a la orilla del sueño me entregaba los primeros cuentos de hadas. Los incluyo en la categoría de lectura porque había siempre un libro presente y, si no era yo misma quien los leía, lo que yo escuchaba no era la oralidad, era la transmisión de una narrativa escrita. Esos cuentos están plantados donde comienza mi memoria. Y si intento imaginarme sin ellos, percibo que la oscuridad de la noche y su silencio habrían comenzado de golpe, sin piedad, con la temida orden: “Hora de ir a la cama”. Retirada de la presencia de aquellos caballeros y damas, de los aldeanos, de los duendes, de las viejitas bondadosas, de los pastores y de los animales que me daban la mano para entrar en los sueños, yo no habría tenido otra opción que saltar dentro del sueño de una vez, como quien cae dentro de un pozo.
Ningún lobo escondido entre troncos me habría enseñado a lidiar con los otros lobos, mucho más famélicos, que me iba a encontrar a lo largo de la vida. Ninguna fiera me habría mostrado la belleza de la compasión. El patito feo que yo era no habría tenido ningún ademán convincente de la posibilidad de transformación. Y sin la princesa pálida como la nieve recostada en su ataúd de cristal y devuelta a la vida por un beso, ¿quién me habría contado de la fuerza vibrante del amor?
El lenguaje simbólico fue lo primero que recibí de la literatura. Aquel en el cual, hasta hoy, me expreso mejor. Borrados esos cuentos de mi vida, yo difícilmente sabría recorrer el camino que lleva al nacimiento de lo maravilloso. Ni habría, tanto tiempo después, escrito mis propios cuentos de hadas, para llevar de la mano a otras personas hasta los sueños.
Ya faltando un pedazo tan importante de mi bloque de mármol, tendría que sacar uno a uno los libros de aventuras -aquellos que leí con tanto entusiasmo- porque los de hadas ya me habían preparado para ellos. Deemoraría un poco, ciertamente, pues no aguantaría las ganas y, durante la operación de demolición, leería un poco aquí, un poco allá. Pero, finalmente, a la basura los sombreros emplumados, las capas, las espadas, a la basura los caballos y carruajes. ¿Quiénes eran los mosqueteros? ¿Personas que usan mosquete? ¿Y por qué sólo tres? ¿Una máscara de hierro, para qué? ¿Y qué sucede, qué sucede, Dios mío, veinte años después, si nada sucedió antes?
Junto con las capas y las espadas me vería obligada a tirar lejos un pedazo de la historia de Francia que aprendí por puro placer, un cardenal cuya alma intrigante y perversa reencontraría tantos años más tarde en las pinturas de Francis Bacon, y el concepto de atracción y enfrentamiento que siempre ha estado en la base de las relaciones Francia/Inglaterra -¿o no es eso lo que nos cuenta el romance de la reina Ana de Austria, esposa de Luis XIII, con Lord Buckingham-?
Sin aquellos compañeros presumidos, mi vida se vería privada de una bella lección de amistad y de un lema que utilicé más de una vez: «¡Uno para todos, todos para uno!». Y habría necesitado aprender sola que lo más importante para el joven que llega de la provincia a la gran ciudad —o para el joven que de la infancia llega a la adolescencia— es rodearse de buenas y fieles compañías.
A la basura, también, los piratas. Un hombre con una pata de palo pasaría a ser para mí apenas un minusválido, un garfio sólo serviría para colgar carne en la carnicería, una tabla suspendida sobre el agua sería más que un trampolín de piscina. Con eso, desaparecería un fragmento del libro que recién entregué al editor, Mi tía me contó, en el que una bandera pirata ondea entre las páginas. Y se iría también un poema, «Ninguno como aquellos», en el que un fragmento de violencia urbana y náutica actual es visto a través de la lectura de tantas novelas del italiano Emilio Salgari, sobre todo las del Corsario Negro y las del Ciclo de Sandokán, bucanero que, bajo el sobrenombre de Tigre de Mompracem lucha contra los ingleses en los mares de Malasia para vengar el asesinato de su familia:
A lo largo
clavados sobre el horizonte de la inmensidad del mar
como torres de una fortaleza
barcos cargueros esperan
fondeados.
