¿Para qué nos sirven las obras de arte? ¿Qué nos movilizan, internamente o como sociedad, esas obras que sobreviven a los tiempos y a las culturas y nos hacen creer, aún a los menos creyentes, que hay algo ahí del orden de lo divino? ¿Por qué el público demanda el contacto con el arte en los tiempos de crisis y se vuelca a los museos, las librerías y los conciertos después de una guerra o a la salida de la pandemia?
Estas y algunas otras aproximaciones sobre el tema están desarrolladas en ¿Para qué necesitamos las obras maestras? – Escritos sobre arte y filosofía, un libro de Ricardo Ibarlucía, doctor en filosofía e investigador de la estética del arte, publicado por la editorial Fondo de Cultura Económica.
En los cinco ensayos reunidos en este libro, el autor se pregunta en qué modo el arte -un concepto que varía con el paso del tiempo- conforma nuestro mundo simbólico y nos proporciona las claves para interpretarlo y transformarlo. Desarrolla la idea de cómo el arte participa de nuestra manera de ver, sentir, percibir y pensar, y también cómo las personas nos conmovemos, hallamos consuelo o sublimamos nuestras emociones ante las grandes obras maestras, que desempeñan un papel fundamental en aquellas certezas y saberes que intervienen en nuestra visión del mundo.
En el libro, de 168 páginas, Ibarlucía aborda diversos temas, desde la función cultural y social de las llamadas “obras maestras”, hasta la secularización de la belleza en la pintura La Madonna Sixtina, de Rafael Sanzio, la erotización de la máquina en las obras de Marcel Duchamp y las vanguardias de principios del siglo XX, la poesía de Paul Celan y la música de los campos de concentración, y las resonancias biográficas y filosóficas de una frase del historiador Jules Michelet, conocida a través de una cita de Walter Benjamin: “Cada época sueña la siguiente”.
El autor sostiene que, aun cuando no tengamos conocimiento de ellas, las obras maestras intervienen secretamente en el entramado de nuestra vida psíquica mucho más de lo que creemos, ya que participan no sólo en la elaboración de los criterios con los que valoramos el arte, sino también, y en no menor medida, en la construcción de nuestra identidad individual y colectiva. “Este libro aspira a dar testimonio de una esperanza irrenunciable en la creatividad humana”, señala.
Desde la encantadora casona antigua de Belgrano que alberga el Centro de Investigaciones Filosóficas, donde se desempeña como investigador principal, Ibarlucía recibió a Infobae Leamos para responder algunas preguntas.
-¿Cómo se articuló este libro de ensayos donde hay un primer capítulo que aborda la pregunta del título pero después hay otros que desarrollan aspectos de algunas obras de arte concretas, donde surgen nuevas respuestas pero a la vez nuevos interrogantes?
– El libro reúne cinco trabajos y en su armado fue muy importante para mí la interlocución de mi editora, Mariana Rey. Hay un hilo conductor que problematiza el rol del arte y particularmente de las obras maestras en la cultura contemporánea, cuál es su función estética, cultural y social, eso es tematizado expresamente en el ensayo. Luego me ocupo de una obra maestra como La Madona Sixtina, y sus interpretaciones. Posteriormente hay una discusión sobre la estética contemporánea, una implícita discusión con la filosofía analítica del arte, y las lecturas que se han hecho de la teoría del arte de Marcel Duchamp. Ahí trato de plantear una perspectiva diferente a estas interpretaciones, centrando el interés en el arte de las máquinas. Luego, el ensayo de Paul Celan está allí como el reverso, el lado más oscuro, el lado sombrío, donde reflexiono sobre el modo en que la instrumentación, la degradación, particularmente de los lenguajes poéticos, puede llevar a que el arte aparezca en escenarios ominosos, como los campos de exterminio nazi. El gran poema de Celan, “Fuga de la muerte”, se titulaba originalmente “Tango de la muerte”. Entonces abro toda una discusión sobre el papel de la música en los campos. El último capítulo de alguna manera regresa sobre este problema del arte de una época sobre la siguiente, y de qué manera el arte participa, y cómo, en la construcción de ese mundo.
