Durante diez años di clases en un pueblo de la provincia de Córdoba (un lugar nombrado por Rachel Laudan dos veces en Gastronomía e imperio. La cocina en la historia del mundo) sobre la ruta 9, un pueblo que genera enormes cantidades de granos. Cada vez que llegaba al pueblo, después de dejar la autopista, me sorprendían los enormes silos grabados con los apellidos de mis alumnos. Leo en el libro de Laudan que el acopio de granos siempre fue una forma de poderío de los emperadores y me acuerdo de las batallas políticas en la Argentina por la resolución 125 en el año 2008, vividas con especial intensidad en aquel paraje donde ejercí como docente de casualidad. Inmediatamente, mientras pienso en la prosperidad que significó para el campo argentino la producción de granos genéticamente diseñados por una multinacional que produjo un histórico “paquete” de semillas y herbicidas, recuerdo La profecía (The Omen), dirigida por el artesano Richard Donner, en la que el hijo del diablo es un niño que hereda el imperio de una gigantesca empresa global de granos. Desde que soy un ciudadano adulto y responsable no he hecho otra cosa que ver objeciones al modo en que se producen los alimentos, al tipo de alimentos que consumimos, al estilo de vida que se ha impuesto en el planeta: recuerdo discutir el documental El mundo según Monsanto con mi hermano y escucharlo decirme que no por nada en una película de 1976 Damien Thorn, el vástago de satán, se dedicaba a vender agroquímicos.
El libro de Rachel Laudan va sorprendentemente contra todas esas ideas, pero a favor de una sensación que me ha valido más de una discusión entre humanistas ebrios, algún sábado a la noche. Gastronomía e imperio es el relato de una vasta epopeya que dura tanto como la historia humana, una epopeya en la que el “ayudante” es el trigo (y muchas otras materias primas) y el héroe es la especie humana, el animal que cocina, el animal que es capaz de cortar, quemar, hervir, moler, fermentar, conservar plantas y animales para transformarlos en su alimento.
La historia que cuenta Laudan recoge, en el camino de retratar las cocinas de los distintos imperios (el aqueménida, el romano, el de la dinastía Han sobre el río Amarillo, la expansión de la cocina budista impulsada por Ashoka —el del edicto que prohibía matar animales—, la cocina del imperio mongol, y mogol, y el imperio otomano, y la cocina de la cristiandad y un etcétera tan largo como la Historia), perlas extraordinarias, en un despliegue de imágenes que hace pensar en las viejas películas de romanos con su colorido en tecnicolor, con sus multitudes humanas acarreando materias primas de un extremo a otro de la Tierra (escena favorita: un jesuita lee pregunta a los cocoma de Brasil si no les da vergüenza comerse a sus muertos, a lo que los cocoma responden: “Mejor estar dentro de un amigo que ser tragado por la tierra helada”).
Pero ese abigarrado espectáculo de la especie aprendiendo a procesar sus alimentos no debe distraer de lo que parece ser la meta de Laudan. Desde el comienzo de los imperios y sus cocinas, regidas por los principios de jerarquía (cada cual comerá según su rango), de sacrificio (se debía participar de un banquete colectivo que incluía el sacrificio animal) y de cosmos culinario (había que comer tan cocido como se pudiera, era la marca de la civilización), se produjo una escisión entre dos zonas de la humanidad: los emperadores, las cortes, los nobles, que en grado de decreciente importancia comían lo que se preparaba en la alta cocina (la vanguardia culinaria de la humanidad) y, por otro lado, una vasta zona de pobres que se alimentaban de peores granos, peores panes, con la sorprendente recurrencia de una palabra que yo no había escuchado nunca, gruel, y que no es otra cosa que un potaje o engrudo de granos de calidad inferior con agua.