No entran en el puerto.
El puerto a la noche
es el reino de piratas.
En mi infancia los piratas
tenían color
«Negro», «Rojo»,
y barbas
de preferencia pelirrojas
y loros
y ganchos en lugar de manos.
En mi infancia los piratas
eran amigos del rey y se anunciaban con la bandera negra
y el escudo de la calavera riendo al viento.
Los piratas de la isla de Mompracem
jóvenes Tigres de Sandokán
abordaban mi infancia
en el silencio de sus proas.
Hoy los piratas se esconden
detrás la noche
sin barba y sin rostro
oscuros como ratones de sótano.
Ningún navío fantasma
ninguna carabela navega en el puerto
las aguas contaminadas.
Los predadores llegan en silencio
rémoras recostadas junto al casco
desteñidos piratas de blue jeans.
Y los autos que pasan distantes
en lo alto del puente
anónimas luces que corren
no oyen el canto cortante
de las ametralladoras.
Lamento, mi pequeño Peter Pan, pero aunque tangecialmente, tendrías que ubicarte en sección de los piratas. Sin Capitán Garfio en la Isla de Nunca Jamás, termina el conflicto, se desmorona la novela. Niños perdidos y sirenas no alcanzan para alimentar tus aventuras. Adiós, entonces, niño que vi trepado a un árbol mirando por la ventana su antigua cama ocupada por otro, mientras del lado de acá del libro yo lloraba descubriendo cómo lo doloroso que puede ser negarse a crecer.
Borrar es como como jugar al bowling, sólo se tiene el control hasta cierto punto, los bolos que caen van derribando al resto. No se puede evitar. Si elimino a los piratas, si me deshago de los libros de aventuras, estoy obligada a liquidar también a las islas. Me despido así de Edmond Dantés, que con tanto empeño intentó convencerme de la grandeza de la venganza, desaparece con él en el horizonte la isla de Montecristo, que ya no dará a nadie nombre ni fortuna.
¿Y qué sería de mi imaginación si una isla fuera solamente un pedazo de tierra cercado por agua, si una isla fuera un accidente geográfico y no un símbolo? «Donde los océanos se encuentran, existe una isla pequeña…», así comienza un cuento mío, pero sin haber naufragado en tantas islas literarias, sin haber acompañado paso a paso la supervivencia de tantos personajes, sin haber aprendido que una isla es un microcosmos, una metáfora de la propia vida, ¿por qué escogería una isla para ambientar historias de amor y rivalidad entre hermanas? La frase «todo hombre es una isla» perdería para mí la mitad de su densidad.
Entre tantas islas que frecuenté, a tres en especial, me duele soltar: la Isla del Tesoro, la Isla Misteriosa y la de Robinson Crusoe. Aunque no lo parezca, me pertenecen. Con sus cabras, sus secretos, sus riquezas ocultas, sus mapas trazados en un pergamino, con el eco de una música de órgano en las profundidades, con una vela que surge en el horizonte, son mías. Las recorrí tantas veces, sobreviviendo cada vez como si fuera la primera, aprendiendo a estar sola, a marcar en los troncos el paso del tiempo, a construir una cabaña sin clavos y sin herramientas, pércibiendo poco a poco que con inteligencia y fuerza de voluntad se puede reinventar la vida. Esas tres islas hacen parte de mi experiencia. Y tengo que dejarlas ir. Pero fue para elaborar las pérdidas que nos analizamos en los años 60. Entonces, adiós islas.
Con Crusoe, me veo obligada a privarme de Gulliver, porque los leí ambos en la misma época y con igual entusiasmo.
