En su flamante ensayo, «¿Para qué necesitamos las obras maestras? Escritos sobre arte y filosofía», el doctor en Filosofía Ricardo Ibarlucía se pregunta por el modo en el que el arte -ese concepto que no permanece invariable con el paso del tiempo- configura nuestro mundo simbólico y nos proporciona las claves para interpretarlo y transformarlo.
La Gioconda de Leonardo da Vinci -y la forma en que la apreciamos-, la «Madonna Sixtina» de Rafael Sanzio, «El gran vidrio» de Marcel Duchamp o los poemas de Paul Celan como respuesta a los campos de concentración son algunas creaciones cumbre a las que el autor acude para dar cuenta de cómo las grandes obras maestras desempeñan un papel vital en el entramado de convicciones, certezas y saberes prácticos que intervienen en nuestra visión del mundo.
«Cada vez que dirigimos nuestra atención hacia una obra de arte lo hacemos de distinta manera. Quizás en ningún otro ámbito como la experiencia estética se confirme tan claramente la máxima según la cual nunca nos bañamos dos veces en el mismo río. El poema que releemos, la sala del museo que revisitamos, la película que volvemos a ver, la canción que suena de nuevo en la radio nos conmueve de pronto como la primera vez», asegura en una entrevista con Télam Ricardo Ibarlucía (1961), profesor de la Unsam e investigador principal del Conicet.
El arte participa de nuestra manera de ver, sentir, percibir y pensar: aun cuando no tengamos conocimiento de ellas, las obras maestras urden la trama de nuestra vida, ¿o acaso no sentimos celos como Otelo, amor como Romeo, nos figuramos el infierno como lo hizo Dante o procrastinamos como Hamlet?, desarrolla el autor en el comienzo de su ensayo, editado por Fondo de Cultura Económica.
Ibarlucía ha escrito los libros «Estéticas del siglo XVIII. Conversaciones sobre D’Holbach, Herder, Gerard, Diderot, Kames, Hamann» (2019), y «Belleza sin aura. Surrealismo y teoría del arte en Walter Benjamin» y es un exquisito traductor de Louis Aragon, Alexander G. Baumgarten, Allen Ginsberg, Johann Wolfgang von Goethe, Franz Kafka y Emmanuel Levinas, entre otros.
-Télam: En tu nuevo libro decís que la obra maestra (masterpiece, chef-d’œuvre, Meisterstück, capolavoro) desempeña un papel vital en el entramado de convicciones, certezas y saberes prácticos que intervienen en nuestra visión del mundo. Sin embargo, a veces se tiende a creer que hay una disociación entre el conocimiento y las sensaciones, como si pertenecieran a diferentes esferas. ¿Por qué crees que está tan extendida esta opinión?
-Ricardo Ibarlucía: Pienso que la tendencia a acotar la recepción de las obras de arte al dominio de la sensibilidad es consecuencia de una concepción cientificista del conocimiento. La contemplación de una pintura, la escucha de un concierto o la lectura de una novela involucran un conjunto de procesos mentales. Emoción y cognición son aspectos indisociables en toda conducta estética y, más particularmente, en el modo en que nos relacionamos con las obras de arte, que son objetos simbólicos dotados de significación.
-T: ¿En qué consiste esa cognición?
-RI: La actividad del espectador, de quien mira y observa con expectación, es altamente compleja. Lo que llamamos «recepción» jamás es algo pasivo; todo lo contrario: involucra habilidades cognitivas, capacidad de abstracción, memoria, en suma, una amplia gama de actos atencionales, judicativos y hermenéuticos. Cuando decimos que apreciar una obra es recrearla, hacemos referencia a estos procesos. Leer, escuchar, mirar son modos de activación: ponemos la obra en funcionamiento, hacemos que «obre», dejando que actúe sobre nosotros y nos afecte.
-T: Señalás que «el arte instala en el mundo real un ente imaginario cuya contemplación nos redime, momentáneamente, de la finitud». ¿Es ese el gran fin del arte?
-RI: El arte tiene múltiples fines, pero ciertamente este es, en mi opinión, uno de los más importantes: la sublimación del dolor, del desgarramiento y la tristeza de la existencia. Es lo que llamo «trascendencia estética»: el rebasamiento de la muerte a través de la frágil esperanza del arte.