«La Madonna Sixtina», de Rafael Sanzio
– Usted habla de la construcción de ese mundo simbólico, individual y colectivo. ¿Cómo sería ese proceso de construcción tomando una obra de arte concreta?
– Continuamente estamos atravesados, en nuestra manera de pensar y de representarnos el mundo, aún quienes no conocen una obra, estamos influenciados o permeados por el trabajo, por el obrar de las obras de arte en nuestro mundo, en la cultura. Incluso esto aparece no solamente en la cultura de masas, como es el caso de La Gioconda y lo paradigmático de esa asimilación que yo trato de problematizar, no de descalificar, pero sí de ver precisamente qué está pasando. También pensá que cuando hablamos decimos que algo es surrealista o kafkiano, pensamos en el complejo de Edipo, bautizamos a un gato con el nombre de Otelo, Ulises, permanentemente las figuras que el arte plasma están conformando nuestra experiencia del mundo, a nivel individual y a nivel colectivo.
– En el libro habla de la comunicación y la empatía, “las obras maestras son medios privilegiados de comunicación de formas empáticas”, y le pregunto qué efecto tienen esas grandes obras en alguien ajeno al mundo del arte.
– De eso se trata justamente, yo trato de pensar en lo que le ocurre al que no es un especialista, qué nos pasa a todos, por qué el arte sería una necesidad, por qué y para qué hay arte, por eso el “¿para qué lo necesitamos?”. Y la respuesta sería un poco que si nosotros aboliéramos la dimensión estética estaríamos eliminando, destruyendo, nuestra capacidad de representarnos y pensar el mundo y lo que nos sucede.
– A veces la empatía o la identificación con una imagen o un personaje de ficción puede tener una fuerte influencia también en nuestro ánimo, podemos sentirnos ilusionados, tristes, como si fueran sucesos reales que nos pasan.
– La empatía por supuesto es uno de los procesos característicos de toda recepción artística, pero es cierto que, en el caso de la ficción, como estás señalando vos, y no me refiero solamente a las novelas clásicas sino también a formas de fisión narrativas de las series o de las películas, vemos de qué manera nos sumergimos en esos mundos imaginarios, los habitamos, sentimos tristeza y dolor y al mismo tiempo placer, porque necesitamos esa experiencia. Incluso con las ficciones que no guardan una relación directa con hechos reales, una historia de amor o una aventura. Y es un hecho que también nos gustan las películas tristes.
La estrella indiscutida del Louvre es La Gioconda.
– ¿Cómo juega el aspecto religioso? Cuando uno piensa que la construcción de las Catedrales tenía ese sentido simbólico de acercarse a Dios, uno podría pensar que quienes han hecho esas grandes obras de arte religiosas, también tienen algo sagrado, que los acerca a lo divino. Esas grandes pinturas o esculturas en las iglesias, ¿no terminan reforzando ese sentido de divinidad?
– Yo creo que el arte es un hecho sagrado, consagratorio. En toda obra de arte hay una consagración, consagración de la vida, de los valores espirituales, de modo que la relación entre arte y religión es mucho más profunda de lo que a veces tiende a plantearse. Y podemos incluso decirlo de una manera más amplia, en relación con la dimensión religiosa, con la fe, con la trascendencia, con aquello que nos impulsa más allá de nosotros mismos, más allá de nuestra finitud. Nos comunica con otras generaciones, con otras sociedades, con otras culturas. Uno podría decir que La pasión según San Mateo es una prueba de la existencia de Dios. ¿Qué entendemos de todo eso, que entendemos por Dios? ¿Qué fe tenemos, qué fe tiene cada uno de nosotros? El arte religioso, la cultura cristiana, sobre todo la cultura católica, la música, toda la tradición protestante, la poesía que está en la tradición judía. Las obras de arte, sobre todo las grandes obras maestras, condensan, logran plasmar en una forma una experiencia humana. Son formas que se activan en la recepción, o a veces que se reactivan en nuevas obras de arte.