En el tiempo de mi infancia
los pasillos eran largos
las mesas altas
las camas enormes.
La cuchara no cabía
en mi boca
y el cuenco de la sopa
era siempre más profundo
que el hambre.
En el tiempo de mi infancia
sólo vivían gigantes
allí en casa.
Menos mi hermano y yo
que éramos gente grande
proveniente de Lilliput.
Nunca habría escrito este poema si no hubiera estado con el héroe de Swift en aquella tierra de gente pequeña. La pérdida de un poema no sería tan grave. Grave habría sido no contar con la fuerza de los liliputienses como ejemplo, en el tiempo en que yo misma era una lilipuntiense en un mundo habitado por gigantes.
****
Ya tallé tanto el bloque, ¿qué conseguí hasta ahora que se asemeje a un caballo? ¿O todavía me falta mucho y sólo obtuve una cosa que dejó de ser bloque de mármol pero que aún no galopa? Borro a Tom Sawyer y a Huckleberry Finn (sufro más por Tom Sawyer, al que viví un poco con suspiros, como mi primera novela de amor, él defendiendo aquella niña pequeña del indio y del cuchillo). Me deshago de toda la colección de Julio Verne —el mundo que no puedo recorrer en 80 días deja de ser tan redondo, y la luna, donde ningún cohete aterrizó antes de 1969, pierde parte de su encanto-. Nunca mi estante albergó los 11 —¿o eran 12?— volúmenes de El Tesoro de la Juventud que tanta compañía me hicieron cuando llegué a Brasil. Además, nunca tuve estantes, pues no les habría dado utilidad. Arrojo un paño negro sobre aquel caballero delgado montado en su flaco caballo, y su escudero gordo montado en su manso burrito. Nunca más lograré conciliar el delirio de los soñadores con la sabiduría simple de quien vive con los pies sobre la tierra. Desaparecen los dos con castillos y molinos de viento, llevándose la traducción que hice, hace poco tiempo, de su historia contada para niños. Y al desaparecer El Caballero de la Triste Figura, se va también el ejemplo que Alejandro Dumas usó para moldear aquel mosquetero que ya tampoco está más aquí. Siento un extraño frío, como si me hubiesen sacado la ropa, aunque tal vez sea apenas soledad.
Mi escultura no salió del período de la infancia. Pero ahora, yo que en el vientre de mi madre viajé de Italia hacia Eritrea donde habría de nacer en la ciudad de Asmara, y de Eritrea fui a Trípoli, y de Trípoli fui a Roma, y de Roma viajé a lo largo y ancho de Italia, hasta terminar en Brasil, donde no pararía de viajar, ahora tengo que decirles adiós a dos de mis semejantes, a dos viajeros como yo, que acompañé por países lejanos, aprendiendo con su viaje mi propio viaje. Tengo que despedirme de Ulises y Marco Polo. ¡Qué ingratitud!
Si Marco Polo descendiera
a la Quinta Avenida
pensaría que ha regresado
a Cambalucl
ciudad de las doce puertas
donde comerciantes viajeros transeúntes
se mezclaban con los hombres de negocios
que venían a buscar fortuna/ en las tierras del Gran Khan. […]
Así escribí en un poema, mirando la moderna ciudad de Nueva York, tan llena de visitantes orientales y de riquezas, con los ojos de Marco, que tantos años antes me habían mostrado ambas cosas. Y mi deuda es aún mayor con Ulises.
¡Ah! cuántas veces
con cera algodón resina o barro
tapé mis oídos
para escuchar mejor
a mis sirenas.
Este poema, no lo habría escrito, no por no querer oír sirenas, sino por no saber que era de ellas la voz que me encantaba. Las sirenas de Ulises le harían compañía a La Sirenita de Andersen, sentada al lado de Ondina, en la oscuridad de las aguas o del ocultamiento. Y con las dos se quedaría aquella sirena mía de cuento, pequeña, capturada un día con una red de pescadores y criada en la bañadera de un departamento, que el dueño lleva a veces en su auto para ver el mar, preso su cuello a una correa para que no huya.
