Fuente: La Nación
Autor: Ana María Vara
Estar solos o sentirnos solos. No es cuestión de presencia física sino de percepción; también de deseo, de disfrute, de necesidad. Elección o imposición, búsqueda o camino cerrado. Entre estas alternativas, la palabra “soledad” del español no hace diferencia por sí misma. Demanda adjetivos, o verbos con circunstanciales.
Pero no es así en inglés, como explica Horacio Pons en la nota del traductor que abre la edición local de Una historia de la soledad, de David Vincent. “La soledad del título inglés es solitude, la soledad buscada, querida, acariciada, mientras que su ‘antónimo’, la soledad no buscada, la soledad que aparta, aísla o encierra es loneliness”, distingue Pons. Tan poco frecuente como erudita y pedagógica, la aclaración representa la mejor introducción a la magna obra de Vincent.
Profesor emérito de Historia Social en The Open University, Vincent es representante de una generación de estudiosos que volvieron su mirada a la pequeña historia. En una carrera de casi medio siglo y con diecisiete libros publicados, se dedicó a la historia de la clase obrera, de la alfabetización y, más recientemente, a cuestiones de privacidad. Por lo que también ha hecho oír su voz sobre la delicada cuestión de la vigilancia, estatal y privada, que facilita internet.
Una historia de la soledad es un recorrido por trescientos años de historia. Comienza con la crítica de la Ilustración a la soledad buscada, a partir de un libro que Vincent describe como “el primer estudio completo sobre la soledad en más de cuatro siglos”: una obra monumental, escrita entre 1784 y 1785 por Johann Georg Zimmermann, quien había sido médico personal de Federico el Grande. Über die Eisamkeit (“Sobre la soledad”) fue traducido al inglés en 1791 e inició una discusión pública sobre las desventajas sociales del aislamiento voluntario.
A la era racional, apolínea que criticaba la soledad siguió la contracara dionisíaca del Romanticismo, con sus efusiones sentimentales en solitarios paseos por paisajes agrestes, que tendrían su continuidad en las caminatas por las nuevas urbes. Soledad en plenitud, la del flâneur que disfruta el recorrido a solas entre las nuevas multitudes.
Pero, claro, para caminar se necesita tanto espacio como tiempo. Dos bienes escasos en plena industrialización, con horarios de trabajo interminables y casas superpobladas. Aquí es donde el interés por el estudio de la clase obrera y la alfabetización de Vincent confluyen: la lectura y la escritura como modos de separarse sin apartarse. “La lectura era una manera de hacer tolerable la cercanía”, resume el historiador. Anhelo de espacio que explicaría como nadie Virginia Woolf en Un cuarto propio, desde una situación de privilegio de clase y desventaja de género.
Por ahí andaban también los hobbies, como la pesca o el andinismo, que demandaban recursos e independencia. Pero también los entretenimientos en casa: el bordado, los naipes. O la correspondencia, como perfecta conjunción entre estar solos y sentirse acompañados. Y hasta el cigarrillo: estudiar qué da al fumador además de la inyección de nicotina ayuda a entender por qué cuesta abandonar a este compañero letal. No es solo dependencia química: fumar para socializar o para alejarse, para dar algo que hacer a las manos, o para concentrarse en un placer físico mientras vuela el pensamiento.
Tras un capítulo sobre la “epidemia de vidas solitarias”, presuntamente iniciada a fines del siglo XX y objeto de políticas públicas en países centrales (con proyectos de ministerios específicos en Reino Unido, Japón o Alemania), Vincent dedica las páginas de cierre a la soledad en la era digital, inclinándose por una interpretación paradójica: internet nos atrae no porque nos conecta sino porque nos desconecta.
“En una isla cada vez más poblada, las dificultades de encontrar espacio han crecido y tornan más atractivos, en la misma medida, los medios alternativos de apartarse de la compañía”, comenta. La escena que suscita su reflexión es la de los pasajeros en el transporte público, sumergidos en sus celulares.
Esta interpretación de Vincent resuena en obras dedicadas a las nuevas tecnologías. La primera, de título explícito, es de la psicóloga y socióloga Sherry Turkle, profesora de estudios sociales de la ciencia y la tecnología en el Massachusetts Institute of Technology. Su entusiasmo inicial por la vida online cambió radicalmente en 2011, con la publicación de Alone Together (“Juntos pero solos”, o “Conectados pero solos”). Allí ya advertía sobre el impacto disruptivo de los nuevos medios en las relaciones sociales.
En defensa de la conversación. El poder de la conversación en la era digital, que se tradujo hace algunos años al español, profundiza esa línea. Turkle se basa en años de investigación para argumentar de qué manera internet nos desconecta de las personas a nuestro alrededor. Como señala nada menos que Howard Gardner sobre el libro, “Turkle explica el poder de la conversación, su fragilidad en el presente, las consecuencias de su pérdida y cómo puede ser preservada y reforzada”.
Turkle encuentra que una de las claves para liberarnos de nuestra dependencia de las tecnologías es recuperar nuestra “solitude”, nuestro poder estar solos con nuestros pensamientos y emociones. Para conocernos mejor y ganar autonomía, para no necesitar la conexión permanente que afecta nuestro estado de ánimo e interrumpe nuestras reflexiones.
En el mismo sentido escribe Michael Harris, un autor y periodista canadiense bastante más joven, que podría considerarse casi un representante de esa generación tan celebrada como poco comprendida, los “nativos digitales”. En Solitud. Hacia una vida con sentido en un mundo frenético, Harris continúa reflexiones de una obra previa sobre los riesgos de la conexión permanente, subrayando el modo como nuestra adicción es alimentada hábilmente por los diseñadores de aplicaciones, para mantenernos enganchados más allá de nuestras necesidades, intereses y deseos.
Con prólogo de Nicholas Carr, el autor de Superficiales, Solitud nos invita a desconectarnos. El ideal de Harris es, como en Vincent y Turkle, la “solitude”. Solo que, esta vez, el traductor eligió resucitar un término que el Diccionario de la Real Academia registra como en desuso y define como “carencia de compañía”.
Como complemento, Una biografía de la soledad. La historia de una emoción, de la historiadora británica Fay Bound Alberti, de la Universidad de York, está dedicado al aislamiento, a la mala soledad: a la “loneliness” (y aquí también la traductora abre con nota explicativa). Como una ampliación del capítulo de Vincent sobre la “epidemia de vidas solitarias”, Bound Alberti habla de la “loneliness” no como un estado sino como una emoción, conceptualizada en el siglo XIX. También insiste en el aspecto físico de las emociones, y en el error que supone pensarlas como meramente mentales. En ese sentido, como se dice hoy desde las neurociencias, esta mala soledad puede enfermar. Y acortar nuestra vida.
La diferencia entre soledad y aislamiento puede ser una cuestión de balance, de buen uso del tiempo. O, de manera más profunda, de libertad. No solo, históricamente, en relación con la posibilidad de decidir cuándo y cómo estar solos sino también, en nuestro presente digital y pospandémico (que agudizó la adicción tecnológica), en relación con la propia capacidad de tomar decisiones de manera consciente para elegir qué vínculos queremos cultivar.