Cómo puede ser que haya ganado Javier Milei? La respuesta, que atravesó durante las primeras semanas a muchos colegas, militantes, amigos y amigas, fue la negación: “No lo puedo creer, me despierto y pienso que fue solo una pesadilla”. Para mi sorpresa, varios empezamos a compartir que teníamos esa misma sensación. Incluso, al ver televisado el acto de asunción del nuevo presidente, sentimos que era una película. Pero pasaron los días y, lentamente, por cierto, lo fuimos asumiendo.
Era real, había que explicarlo. Quizás ya antes, a pocos días del shock del resultado del balotaje, cada uno y cada una fue armándose de alguna explicación, más personal que colectiva. Éstas se basaban en frases que se habían escuchado en boca de personas que iban a votar a Milei, o en algunas investigaciones sociales que venían alertando sobre el avance “libertario”. Tres ejes centrales de razonamiento fueron emergiendo. Una primera explicación hacía hincapié en las situaciones de desamparo y de angustia que habían sentido, especialmente, pero no solo, los sectores juveniles que más habían sufrido la experiencia del “encierro” durante el aislamiento obligatorio que estableció el Gobierno en 2020 y parte de 2021. Se explicó, entonces, el triunfo de Milei sobre la base de un voto “castigo” a la fuerza política que había conducido la gestión de la pandemia. Un segundo eje también se vinculó con la idea del “castigo” al oficialismo, pero ahora enfatizando lo insoportable que resultaba la alta inflación (si durante el primer semestre de 2023 fue, en promedio, del 7% mensual, entre agosto y noviembre fue de casi el 12% mensual).
Algunos analistas colocaron aquí la imposibilidad de reelección del Gobierno. A lo que se podía sumar como argumento la promesa incumplida del Frente de Todos de reparar la caída de los ingresos de los sectores populares, ocurrida durante la presidencia de Mauricio Macri. Esta situación se había agravado aún más en el caso de los sectores informales. Esto conecta con la tercera línea explicativa del triunfo de Milei: la sensación de “que cualquier cambio será mejor que continuar en esta situación, ya que peor no podemos estar”.
Estos tres factores resultan innegables para una explicación del triunfo de Milei o, sobre todo, de la derrota del peronismo y sus aliados en Unión por la Patria (UP). Sin embargo, consideramos que no alcanzan para dar cuenta del fenómeno.
Hay que lograr comprender cómo Milei pudo instalarse como la opción para derrotar al oficialismo. Es decir, por qué las mayorías no optaron por candidatos un poco más moderados en sus ideas y actitudes. Y, principalmente, cómo pudieron votar por alguien con una propuesta tan extrema, que enarbolaba un discurso muy agresivo, prometía un feroz ajuste económico y acabar con la justicia social de forma explícita. Considerando, además, que el peronismo presentó un candidato moderado, Sergio Massa, de reconocida capacidad de diálogo con casi toda la oposición política y el empresariado, y que proponía un gobierno de “unidad nacional”. La confrontación con Milei en un balotaje parecía la mejor chance para que el peronismo consiguiera sumar un importante porcentaje de electores no peronistas, horrorizados por el posible triunfo de un candidato tan neoliberal y autoritario. ( )
Algunas imprecisas precisiones terminológicas
Hasta aquí hemos colocado la palabra libertario entrecomillada, pues es un término que, originalmente, remitía a la tradición anarquista y de izquierda. Sin embargo, en la actualidad, la palabra ha sido apropiada por la nueva derecha y es usada en forma habitual en Argentina para referirse a Milei, sus seguidores y a todo un amplio abanico de militantes que abrazan las ideas “anarcocapitalistas”. Incluso, para referirse a otros, provenientes de tradiciones de una derecha liberal-conservadora más tradicional, pero que actualmente usufructúan la popularidad de Milei y su propuesta “libertaria”. Más adelante, volvemos sobre el “fusionismo” que a nivel mundial y en Argentina, en particular, han logrado estas derechas. Aclaramos que, a partir de ahora, emplearemos el término “libertario” sin el entrecomillado, pero con este significado especial.
A lo largo del libro, hacemos un amplio y laxo uso de la idea de proyectos y fuerzas políticas “neoliberales” y “nacional-populares”. No ha sido nuestro objetivo precisar sus componentes ni discriminar entre sus diversas variaciones internas, porque, justamente, ambos proyectos y las fuerzas políticas que los apoyan evitan de modo sistemático realizar estas precisiones que podrían hacerles perder capacidad interpelativa en la ciudadanía (de hecho, Milei rechazó de manera explícita el término “neoliberalismo”). Sin embargo, superado un primer momento del gobierno de Mauricio Macri, cuando buena parte de la dirigencia de Juntos por el Cambio se resistía a ser catalogada de “neoliberal”, progresivamente la arena política argentina se dividió en dos proyectos con pocos puntos de contacto entre sí. Como vemos en nuestros análisis, la mayor parte de la ciudadanía acompañaba esta división ideológica de la mano de una creciente polarización política.