Estoy intentando esculpir un caballo, y para eso tendré que deshacerme de otro.Empujo sobre sus ruedas, hacia afuera de mi infancia, al Caballo de Troya. Nunca más los caballos serán tan importantes por dentro como por fuera. Tendré que aprender en otra parte el poder de la astucia, y el costo de la buena fe. Cuando, ya adulta, lea en el poema de Eugenio Montale «No era tan fácil vivir en el Caballo de Troya./ Estábamos tan apretados como/ sardinas en lata […]», ningún eco me llevará de regreso al pasado y a aquel enorme caballo de madera entrando en la ciudad codiciada, ningún recuerdo antiguo me dirá del aroma de sudor y madera húmeda, del aroma casi de navío que había en aquel vientre repleto. No sabría que los guerreros allí escondidos tenían arena en sus sandalias. Pero es probable que, si no hubiera leído en la infancia la adaptación de La Illíada, si no hubiera leído ningún libro, no habría llegado al poema de Montale. Y hoy, frente al ataque de un mensaje Caballo de Troya en mi computadora, vería sólo el peligro de un virus sin ninguna grandeza.
De una cosa más me tengo que desprender antes de entrar a la adolescencia: de los mitos griegos. Los aprendí en la infancia, por etapas, dentro de las historias, pero sobre todo a través de un libro que los narraba y que me llenó, para siempre, de asombro. Dejo, con el peplo, mucho más que una piel. Pues los mitos no son algo externo que aprendemos, son nuestra realidad interior traída a la superficie. Fueron ellos los que me guiaron en los encantos de la metamorfosis, hoy dios, mañana lluvia de oro o cisne o toro blanco saliendo del agua. Fueron ellos los que llenaron mis fuentes de ninfas, mis bosques de sátiros, mi cielo de dioses, carruajes de fuego o caballos alados. La mitología me dio de regalo otros niveles de realidad, más profundos que los de la cotidianidad. Y renegando de ellos, tendré que contentarme con aquellos niveles más comunes, que todos consumen en el día a día como si los pastasen.
*****
Listo, ignorante y casi ciega como un topo, salgo de una infancia sin lectura. Debo haberme aburrido mucho, con tanto tiempo libre y ninguna buena historia para llenarlo. Y qué terrible soledad, en medio de tantos viajes y mudanzas, sin la farándula de personajes como compañía. Pero crecí, llegué a la adolescencia. Intentaré ser breve.
Arrojo al fuego los libros de M. Delly. Decíamos Madame Delly, parecía maridar tan bien con el contenido azucarado; no sabíamos que era seudónimo de una pareja de hermanos que escribía a cuatro manos, de hecho, a dos. Los leí todos o casi todos, y eran muchos. Suspiré profundamente con aquellas pasiones llenas de obstáculos que nunca llegaban a actos de violencia, aquellos héroes de ojos azules que en el momento de la furia se volvían cenicientos y fríos como el acero, aquellas doncellas pobres y dignas deseadas por el poderoso. Me empalagué de amor romántico. Fue bueno y útil. Porque poco después, descubriendo en los libros de Erich Fromm verdades más cortantes dictadas por la supremacía del sexo sobre el amor, pude conciliarlas con aquella reserva de perfume de rosas que había acumulado.
Arrojo al fuego Toi et Moi, de Paul Géraldy. No sufro nada, confieso, es casi un alivio, aunque más tarde, en un curso de encuadernación, yo misma encuadernaría con cabritilla azul mi ejemplar. No recuerdo un solo poema de aquel libro, es como si nunca lo hubiera leído. Pero fue una lectura preparatoria, una especie de elongación antes de la gimnasia que vendría después. Si no lo hubiera recibido de parte de una prima mayor, no habría estado preparada para la poesía de otros amores, cuando pocos años después, mi padre me dio a Baudelaire, Les fleurs du mal, y a Omar Khayyam, Le Quartine, en dos ediciones espléndidas, ilustradas, que guardé hasta ahora amorosamente, y que en este momento nefasto me veo obligada a defenestrar metafóricamente.
