En estos días leí La pérdida del deseo, nuevo libro publicado por el psicoanalista Luigi Zoja. Con anterioridad ya había leído El gesto de Héctor, un ensayo fundamental para analizar lo constitutivo de la figura paterna y, en particular, la declinación de su autoridad en la sociedad contemporánea. Cuando la insignia del padre ya no está para fundar la filiación, asistimos a la multiplicación de los hombres solos, que deambulan violentamente como lobos hambrientos.
Recuerdo cuando hace poco mi hijo menor empezó a decir “papá”. Primero me emocioné, pero enseguida la emoción se complementó con la sorpresa cuando noté que le decía “papá” a los árboles, a los autos, a los libros que quería que le leyeran. Tal vez el padre sea, en definitiva, todo lo que no sea la madre y, en última instancia, el mundo que se abre más allá de ella. Por eso quizá no sea tan ingenua esa inclinación de las poblaciones llamadas primitivas a nombrarse como hijos de piedras, animales, etc., que funcionan como padres totémicos del clan.
Esta última observación me recuerda un viejo libro, El padre en la psicología primitiva, de Bronislaw Malinowski. El tema de este otro ensayo, que se lleva muy bien con el de Zoja, tiene como eje la idea de paternidad en las tribus de las islas Trobriand. Si no recuerdo mal, en un pasaje Malinowski plantea que para los trobriandeses es importante decir que el hijo se parece al padre, aunque esto no sea cierto. Dicho de otro modo, la función del padre es la de servir para diferenciar respecto de la madre. Y esto se debe a que padre e hijo no son del mismo linaje, dado que la línea de sucesión y herencia se da con el tío materno. El padre, como sugerí antes, es cualquier rasgo que se encuentra fuera del universo materno.
El padre es un “afuera” y su función está en retirada. No necesitamos pensar en lo más simbólico del lazo del padre con el hijo, sino en lo real de su incidencia para que el hijo quiera ser más que un niño, en algún momento quizá un hombre. Tengo otro recuerdo, de la vez en que estábamos en una reunión en la Facultad y llegó el hijo de un viejo profesor. Este era un viejo canoso de ojos azules, con todo el aspecto de los nórdicos, mientras que su hijo era morocho y de piel oscura y brillante. Una profesora que estaba con nosotros, luego de que el joven se marchó, le dijo al profesor: “¿Es tu hijo? Porque no se parece en nada a vos”. Irónicamente, pero con la templanza que tiene alguien que sabe dónde está parado, el profesor respondió: “Es que él es hombre”.
Esta es la función real del padre, la de garantizar que más allá –afuera– de la madre (la profesora) hay un deseo. Este es un modo de resumir otra de las conclusiones que Zoja plantea en El gesto de Héctor: La paternidad es adoptiva por definición, porque es el niño quien tiene que adoptar a su padre como referente para el deseo. De lo contrario, la única opción que tendrá es la negación del deseo materno, que se puede traducir en un odio generalizado hacia las mujeres. Donde la única salida de la madre es la negación, se le dirá luego que no a todas las mujeres. Aquí tenemos el origen de las nuevas formas de misoginia que no son necesaria o directamente machistas –en el sentido patriarcal.
En este punto, puede verse la relación de continuidad que se establece entre el ensayo de Zoja sobre la paternidad y este nuevo trabajo sobre la pérdida del deseo. Fácil sería decir que vivimos en sociedades deserotizadas por efecto del consumo creciente u otra explicación sociológica –de las que nunca le quedan bien a un psicoanalista– acerca de la globalización o las tecnologías. Es una estructura más profunda la que se vio alterada y que remite a la forma íntima de subjetivación.
Podemos estar de acuerdo en que la nuestra es una sociedad hipersexualizada, pero en la que la sexualidad ya no tiene otro proyecto más que la excitación y la descarga. Si el psicoanálisis fue una de las primeras disciplinas en levantar la hipoteca reproductiva del sexo, nunca dejó de destacar que el acto sexual funda la relación con el otro –incluso en la masturbación, que no es tal sin la presencia de una fantasía. De lo contrario, es mero autoerotismo, que empieza y termina en el propio cuerpo, incluso cuando hace del cuerpo del otro un instrumento de goce.
La pérdida del deseo no es el retraimiento del sexo, sino su ejecución como destreza, performance, sin el compromiso sagrado de la comunicación amorosa. Por esta vía, el sexo se aleja del Eros y retoma el modelo del hambre: la voracidad sexual tiene como modelo la relación ansiosa del niño con el pecho, mal destetado y tiránico, entonces, del cuerpo de la madre, a la que solo concibe como una posesión extendida.
En un contexto cultural en el que los psicoanalistas que intentan pensar los fenómenos de la cultura tienden a hacer una sociología de segundo nivel, Luigi Zoja retoma los argumentos intrínsecos de la tradición psicoanalítica y –a través del análisis de mitos y otras formaciones literarias– apunta hacia los motivos metapsicológicos de las transformaciones del sujeto.
Fuente: El Diario AR
Por Luciano Lutereau