-T: ¿Qué relevancia tiene a lo largo de tu ensayo la cita de Federico Monjeau con la que comienza el libro: «Acaso haya tantas formas de consuelo como obras de arte»?
-RI: Federico Monjeau, fallecido a principios del año pasado, fue uno de los intelectuales más brillantes de este país. Obras como «La invención musical» (2004) y «Viaje en círculos» (2018) son gemas de la estética y la crítica musical. Federico fue uno de mis amigos más queridos. Compartíamos una mirada sobre el arte y la vida. La frase al comienzo del libro es mi lema y mi luto.
-T: ¿Cómo se relaciona la idea de que las obras de arte colaboran en la construcción de nuestra identidad individual y colectiva, y el hecho de que «las épocas de crisis son al mismo tiempo florecientes en términos artísticos»?
-RI: Más que nunca en las épocas de crisis, con su gran carga de incertidumbre y desasosiego, la necesidad del arte es apremiante. Aquello que no podemos nombrar, que no podemos representarnos, nos aterroriza y nos domina. El arte no proporciona una teoría, una explicación o una guía para la acción, sino algo mucho más fundamental y decisivo. Nos da palabras, imágenes, símbolos, formas expresivas, pensamientos con los cuales aprendemos a conjurar nuestros temores más profundos.
-T: El primer ensayo parte de una fotografía de Robert Doisneau que capta las reacciones de varias personas contemplando La Gioconda, cuando el Museo del Louvre reabrió sus puertas, en 1945, al fin de la Segunda Guerra Mundial. Hace poco un joven embadurnó con torta esta obra para protestar contra el cambio climático. ¿Por qué creés que la pintura de Leonardo es permanentemente objeto de estudio, protestas, homenajes?
-RI: Las obras maestras suscitan las más variadas reacciones: admiración, curiosidad, incomodidad, fastidio, rechazo y también violencia, como en este episodio reciente. «Lo bello», escribió Rainer Maria Rilke, «no es sino el comienzo de lo terrible que apenas soportamos, y nos maravilla tanto porque rehúsa, imperturbable, destruirnos». La Gioconda, el retrato inquietante de esa mujer de ensueño sobre el fondo de un lago, fue objeto de ese ataque por su valor simbólico, por ser un ícono de la civilización occidental, a la que algunos acusan, con burda liviandad y miserable mala conciencia, de estar devastando el planeta. El alzamiento contra la belleza en todas sus manifestaciones, sin embargo, forma parte de un espíritu de época, en el que un nuevo nihilismo moviliza todas sus fuerzas. Se la rebaja, se la profana, se la embadurna, porque su mera existencia agrede. La belleza, en su impasibilidad, es el muro contra el que chocan, una y otra vez, la impotencia y el resentimiento.
-T: Indicás en el libro que quizás carecemos aún de la distancia histórica necesaria para ponernos de acuerdo respecto de obras más recientes (videoarte, arte digital), pero si las obras maestras son aquellas con «capacidad para plasmar de alguna manera una experiencia susceptible de ser compartida por comunidades muy alejadas histórica o culturalmente entre sí», ¿es posible definir o mencionar algunas obras maestras de la contemporaneidad?
-RI: Según mi propio planteo, no podría más que expresar preferencias de manera no exhaustiva y, a lo sumo, esgrimir algún argumento: los cuadros de Anselm Kiefer sobre poemas de Paul Celan, el ciclo de estudios para piano de György Ligeti, «El sacrificio» de Andrei Tarkovsky, «Norma Jane Baker de Troya» de Anne Carson, «El limonero real» de Juan José Saer, un álbum de rock como «Ok Computer» de Radiohead.
-T: Si, tal como dice la frase de Jules Michelet citada por Benjamin, que analizás en tu libro, «Cada época sueña la siguiente», ¿qué nos depara el futuro inmediato?
-RI: La filosofía no puede contestar esa pregunta. Como decía Hegel, ella llega siempre «demasiado tarde», solo levanta vuelo al anochecer como el búho de Minerva. Solo el arte tiene el don de la profecía.
Fuente: Telam
Por Mercedes Ezquiaga