Antes de esos libros, incluso antes de la cabritilla azul, entrego Poesie, una antología del italiano Aldo Palazzeschi, que leí cuando tenía unos 14 años. De un surrealismo muy personal, entre toques de la más pura ironía, pone en escena damas veladas, príncipes que navegan en mares de plata fundida, viejitas arrodilladas en iglesias oscuras, muros altísimos cubiertos de hiedra. Su imaginería y musicalidad quedaron tan grabadas en mí que, de manera absolutamente involuntaria, los retomé recientemente, en el cuento «Entre ellos agua y resentimiento», del libro 23 Historias de un viajero. Puedo fingir nunca haber leído a Palazzeschi, pero ese cuento no lo suelto de ninguna manera.
¡Socorro! Cuando iba llegando a los pesos pesados de la poesía en mi vida, cuando le iba a pedir perdón a Paul Éluard por la separación que se imponía, me alcanzó como un piedrazo la percepción de que continuaba oculto en el corazón Las aventuras de Pinocho. Debo haberlo hecho a propósito, intento inconsciente de preservar al personaje más querido y presente de mi infancia, mi héroe de madera.
¿Cuánto percibí, en aquel tiempo, de su extrema pobreza, de aquella falta de comida que junto con la curiosidad es el móvil primero de sus aventuras? Me parecía travieso, era sobre todo pobre. La chimenea pintada en la pared porque no hay fogón, la inexistente olla colgando sobre el falso fuego con humito saliendo por el borde de la tapa para fingir que había comida, son imágenes que ningún niño olvida. Y las peras, aquellas tres peras que serían la comida del padre y que éste le da, de las que Pinocho descarta inicialmente las cáscaras, para comer después, porque el hambre es mayor que tres peras. Creo que, como todo pequeño lector, a mí también me habría gustado darle un martillazo a Pepito Grillo, sabio presuntuoso que con vaticinios de mal augurio intenta dificultar los despreocupados planes de Pinocho. Pero la metamorfosis de la marioneta en burro me alertó de forma inolvidable sobre los peligros de una vida sin ninguna tarea o deber.
Si yo borro de mi vida ese libro, estaré obligada a donar un minúsculo ejemplar que mi marido me dio de regalo, las varias ediciones ilustradas que compré por el mundo a lo largo de la vida, un muñeco articulado que mi hija me trajo de un viaje, y otro que compré en Italia, y el álbum de pequeñas paisajes y de los dieciocho discos de cartón, con toda la historia contada y musicalizada, que conservo hace más de 60 años. Y desaparecerá mi nombre de traductora de la tapa de la reciente edición brasileña.
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Vuelvo a Éluard, de quien Une Leçon de Morale, también encuadernado con cabritilla azul -el pedazo que tenía daba para dos libros-, me cobijó durante años. Este libro tan especial, en el que cada poema tiene dos versiones, una para el bien y otra para el mal, me enseñó para siempre la posibilidad de dos miradas, la dialéctica del claro/oscuro que habita a todo poeta. Y el significado, a veces impenetrable, de ciertos versos me llevó a descubrir que no todo puede ser dicho con las palabras de lo cotidiano, y que es necesario buscar otras maneras de aprehender. La intensidad con la que frases no plenamente comprendidas conseguían afectarme me reveló que la poesía escribe en otra clave.
