Fuente: La Nacion
Autor: Esteban Ierardo
Un joven, de ojos serenos e incisivos, piensa con tanta necesidad como la de respirar. Goza en intercambiar ideas, en Ámsterdam, con otros judíos de origen español como el andaluz Juan de Prado. Departe sobre la racionalidad y la naturaleza, sobre la intolerancia religiosa y el dogma. Un camino peligroso, desafiante.
Ese joven es Spinoza, y su filosofía todavía provoca embriaguez intelectual, como demuestra La nervadura de lo real. Imaginación y razón en Spinoza, de la brasileña Marilena Chaui (editado por Fondo de Cultura Económica, con traducción de Mariana de Gainza, y epílogo de Diego Tatián). Se trata de un obra clave para los especialistas, que reconstruye diversos debates en torno al filósofo en un volumen con más de 600 páginas.
Marilena de Souza Chaui (San Pablo, 1941) es profesora de Filosofía Moderna en la Universidad de San Pablo, comprometida militante política, y artífice de una trayectoria que se concentra especialmente en Spinoza y en el filósofo francés Maurice Merleau-Ponty. Desde su juventud le fascinó el pensamiento de Spinoza, una filosofía que entiende la realidad como una “sustancia infinita o Dios”, dotada de “infinitos atributos” de los que solo conocemos dos: el pensamiento y la extensión (el espacio en el que se ubican las cosas y los cuerpos). La filósofa observa que Spinoza se desplaza en una experiencia entre “lo absolutamente infinito”, y “la existencia de las cosas singulares corpóreas”. En otros términos, entre “la experiencia de nuestra eternidad” y la finitud que entiende que los seres humanos somos “modos” o modificaciones de la única realidad infinita.
Chaui asume las dificultades de la lectura de un autor del siglo XVII, y apela a veces a la pintura holandesa del tiempo de Spinoza o la comparación con la filosofía oriental para sondear un pensamiento que nos hace entender “formas de violencia visibles e invisibles, formas de la superstición y del miedo que nos paralizan, pero también modos de combatirlas para no claudicar ante la tiranía y la servidumbre […]”. Spinoza, dice Chaui, es “filósofo de la alegría del cuerpo y de la mente, pensador de la democracia”, y “nos recuerda que solamente quienes son libres se unen a los demás por lazos de amistad, sin jamás adeudar o recibir favores del poder”. Desde lo ético y lo político, el pensamiento de Spinoza cuestiona excesos tiránicos, toca campanas de libertad y, a la vez, incluye “el aroma de lo eterno” en la vida. Es decir, implica una “perspectiva de eternidad” que permite entender lo diverso de los objetos, los cuerpos y las pasiones. Todo esto, bajo el primado de una razón que despliega velas hacia la felicidad que surge de entender el orden de las cosas, y el goce por la sabiduría como amor de Dios.
¿Pero quién es, en definitiva, este pensador que aún embruja o genera una pasión inagotable? Baruch Spinoza nació en 1632, en Ámsterdam, en el seno de una familia de judíos sefardíes originaria de Espinoza de los Monteros, España; por eso el español le será tan familiar como la lengua holandesa. Murió en 1677. Cuando los Reyes Católicos expulsaron a los judíos de Castilla, en 1492, su familia se trasladó a Portugal, donde sus antepasados debieron convertirse al catolicismo para ser aceptados. Pero luego llegó la Inquisición, y el exilio continuó en Nantes y, finalmente, en Holanda.
El trueno del escepticismo, la duda y el pensamiento racional vibró en el pecho de Spinoza desde su juventud. Pensó primero desde Descartes, el iniciador del racionalismo moderno. Pero fue más allá de la separación de la mente y el cuerpo que proponía el filósofo francés, y postuló la existencia de una única “sustancia infinita” de “infinitos atributos”. Se nutrió también de Thomas Hobbes, los estoicos, Giordano Bruno, Maimónides, e incluso del pensamiento de protestantes tolerantes como los colegiantes.
