Fuente: El cohete a la luna
Por: Jorge Pinedo
Por el costado de la noche, en pos de un camino sin salida, una mujer deambula abrazada a un presagio. A primera vista ella es un resto de naufragio que llega a la costa pedregosa, sacudida por el oleaje de la vida, tal vez del amor. Sus pasos parecen una danza espasmódica que equivoca el ritmo con que balbucea aquellos versos de Manzi, que no sabe que sabe. Se hace verano de a poco sobre la avenida, en la plaza, en las ventanas de las pajareras, en el bar, uno tras otro en los sucesivos puchos. Atrás, el cadáver de un adolescente que la llama con una voz que hilvana la mejor noche. Hasta que se desata el horror. La patotita que la caga a palos. Arrastrada por entre los pasillos, se descubre en una casa, tirada. Una señora atina a cuidarla, a que zafe. Solidaridad sorora entre dos mujeres que tienen en común sólo ese encuentro. No es un sueño, ojalá lo fuera.
Otra mujer. O la misma. Es decir, todas las mujeres. Como sea, no quiere ser salvada. Ni siquiera si eso fuera posible. Se anida en una casa suburbana en cuyo patio yace una planta seca, su vecina. Esa presencia le alivia pues no quiere que la quieran, ni la sigan ni la lloren. Es una lluvia de cenizas, fatigada. Ella ya fue; “fuimos”, se pluraliza antes de volver a ser ella, sola. Ni idea de que por segunda vez en esta historia habita al viejo Homero que la hace tango por el mero hecho de ser argenta: una resignación que la transcurre. Del dos por cuatro, sólo que da ocho. De allí al quinto subsuelo del Ministerio, bien temprano. Es donde los lujuriosos cantan la letanía de su derrota. Lodazal donde convive con quienes pecan de incontinencia emotiva; los cabrones y los vagos, los envidiosos y los fanfas. Allá abajo, cubierta por el fango congelado, avizora un par de agujeros donde salir a respirar. Encuentra allí una señora —otra señora— que versiona poesía y, cerca, un viejo que repara olvidadas máquinas de escribir. También a ella. Solidaridad humana, una pizca. Suficiente; arranca el regreso, un perro, una tormenta, más puchos, la caligrafía que se arma en la pared.
Tercera mujer. Que es la anterior, o la primera. La misma, porque es todas. El viento empuja la desolación hecha sombra que no alcanza a volver hacerse cuerpo, piel y huesos, carne y sangre. Esta vez está con el hombre que dejó de implorarle al pasado. Recién ahí la mujer puede elevar el libro cobijado entre sus piernas. Devela que es de Vallejo, César, el peruano. Conserva a Manzi, claro, quien le permite recordar el sabor de las mandarinas. La memoria retorna en el reflejo que brilla dentro del fondo de la mirada. El recuerdo inevitable que asoma desde el pozo del tiempo.
Tres mujeres, una sola, en tres cuentos, una novela. Ambos géneros a la vez, ninguno de ellos. Al diablo con los géneros. Importa solo la escritura, ese aleatorio, a veces segregado momento de la lectura. Que en el caso que nos ocupa, Raquel Robles (Santa Fe, 1971), es letra vertiginosa, un alud de imágenes en segunda persona, donde descripción hace suceder voz subjetiva que desata acción. Rueda incesante que advierte al lector que se abstenga de toda premura ante la amenaza constante de peligro de derrumbe. Torrente de angustia desolada que no llega a ocurrir si se toma la precaución de que la lectura transcurra a paso cauteloso. Frases cortas: “Dios no perdona los pecados que manda cometer”. Una tras otra: “Afuera la mañana ya es un hecho. El fracaso de los insomnes pesa en el sol de todas las mañanas”. Como mazazos: “Convertiría la trivialidad de un recuerdo absurdo en la fatalidad de un destino”. Sin vanidad poética, sin pibas heroicas, pasa de todo.
La propuesta con que Robles parece desafiar al lector en La última lectora, es que emule lo que ella mejor sabe hacer: extraer belleza del horror, lograrlo a través de la maniobra en que el enemigo cae golpeado por su propio puñetazo. Los epígrafes del tango Fuimos de Homero Manzi que encabezan cada uno de los tres capítulos, encuadran más que cantan, perfilan más que adelantan lo que viene. Literatura de imágenes, se aleja del videoclip para recuperar aquella narrativa del expresionismo alemán antes que el cine sonoro empapara con obviedades literarias la potencia que el blanco y negro adelantaba. Invierte, en varias formas, la vulgaridad del apotegma de la imagen y las mil palabras y coso… Donde mil imágenes no alcanzan a cubrir lo que es capaz de abarcar una sola palabra cuando está colocada donde corresponde. Por el solo hecho de que las palabras raramente viven solas, como algunas personas. Su bullicio procede de la que antecede no menos que de la que le sigue. Cada una, una explosión. Eso sí, cuando se declinan y conjugan con precisión calculada.
Esa sensación de apabullante espontaneísmo, tal arrolladora velocidad, en Raquel Robles no es otra cosa que el estilo desnudo, el suyo propio, el establecido con antelación al solo fin de apurar y así hacer callar a los jueces del canon y sus templos.