Junto con Éluard van Bandeira y Drummond, a quienes descubrí casi enseguida. ¿Pero cómo puedo borrar a esos dos grandes poetas, si los conocí personalmente, si fui a noches de autógrafos de sus libros? ¿Cómo fingir que nunca leí a Drummond de quien sabía tantos poemas de memoria y a quien atendía en la redacción de Cuaderno del Jornal do Brasil, donde él era cronista y yo redactora? ¿Cómo separar a la persona Drummond que tomó café en mi casa y de quien sé que tenía, a veces, una cicatriz pequeña encima del labio, del poeta Drummond con su trascendencia? Eliminar la lectura de la vida adulta es mucho más complicado que esculpir un bloque de mármol. Porque no basta con sacar libros libros, es necesario deshacer personas, porque los libros son elementos de convivencias directas, más íntimas. ¿Borrar a Clarice Lispector? ¡Ni pensarlo!
Y son demasiados libros, caravanas de libros. Podría ir por etapas de vida. Los libros que leí junto con mi padre después de que mi madre murió, cuando él necesitaba compañía para leer. Embalo una caja con los rusos, primero. ¡Y qué caja! Sólo Dostoievski, con su estatura, merecería un container.Sumo uno u otro francés, un poeta satírico italiano que escribía en dialecto romano, Trilussa, cuyos poemas mi padre me recitaba como historias, y yo podría repetir ahora para ustedes. Además Carducci y Leopardi. Después pongo a los americanos, empujo hacia adentro a los toros de Hemingway, con toreros, banderillas y trajes de luces, golpeo la cola de aquel gran pez que no quiere morir, hago el intento para que entren los habitantes de Yoknapatawpha de Faulkner, los de Nueva York de Dos Passos, los elegantes alienados de Fitzgerald. Y sacrifico a Steinbeck a un dios desconocido.
Eliminando a los rusos, anulo mi aprendizaje de estructura literaria. Desaparecen los cimientos, los arbotantes, las vigas narrativas que transformaban historias y personajes en construcciones grandiosas, pirámides o catedrales del vivir humano. Y con los americanos me deshago de la sorpresa que tuve cuando percibí que era lícito usar textos esenciales, frases muy cortas. Después de ellos, mi relación con la coma nunca más recuperó su antigua intensidad.
En el mismo grupo, me veo obligada a incluir dos libros que no estaban dentro de los favoritos, pero que atropellaron mis emociones. Il Diavolo, de Papini, con quien pude dar alguna concreción y buenos ropajes teóricos a aquella figura antes aterrradora que nos acecha en las esquinas de la vida. También de Papini, Gog, crítica irónica de su tiempo, tan afilada que continúa siendo actual, y que yo traduciría muchos años después. Y ya que estamos con los italianos, ciao Moravia, ti ho voluto tanto bene, y también te traduje con pasión.
¡Qué genocidio, Dios mío! Afortunadamente el papel no sangra. Mejor dicho, afortunadamente la sangre de los libros es invisible. Me siento en pleno Fahrenheit 451, libro que felizmente no tengo que borrar porque nunca lo leí, pero donde —lo vi en la película— los libros son prohibidos y arrojadas a las hogueras.
La enciclopedia de arte que mi padre me dio, estupenda, se queda conmigo, transferida de la categoría de libro-lectura a la de tótem. De ella nadie puede separarme. Ídem para los otros cuarenta y un libros de arte, los catálogos de los museos en los que estuve y de las grandes exposiciones que el destino generoso me permitió ver. Debería arrojar en la lista de exterminio los libros que leí con mi primer noviecito, pero de pronto me acuerdo de Tarzán, leído mucho antes, con mi hermano, con quien construí cabañas en la selva doméstica de nuestra primera casa en Brasil, y me balanceé entre lianas soltando el característico grito de hombre mono. Los monos tití que saltaban en el bosque de bambú no reconocían el llamado, pero sin aquellas lecturas y aquel grito, qué inhóspita y ajena me habría parecido la selva tropical cuando llegué.