Su padre era un comerciante y activo participante de la comunidad judía. Por respeto a él, decidió callar su visión personal. Pero tras la partida de su progenitor, los rumores sobre la heterodoxia del joven Spinoza se propagaron sin velos. Finalmente, las autoridades de la Sinagoga lo amonestaron con una famosa excomunión, una exclusión de la comunidad similar a la que en su momento sufrió Uriel da Costa. A los 24 años, en 1656, la expulsión fue definitiva. Desde entonces, subió la cuesta del libre pensar que lo condujo a su obra máxima: La ética explicada desde el punto de vista geométrico (1661-1675), en la que su racionalismo exhibe sus mejores prendas, a través de un pensar sistemático sustentado en axiomas, deducciones y conclusiones que replican la argumentación geométrica. Señal de la importancia que la modernidad daría a las matemáticas como modelo de rigor conceptual. La mayor parte de su obra no fue publicada en vida, por la peligrosidad que suponía para su época. De forma anónima publicó el Tratado teológico-político (1670), donde piensa la dimensión política de la sociedad civil. Cierto espíritu republicano aflora a través de un concepto del Estado que defiende la libertad, el derecho de que cada uno “piense lo que quiera y diga lo que piensa”.
En la primera parte de este tratado, el texto bíblico no es entendido como revelación sobrenatural destinada a la fe y el dogma, sino desde su carácter humano e histórico. En la Biblia, la sabiduría divina se manifiesta a través de una alta moralidad y una ley natural, y no desde una divinidad que habla, castiga o se manifiesta por milagros. Spinoza niega un Dios personal al que se le puedan dirigir oraciones o plegarias. En su tiempo, fue estigmatizado como ateo. Su nombre era aborrecido y temido, lo que explica que luego de su muerte fuese olvidado. Pero en el siglo XVIII, el de la Ilustración y la Revolución Francesa, se lo rescató como abanderado de la razón moderna. Aunque la acusación de ateísmo respecto a sus posiciones siempre brotó, como en muchos otros casos, del desconocimiento de la obra que se difama.
Porque para Spinoza la realidad es un orden divino que se expresa en las leyes de la naturaleza, que la razón debe comprender y la libertad aceptar. En el pensamiento spinoziano, Dios y la naturaleza coinciden; este panteísmo colaboró en la recepción de su pensamiento por parte del romanticismo del siglo XIX, proceso al que Chaui le dedica mucha atención.
La visión panteísta devino en punto de encuentro entre el holandés y Einstein, cuando éste, interrogado sobre sus creencias religiosas, contestó: “Creo en Dios, sí, pero en el Dios de Spinoza”. Es decir, un dios inmanente, que está en y es el universo físico y sus leyes, que se ofrece al conocimiento no solo del filósofo y del religioso, sino también del científico.
Por su parte, Borges siempre profesó fascinación por Spinoza. En uno de los dos poemas que le dedicó, el escritor apuntó: “las traslúcidas manos del judío/ labran en la penumbra los cristales”. Se refiere al oficio de pulir cristales para los telescopios de una incipiente astronomía moderna, actividad con la que Spinoza, que vivió en absoluta austeridad, mitigó la amenaza de la pobreza junto a la ayuda de diligentes amigos (entre los que se encontraba su estimado Jan de Witt, famoso político y matemático). El verso borgiano también afirma que “el más pródigo amor le fue otorgado, / el amor que no espera ser amado”.
Ese es el amor intelectual a Dios, el amor intellectualis dei spinoziano, por el que la razón se eleva desde un conocimiento racional e intuitivo, y experimenta la dicha, la beatitud y la virtud al saberse parte de una totalidad mayor, y entender que todo busca siempre su conatus, su modo de preservarse, desarrollarse y perfeccionarse hacia la salvación y la felicidad.
Hay un Spinoza que interpela al presente desde lo político, atento a todo desborde de autoritarismo que flagele derechos y libertades. Pero también desde la potencia de las pasiones, en tanto somos cuerpo, pasiones y mente. Señala que las “pasiones tristes” deben ser negadas para abrazar las “pasiones alegres” que promueven la alegría, “que es la transición del hombre de una menor a una mayor perfección”.
En tiempos de especial angustia, su pensamiento desde una “perspectiva de eternidad” nos enseña a desdramatizar lo inmediato, a verlo desde una visión más amplia, y nos recuerda el engaño de todo antropocentrismo. No estamos encerrados en nosotros mismos, sino que somos parte de una realidad mayor. La razón nos hace felices y más libres cuando se empieza a entender la pertenencia a una casa más grande.