Las colecciones de prólogos son libros curiosos. Las promesas implícitas se frustran, los libros prologados brillan por su ausencia y el tiempo se arremolina para el lector. Se dispara hacia el pasado en el recuerdo de quien los leyó y hacia el futuro del que, alentado por el prólogo, se promete leerlos, como si agendara una cita pendiente. Claro que si los prólogos son de Borges o de Piglia, grandes cultores del género, el remolino se aquieta y se fija en el presente del lector. Borges decía que un prólogo no debía ser una forma subalterna del brindis sino una especie lateral de la crítica. Como casi siempre, tenía razón: los prólogos de Borges y los de Piglia brillan con luz propia como formas breves de la crítica, generosas y a la vez muy meditadas, con una doble orientación. Cuando un escritor habla sobre los libros de otros no puede sino hablar al mismo tiempo de los propios.
Pero el tiempo se arremolina de otro modo ya desde el título de la colección que Piglia reunió entre 2011 y 2015, y llamó, macedoniamente, la Serie del Recienvenido. Publicados por primera vez en la segunda mitad del siglo XX, descatalogados, olvidados o relegados en el canon, los trece libros elegidos vuelven al presente de la literatura porque, como el recienvenido, “son siempre contemporáneos”, “siempre nuevos”. Y aunque la serie puede parecer a primera vista arbitraria, incompleta o demasiado personal, Piglia la propone con la contundencia de su inteligencia crítica, capaz de definir en un par de páginas la singularidad perdurable de un autor, un libro o un tono propio. Relee, subraya, propone diálogos inesperados con otros libros, abre y cierra el foco, pero sobre todo descifra cómo una obra o un autor hace o dice algo que no ha hecho o dicho ningún otro. A veces le basta una frase que concentra lo disperso, aumenta la intensidad y resplandece con la economía de un aforismo o la transparencia de un haiku. Lee, por caso, el tono “controlado y furioso” con que Sylvia Molloy reproduce en En breve cárcel los movimientos de la pasión amorosa; descubre el “escape hacia el lirismo, la sexualidad y la fantasía” que distingue a Nanina de Germán García entre otros relatos de iniciación; decide que es el tratamiento de los objetos lo que da unidad a los cuentos de Oldsmobile 1962 de Ana Basualdo, o celebra el toque gombrowicziano, la felicidad de la escritura y las risas (“tan escasas en nuestra lúgubre literatura”) en Minga! de Jorge Di Paola. En un relato de Hombre en la orilla de Miguel Briante, le basta con sondear “la escansión tranquila y enigmática” de la primera frase para que la lectura microscópica de los tiempos verbales y el uso de la adversativa den en el blanco del cuento y la vuelvan inolvidable: “La inglesa dijo que hay que matar a los perros, pero no sé”. Para Piglia, queda claro además, no hay géneros menores. Porque si también la “obra maestra” se ha convertido en un género estereotipado con reglas fijas, su encendida defensa de los géneros como grandes vías de la renovación literaria que él mismo cultivó se revela en la lectura de El mal menor de Feiling como relato de terror, en los usos aclimatados del policial en María Angélica Bosco, la novela erótica en Susana Constante, la novela histórica en Libertad Demitrópulos y hasta del género “ópera prima” en Gente que baila de Norberto Soares, único en más de un sentido: no se parece a nada, es su primer y último libro.
El escritor que está detrás del crítico asoma invariablemente en esa mezcla indiscernible de autobiografía, crítica y ficción que es quizás la marca más personal de la literatura de Piglia. Se deja ver en el recuerdo narrado de un encuentro con el autor o una escena de lectura, en la empatía dichosa del que lee con el que escribe, y sobre todo en la precisión centelleante de los calificativos: “el aire altivo y la trama letárgica” de un cuento de Briante, la “enunciación primitiva e indómita” de Libertella, “la ciudad siempre atrapada en una pesadilla salvaje” en los cuentos de Martínez Estrada. La precisión del lenguaje, solía decir Peter Schjeldahl, otro gran crítico, es la mejor forma del juicio.
Trece prólogos, resume Aníbal Jarkowski en el prólogo, es así una especie de breviario, un compendio de las ideas de Piglia sobre la literatura. Hacia el final de la serie, con todo, tienta pensar el término en el sentido religioso: un breviario laico, si cabe la paradoja, que hace profesión de fe en la ficción con la emoción del que reza. En muy pocas páginas, los prólogos regalan grandes lecciones para quien quiera olvidar el lenguaje metalúrgico y las modas teóricas que asfixian a las versiones más burocráticas de la crítica y cultivarla con verdadera pasión de lector. Imitándolo en su persuasivo y eficacísimo uso de los superlativos (La muerte baja en el ascensor de Bosco, “una de las mejores novelas policiales escritas en Argentina”; “Palma” de Basualdo, “uno de los mejores cuentos argentinos que he leído”; Cozarinsky, “uno de los críticos más renovadores”), digámoslo de una vez. Ricardo Piglia es el mejor lector y por lo tanto el mejor crítico de la literatura argentina.
Fuente: Revista Otra Parte
Por Graciela Speranza