Si había dos películas impactantes cuando yo era niño (una de ellas repetida ad nauseam en un canal local de mi ciudad y la otra filtrada en oscuros ciclos de canales de cable), esas eran Acusados, con Jodie Foster, y Carne, con Isabel Sarli. En las dos, con estéticas notoriamente diferentes, se trataba un tema en común: una mujer era violentada sexualmente por una horda de machos espantosos. Las dos películas producían una fascinación mesmerizante (el adjetivo es inglés: la traducción al castellano de mesmerizing es fascinante): era casi imposible dejar de ver esas escenas en las que uno sospechaba una verdad elemental temible.
En Los centauros, Luigi Zoja propone algunas hipótesis interesantes para explicar esa fascinación: los crímenes colectivos contra la integridad sexual despiertan reacciones morbosas que se pueden verificar en la cobertura que la prensa hace de ellos, y son el resultado de la manifestación de un arquetipo, de una tendencia del inconsciente colectivo que nuestros queridos griegos representaron en la figura híbrida, mitad humana y mitad animal, del Centauro.
Concebido sin amor (sin Charis: es notable que Sarli utilice casi las mismas palabras para describir los vejámenes que sufre en la película) y como producto de una violación a Hera, el Centauro originario se transformó en una horda de machos que los griegos, que estaban descubriendo la ciencia y la filosofía, marginaron en un extremo de su mundo geográfico, en la lejana Tesalia. Como nosotros mismos, no querían tener cerca a esta criatura en la que latía un instinto domado por la cultura.
En esta afirmación se encierra una de las tantas ideas polémicas de Zoja en el libro, pero una muy importante: mientras que la identidad femenina es más estable y sus roles de compañera, madre y educadora se verifican en toda la historia humana, el rol paterno mediante el cual el macho humano se hizo responsable de los hijos que el coito pone en el mundo es el producto de una sofisticada elaboración civilizatoria, a pesar de que el patriarcado dominante de nuestra larga etapa histórica actual lo hace parecer inmutable. En los mamíferos superiores, dice Zoja, las hembras cumplen funciones que se parecen a las que cumplen las humanas y que son una prolongación gradual de la función nutritiva (“en la mujer, la identidad femenina y la materna tienen una relación dialéctica y … armoniosa lo largo de toda la escala evolutiva que lleva del animal al ser humano”), mientras que la función de protección paterna se observa apenas en nuestros “antepasados más directos” y entra en tensión permanente con el polo “centáurico” que Zoja llama macho agresivo, preparental o precivilizatorio, ese macho que conserva un “lado animal” atravesado por su humanidad (no en vano Neso toma a Deyanira con sus manos) y en el cual el impulso sexual es siempre destructivo y criminal.
Otra de las grandes ideas polémicas del libro es la discusión sobre la existencia de epidemias psíquicas: el comportamiento centáurico es de hecho, según Zoja, una epidemia psíquica, que se activa cuando se resquebraja la costra de nuestra civilización. Contra muchas expectativas, lo que aparece en el retroceso del patriarcado no es un mundo menos machista, sino el peligro de la manifestación del Centauro, que se hace presente casi invariablemente en situaciones propiciatorias: en primer lugar, la guerra (el libro hace un recorrido espantoso por la historia reciente del estupro como componente sistemático de las políticas genocidas en el siglo XX y, sin caer en el morbo del inventario detallado, se hace eco de historias horrorosas transcurridas en plena Segunda Guerra y en su rescoldo), pero también los desplazamientos de grupos de hombres sin familia (nuestro continente debe al impulso centáurico su “complejo de inferioridad”), o las situaciones de marginalidad y abusos de sustancias desinhibitorias.
Algunas de las afirmaciones de Zoja son verdaderamente temibles y perturbadoras: “la violencia de un grupo de hombres hacia las mujeres, como grupo, en la actualidad está todavía, en cierto modo, ‘naturalmente incluida’, si no en una sociedad entera, si en sus subculturas. Parece inevitable que en los grupos compuestos solo de varones o en los cuales las mujeres, aunque estén presentes, se les ha asignado de entrada una posición subordinada”. Sin cargar las tintas, Zoja no deja de recordar lo incalculable del sufrimiento de un crimen que priva de relato y de palabra (algo que nos define como especie) tanto al criminal como a la víctima; no deja de recordar que, como en la película que le valiera el Oscar a Foster, los individuos que participan del crimen son “normotípicos”, perfectamente sanos como individuos, perfectos manifestantes de un monstruoso arquetipo que los griegos describieron como una horda de seres brutales, mitad hombres y mitad caballo, incapaces de un acercamiento que no sea el del rapto y la violación, y que como todas las manifestaciones del inconsciente colectivo no puede guiarse racionalmente sino solo ser contenida según los niveles de civilización del grupo en que se manifiesta.
Como corolario a estas ideas puede tomarse la historia (registrada en el ensayo) de los sobrevivientes del Bounty, el barco británico célebre por su motín, en las lejanas islas Pitcairn. Pero revisar ese delicado momento de la historia de nuestra especie será tarea para ustedes, lectores y lectoras.
Nos vemos en la próxima,
Flavio Lo Presti