Borges dice en algún ensayo que quizás la historia no sea otra cosa que la diversa entonación de las mismas metáforas. La historia que cuenta Laudan hilvana variantes de este mismo resultado, hombres ricos comiendo comidas exquisitas y procurando la paz en base a una administración cínica del alimento de los pobres y hombres pobres sobreviviendo en base a alimentos de pésima calidad. Dejemos hablar a Laudan: “¿No sentían resentimiento los pobres por no poder ingerir las carnes, las salsas y los postres jugosos de los ricos, ni dudaban de la regla que afirmaba que cada rango de la sociedad debía consumir una dieta distinta? Muchos de los decires de la gente que he citado sugieren que sí”, “¿Acaso no había cocinas intermedias en el pasado que sirvieran como puente entre las altas cocinas y las cocinas humildes? La respuesta es, en gran medida, no, no las había”, “Una sopa proveía el líquido necesario. En ocasiones especiales podían comer arroz blanco y un poco de té o vino de arroz. En los malos tiempos, los campesinos recurrían a la antigua jerarquía de alimentos para tiempos de hambruna. Primero se comían el trigo y la fibra de arroz destinadas a los cerdos. Luego comían troncos y hojas. Cuando estos se terminaban, buscaban raíces y hojas silvestres. Luego, puñados de tierra. Finalmente, se comían los cuerpos de los muertos”.
Pero la modernidad altera este desequilibro con la aparición de las cocinas de transición nutricional (Laudan prefiere el término cocinas intermedias, porque la revolución que implican no es solo nutricional), a partir del surgimiento de la cocina neerlandesa, la expansión de la cocina del mundo angloparlante y una democratización del acceso a la comida (determinado por una coyuntura que aúna la secularización de las ideologías culinarias, el crecimiento de la técnica en la obtención y el procesamiento de las materias primas y una ideología igualitarista que tiene base en el protestantismo y el liberalismo), que nos pone a nosotros en un momento gloriosamente inédito, al menos según la investigadora británica: nunca los pobres del mundo pudieron comer comidas tan sabrosas, nutritivas y dignas como hoy. Eso, que de pensarlo un poco es de una flagrancia incuestionable (¿no tenemos todos ancestros inmediatos que la pasaron verdaderamente mal para comer?), parece ir en contra de lo que sentimos con respecto a la desigualdad hoy en día.
Parece ir, también, en contra de la “contra-cocina” que impugna, como decía al principio, el origen, el tipo de comercialización, los valores nutricionales de los alimentos que producimos; en contra de las narrativas que apuestan por un regreso a lo orgánico, por la eliminación de la comida procesada, por una objeción hiriente a las multinacionales de alimentos. ¿Qué hacer con este sentido común de humanistas que, a lo largo de las últimas décadas, nos ha convencido de que Danone y Mc Donald’s son el diablo?
Escuchemos de nuevo a Laudan: “Este consenso se apuntala a partir de la narrativa agrícola-romántica sobre la historia culinaria, ahora vinculada con la domesticidad y el nacionalismo. Repetida una y otra vez en recetarios, artículos de revistas, crónicas de viaje y periódicos, relata cómo la exuberancia de la tierra, fresca, natural y saludable, tras ser amorosamente preparada por mujeres campesinas, se refinó en las ciudades para convertirse en la cocina de la región o la nación. Es la más reciente de una serie de historias que toda sociedad se ha contado a sí misma sobre los orígenes y la evolución del acto de cocinar. Se trata, desde luego, de un mito”, “Los afortunados que pueden consumir cocinas intermedias, que consisten en mucha carne, grasa y azúcar, probablemente son solo una de cada tres personas de la población mundial, una proporción mayor que nunca antes. Quienes pertenecen a este grupo disfrutan comidas calientes al menos una vez al día, y con frecuencia más. Consumen alimentos suaves, cremosos, crujientes y a menudo dulces, o alimentos con los ricos sabores de la carne”, “Los niños de los países en los que se consumen cocinas intermedias crecen más altos y fornidos que sus padres, que comieron cocinas humildes. El botulismo no es más la amenaza que fue en el pasado. Ya no es común ver personas con las piernas torcidas propias del raquitismo, las gargantas abultadas del bocio o la piel manchada y enrojecida característica del escorbuto y la pelagra, todos ellos problemas comunes incluso en los países ricos como los Estados Unidos a principios del siglo XX. Las mujeres mexicanas ya no tienen hombros musculosos y rodillas artríticas por pasar horas moliendo”.
Después de leer el libro queda la sensación de que no somos el avatar peor alimentado de la humanidad. De que tenemos que agradecer no haber nacido en el tiempo en que hubiéramos matado por una porción de gruel o hubiéramos tenido que tomar sangre del cuello rebanado de nuestro caballo para no morir de hambre.
Pero también quedan preguntas. En estos días la veré a Rachel en una entrevista con motivo de la presentación de su libro (quedan todas y todos invitados), quizá entonces tenga la oportunidad de hacérselas.