Después del primer noviecito tuve un segundo. Y leímos juntos. Y un tercero, que ya no era apenas un noviecito. Y leímos juntos. Hubo uno en el medio, pero no leímos juntos porque a él no le gustaba leer; decía que lo haría más tarde, cuando fuera viejo y tuviera tiempo de sobra, y me pareció prudente no esperar para verificarlo.
Arséne Lupin. Quiero cerrar la lista y no lo logro. La memoria en general siempre trabada parece haber salido de su letargo y me entrega un libro más, un recuerdo más.
Es el reconocimiento por los servicios prestados. Arséne Lupin salió del mapa antes de que yo lo borrara. Nadie se acuerda ya de él. Y, sin embargo, cómo me divirtió ese ladrón elegante, modelo para tantos ladrones finos que estuvieron de moda en el cine norteamericano. Leyendo a Arséne Lupin, quién diría, me preparé para conocer a otro elegante, Bond, James Bond.
Hablo de ladrón, y Robin Hood aparece. Anduve mucho con su banda en el bosque de Sherwood, robándoles a los ricos para darles a los pobres. Vestida con mis calzas verdes, salté desde los árboles sobre carruajes, surgí empuñando el arco detrás de los troncos, desenvainé la espada y el puñal, siempre en defensa de los desamparados y contra los usurpadores. Nunca dudé del regreso de Ricardo. Y Ricardo llegó todas las veces que releí esa historia. Con la identidad oculta por la armadura o la capucha, con el corazón leonino latiendo bajo la malla metálica, Ricardo volvió de la cruzada para enfrentar a su hermano Juan Sin Tierra y restituir la justicia en su país. Hace algunos años, cuando en Francia me encontré frente a la casa en la que Ricardo Corazón de León se refugió herido, ¡qué emoción! Era como si estuviera pisando las antiguas huellas de un pariente.
Debo también entregar a las aguas del olvido dos barcos. Coloco en un sampán imaginario a la antología de poetas chinos que me dio una amiga de la infancia en un encuentro pasajero de juventud. Mientras desciende lentamente por la corriente, el vino deja de brillar en la copa de Li Po, las flores del durazno desaparecen en el aire.
Y sólo por un instante oigo aún a lo lejos la voz de Po Chu-I hablando de los tártaros encadenados, mientras se detiene el tiempo que antes sólo se detenía en el sufrimiento del viejo poeta enfermo. En el otro barco, de origami, va País de Nieve, del japonés Yasunari Kawabata, un encuentro que en la primera juventud me abrió las puertas de otra literatura, una manera otra de escribir, en la que las palabras se posaban leves, imprimiendo, con su liviandad, una marca profunda.
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Para completar mi tentativa de escultura, debería avanzar en el tiempo, recoger todos los libros que me trajo mi matrimonio, lectura ahora multiplicada por dos, yo leyendo con mis propios ojos y con los de mi marido poeta, Affonso Romano de Sant’Anna. Y los libros de la profesión, los míos y los de colegas. Tendría que continuar indefinidamente, sacando libros y más libros, desmontando estantes, borrando todos los pasos que me llevaron a bibliotecas y librerías, obliterando tantas lecturas que hice en aeropuertos, en trenes, en aviones, en salas de espera y en filas, debajo las sábanas, en casas y en hoteles. Podría sacar todo el mármol, toda palabra escrita, y aún así no llegaría a lo que la lectura hizo por mí, porque aquello que yo podría haber sido sin la lectura nunca existió. Llegaría, sin embargo, a aquello que ya sé: que la lectura me hizo así como soy. Interactuando con mi ADN, con las circunstancias de la vida, con los encuentros y los desencuentros, pero siempre presente, ayudándome a elaborar cada gesto, cada acto. O, más que eso, fundiéndose con la vida para darle un sentido más amplio.
Texto presentado en el Simposio del Libro Infantil y Juvenil Colombia-Brasil, Asolectura, Bogotá, 2007, en La disponibilidad del alma.Memorias, cuentos y poemas. Marina Colasanti. La Gran Nilson Editora