– En la tapa del libro está la foto de Doisneau que retrata la reacción de varias personas mirando La Gioconda cuando el Louvre reabrió sus puertas en 1945, al término de la Segunda Guerra Mundial. ¿Qué pasa después de esas grandes crisis? ¿Qué función cumple el arte? Pareciera que hay más contacto con los sucesos artísticos, que después de la pandemia, por ejemplo, volver a la vida es también volver a ir a un museo, comprarse un libro, ir al teatro.
– Espero que sí, creo que expresan nuestras esperanzas y recuerdos, así como también nuestros temores y premoniciones más profundas. En época de crisis, como la que vivimos, el arte se vuelve absolutamente necesario. No es casual que, en las épocas de penurias, de grandes conmociones, el arte florezca de la manera en que lo tiende a hacer. Las obras de arte nos dan una expresión, plasman en imágenes, en palabras, en sonidos, aquellas emociones que todavía para nosotros no tienen una representación. Por eso el arte es profético, y por eso es como si fuera un conjuro, que nos permite representar y nombrar lo desconocido, lo que escapa a nuestro entendimiento, y al hacerlo nos ayuda a dominar nuestros miedos, a comprender nuestra condición. A interpretar un mundo y al mismo tiempo nos proporciona las claves o algunas claves para transformarlo.
Ricardo Ibarlucía es especialista en estética del arte.
– En el libro se profundiza también en la idea de que no hay civilización que se haya mantenido ajena al arte.
– El arte es al mismo tiempo una invención, en el sentido de una institución cultural relativamente reciente en la historia de la humanidad, y al mismo tiempo y sobre todo, una de las prácticas más antiguas. No hay prácticamente vestigios de la presencia humana sobre el planeta que no guarde alguna relación con una practica artística. Con independencia del sistema de las bellas artes, los museos, las galerías o los criterios de evaluación que podemos tener en occidente. ¿En qué ciudad no se ha pintado, que comunidad no canta o baila, o profiere oraciones, o elabora utensilios? Ahí se crean los significados, se producen sentidos. En el ensayo sobre obras maestras me detuve en momentos dramáticos del siglo XX y en la actitud del público, en la demanda de arte. Yo insisto mucho el requerimiento de arte, porque ese requerimiento es el que hace una sociedad, algo que no son los artistas ni es tampoco el público. Las obras de arte no existen sólo para los artistas y ni siquiera sólo para el público, existen por una demanda de aquellos que reclaman, como decía Luis Juan Guerrero, tareas artísticas: la construcción de una catedral, la pintura de algún acontecimiento histórico, el retrato de costumbres o la expresión de pasiones o de emociones de una determinada época.
– ¿O sea que no somos pasivos ante las obras de arte?
– Así es, no acogemos pasivamente las obras maestras. Al incorporarlas a nuestras vidas, las reinterpretamos, las recreamos y las retransmitimos, con nuevas significaciones, a las generaciones venideras.
Como señala Ibarlucía en su libro, a esto apunta Jorge Luis Borges cuando escribe: “Clásico no es un libro […] que necesariamente posee tales o cuales méritos; es un libro que las generaciones de los hombres, urgidas por diversas razones, leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad”. Sin embargo, la cadena es frágil y corre peligro de romperse. La destrucción y el olvido también forman parte del proceso de la cultura.
“¿Para qué necesitamos las obras maestras?” (fragmentos)
Hace algunos años, en la amplia retrospectiva de Robert Doisneau que se presentó en el Centro Cultural Recoleta de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, se exhibieron algunos de los famosos retratos de los espectadores de La Gioconda que el fotógrafo francés tomó en el Musée du Louvre en 1945. Estas fotografías, realizadas cuando por fin el museo volvió a abrir completamente sus puertas al público después de la Segunda Guerra Mundial, registran las diversas actitudes que puede despertar el encuentro con una obra maestra.
