Fuente: La Nacion
Autor: Pablo Gianera
Contó E. M. Cioran en “El último delicado” que, cuando era todavía estudiante, se había interesado por los discípulos del filósofo Arthur Schopenhauer, y entre ellos por Philipp Mainländer. En sus palabras: “Totalmente olvidado, yo me jactaba de ser el único que me interesaba por él, cosa que no tenía ningún mérito dado que mis indagaciones debían conducirme inevitablemente a él. ¡Qué sorpresa cuando muchos años más tarde leí un texto de Borges que ya lo había sacado del olvido!” Cioran se refiere, claro, a las últimas líneas del ensayo sobre el Biathanatos de John Donne (Otras inquisiciones) en el que Borges dice pensar en “aquel trágico Philipp Batz, que se llama en la historia de la filosofía Philipp Mainländer. Fue, como yo, lector apasionado de Schopenhauer”. Añade Borges que para él la historia universal es la “oscura agonía” de los fragmentos de un dios que no quiso ser, y concluye, como para acreditar su inclusión en un ensayo que tiene por tema el suicidio: “Mainländer nació en 1841; en 1876 publicó su libro Filosofía de la redención. Ese mismo año se dio muerte”.
Es un poco exagerado afirmar que esas líneas escasas, aunque no inexactas, basten para sacar del olvido a nadie, pero tenía razón Cioran: a ningún lector de Schopenhauer se le puede pasar por alto el nombre de Mainländer. Tampoco el de Julius Frauenstädt, aunque con algunas diferencias. El discipulado de Frauenstädt fue más diligente porque se ocupó de editar la obra de su maestro y porque vio en él lo que otros no vieron, la “broma sarcástica” y la “vena satírica”, según anotó en 1861 en el prólogo a la segunda edición de Parerga und Paralipomena.
Pero Mainländer no era Frauenstädt. La pretensión de que la historia, vista de cerca, era una tragedia y, de lejos, una comedia no corría para él: la distancia del punto de vista no menguaba la tragedia.
La lectura de La filosofía de la redención, publicado ahora íntegramente por el Fondo de Cultura Económica en una edición preparada por Sandra Baquedano Jer, resulta incómoda. Hay líneas cuya imaginación enfermiza causa asombro; no hay casi página que no provoque repulsión.
Schopenhauer había tenido la precaución sintáctica de que la última palabra de El mundo como voluntad y representación, su obra mayor, fuera “nada”. Desde ahí, desde el final, empieza Mainländer. Para Mainländer la voluntad de vivir es, sin más, voluntad de morir. Friedrich Nietzsche no había pasado por alto que la voluntad prefería querer la nada a no querer. Podría agregarse: querer la nada es ya no querer, pero a no querer se llega, no sin alguna ironía, por la afirmación del querer: el querer que quiere no querer.
El arte es una propedéutica de la redención, pero es incapaz de alcanzar la redención. Observa Mainländer: “Emerge en nosotros el deseo de ser siempre contemplativos, de poder morar eternamente en la bienaventuranza de la contemplación”. Además, “el género humano pierde belleza día a día”, y por eso ya tampoco se alcanzará la altura de las obras de arte del pasado. De la dicha permanente que el estado estético no puede dar tendrá que ocuparse la ética, y no hay ética sin metafísica. De ese modo va Mainländer eslabonando su sistema.
La metafísica de Mainländer, ésa en la que tanto se detuvo Borges, es un desvarío minuciosamente razonado. A diferencia de su maestro Schopenhauer, para quien la historia era tal vez apenas una ilusión, Mainländer postula una dirección: la que lleva a la superación del mundo por la vía del saber. Ese movimiento del ser al no ser abarca todos los planos, puesto que lo que llamamos civilización es el camino a la muerte en todas la formas históricas, la económica, la política y la espiritual. Nos dice en el final: “El sabio mira a los ojos, fija y alegremente, a la nada absoluta”.
Mainländer quiso ser poeta, y lo fue en los pocos versos que escribió; pero, convencido de que la filosofía llegaba más lejos, fue todavía más poeta en La filosofía de la redención. La ficción del filósofo es más temible que la del poeta. Él (¿el poeta?) inventó una ficción filosófica, y terminó creyendo en su propia invención. La fantasía era tan exigente que sólo podía cumplirse con la soga al cuello.