Detrás de la soga que delimita los espacios, una mujer con el brazo en jarra lanza una mirada inquisidora. A su lado, un hombre de traje claro, con la cabeza adelantada, levanta las cejas, perplejo. Tras él, se recorta un espectador que parece fijar la vista en un detalle. Un chico le habla al padre, tapándose la boca, quizá por respeto al silencio de la sala. Una adolescente rubia y una anciana con sombrero observan delante de sí algo que evidentemente se encuentra lejos y es tal vez más pequeño de lo que se esperaban.
Andy Warhol reversionó «La Gioconda».
Desde la Revolución Francesa, cuando el Louvre fue transformado en museo público, La Gioconda ha sido depositaria de las renovadas miradas de los visitantes. Millones y millones de hombres y mujeres de todas partes del mundo han peregrinado a París solo para verla. Desde los ensayos de Théophile Gautier y Walter Pater hasta las novelas El código Da Vinci de Dan Brown o Valfierno de Martín Caparrós, que recrea las circunstancias del robo supuestamente ideado por un estafador argentino en 1911, se ha escrito toda clase de libros sobre ella.
Artistas como Marcel Duchamp y Andy Warhol la han parodiado hasta convertirla en ícono pop. Una y otra vez, la pintura de Leonardo da Vinci ha sido tema de documentales y programas de televisión. Se han fabricado toneladas de postales, afiches publicitarios, agendas, remeras, juegos de té y llaveros con su efigie, y su nombre ha servido para bautizar restaurantes, hoteles, bares, perfumerías y hasta una marca de dulces.
Uno puede desembarazarse fácilmente del problema alegando que la imagen de la Mona Lisa es un estereotipo, cuya popularidad nada tiene que ver con una experiencia estética auténtica, sino con otra clase de fenómenos, como el kitsch, la industria cultural o el turismo. Mucho más arduo es, sin duda, intentar comprender por qué el retrato de la mujer de un próspero comerciante de seda florentino, pintado en 1503, despierta tanta admiración, más allá de las transformaciones del gusto, la sucesión de estilos pictóricos y el surgimiento de nuevas formas artísticas. ¿Cuál es la razón, en definitiva, por la que esta pintura del Renacimiento en particular es considerada una obra maestra?
Responder a esta pregunta es uno de los grandes desafíos de la estética y la filosofía del arte. Las obras maestras, aun cuando no tengamos conocimiento de ellas, urden la trama de nuestra vida mucho más de lo que tendemos a creer. ¿No procrastinamos como Hamlet, sentimos celos como Otelo, nos enamoramos como Romeo y Julieta? ¿No nos figuramos el infierno con los ojos del Bosco, John Milton, Dante Alighieri o Gustave Doré? ¿No apelamos a la tragedia de Edipo para interpretar los traumas de infancia? ¿No describimos con frecuencia una situación absurda, descabellada y angustiante como “surrealista” o “kafkiana”? ¿No nos conmovemos hasta las lágrimas con el destino de Anna Karenina o Madame Bovary? ¿No percibimos en realidad la bruma de Londres, como sugiriera Oscar Wilde, desde que los pintores impresionistas la volvieron visible? ¿Nuestro oído musical no está condicionado por la escala temperada de Johann Sebastian Bach y por las armonías de Wolfgang Amadeus Mozart y Ludwig van Beethoven?
Quién es Ricardo Ibarlucía
♦ Nació en 1961. Es doctor en filosofía e investigador de la estética del arte.
♦ Tradujo a, entre otros, Kafka, Goethe y Kant.
♦ Entre sus obras se cuentan Onirokitsch: Walter Benjanmin y el surrealismo y ¿Para qué necesitamos las obras maestras? – Escritos sobre arte y filosofía.
Fuente: Infobae
Por Silvana Boschi