Entonces, en estos términos amplios, cuando hablamos de “neoliberalismo” hacemos referencia a un proyecto que busca reorganizar el vínculo entre la sociedad, las empresas y el Estado, en el que este último deja de tener un papel moderador de los efectos del capitalismo sobre la desigualdad social. Su núcleo ideológico, como lo resume Colin Crouch, es que el libre mercado, donde los individuos maximizan sus intereses materiales, provee los mejores medios para satisfacer las aspiraciones humanas; de modo que los mercados son preferibles a los Estados y a la política, los cuales son, en el mejor de los casos, ineficientes y, en el peor, amenazan la libertad. Pero, más allá de su doctrina, es también, como lo señala David Harvey, un proyecto político que busca restablecer las condiciones para la acumulación de capital y restaurar el poder de las elites económicas, puestas en crisis por el avance de las luchas populares en la década de 1960 y comienzos de la de 1970. Y lo ha logrado desplegando una verdadera ofensiva del capital contra el trabajo en un creciente proceso de “autoritarismo de mercado”, una transformación que progresivamente ha subsumido la sociedad a un mecanismo económico independizado y prácticamente incontrolable. Detrás de este término se encuentran dos matrices teóricas distintas, con dos perspectivas opuestas sobre la necesidad o no de frenar la existencia de situaciones monopólicas; aunque, en la práctica, quienes dicen que procuran mantener la libre competencia avanzan poco en concretar políticas antimonopólicas.
También advertimos que la progresiva implantación de este proyecto, desde la década 1970, y la continuidad de muchos de sus elementos –aun durante gobiernos “populares”– han establecido cierta naturalización de la “neoliberalización” de la vida, que provee algunos elementos de sentido común a este modelo de sociedad, frente a un progresivo deterioro de la existencia de un modelo societal basado en la idea de un Estado de bienestar que, además, dirija la economía.
En cambio, cuando nos referimos a las ideas “nacional-populares” apuntamos a un proyecto, dentro del capitalismo, en el cual el Estado procura regular la capacidad de las empresas para controlar los mercados y para incrementar ilimitadamente sus beneficios e, incluso, trata de orientar las ganancias empresariales en función del desarrollo económico nacional con crecientes niveles de inclusión social, a veces, en un ideal de cierta igualdad (sintetizado en la fórmula de una distribución 50% y 50% entre los ingresos de empresarios y trabajadores). Aquí también, como en el caso del neoliberalismo, existen diversas conceptualizaciones de lo que debería ser un gobierno “verdaderamente nacional-popular”. Van desde posiciones de centroderecha que propugnan por una mínima intervención estatal, un fuerte vínculo con los sectores empresariales y solo el cuidado por la inclusión social, hasta posiciones de izquierda que piensan en un dirigismo fuerte, “jacobino”, para establecer la igualdad social o, aún más, algún tipo de transición hacia el socialismo. Para sorpresa de muchos analistas extranjeros, en Argentina todo este abanico de posiciones al interior de lo “nacional-popular”, no solo se encuentra entre los diversos partidos que habitualmente conforman los frentes políticos que convoca el peronismo, sino que se dan, también, dentro de esta fuerza política.
En relación con las corrientes internas del peronismo y los integrantes de los frentes que este partido fue construyendo, corresponde aclarar –hasta donde sea posible–, el vínculo entre peronismo y kirchnerismo. El kirchnerismo nació en la presidencia de Néstor Kirchner (2003-2007), pues antes de tener ese nombre no podemos decir que este espacio existiera: su autorreconocimiento fue esencial. Podría decirse que existía un progresismo de cariz nacional-popular y, también, un sector de izquierda (o centroizquierda) dentro del peronismo. Pero solo cobró alguna consistencia y una relativa unidad de ambos a partir de su agregación como kirchnerismo. De allí su entidad catacrética, dándole un nombre a algo que antes no lo tenía, ni existía. Al mismo tiempo, este nombre procura presentarse como equivalente a un todo (el peronismo), pero no es tampoco una equivalencia plena. Pues, por un lado, trata de ser aún más amplio que el propio peronismo y busca incluir en esa identidad a sectores de izquierda y centro-izquierda no peronistas. Pero, por otro lado, muchos peronistas quedan fuera del kirchnerismo pues se ubican a su derecha (ya sea porque no se sienten incluidos dentro de este nuevo colectivo, ya sea que el propio kirchnerismo los excluye). La persistencia de estas imprecisiones a lo largo de casi dos décadas tal vez se deba a que cualquier intento de borrar las ambigüedades que estas operaciones de deslizamiento semántico provocan puede reducir la amplitud interpelativa del término.
Al colocar la tensión ideológica, pero también política, entre el neoliberalismo y las posiciones nacional-populares, restamos espacio en el análisis a las posiciones de izquierda, tanto en el terreno ideológico como en el político. Lo hicimos por dos cuestiones. En primer lugar, por una economía expositiva, para no complicar más aún la argumentación. Y, en segundo lugar, porque la izquierda tuvo un papel relativamente marginal en la disputa entre proyectos. Como se verá en los dos primeros capítulos, no ha logrado aún recuperarse del fracaso de los intentos de transición al socialismo del siglo XX. En Argentina existen actualmente dos grandes tradiciones, además de pequeños grupos de carácter, en general, autonomista. Tenemos una serie de partidos de izquierda que se sumaron, en 2019, al Frente de Todos, aunque algunos ya se ubicaban dentro del Frente para la Victoria durante los gobiernos kirchneristas. En líneas generales, provienen de la deriva de distintas ramas del comunismo, de la izquierda latinoamericanista y de algunas experiencias de una centro-izquierda más vinculada con lo nacional-popular. En los últimos años tuvieron grandes dificultades para hacerse visibles frente a la ciudadanía. En primer lugar, porque las disputas entre ellos les impiden funcionar como un “bloque de izquierda” dentro del Frente de Todos –ahora, UxP–. En segundo lugar, porque las características moderadas del gobierno de Alberto Fernández hacían muy difícil estar dentro del gobierno y sostener posiciones de izquierda. Y, en tercer lugar, porque no siempre les parece importante a estos partidos darle centralidad discursiva a su condición de “izquierda”. En la práctica, le dejaron este significante a la otra gran tradición de izquierda, la coalición de partidos trotskistas que formaron el Frente de Izquierda y los Trabajadores-Unidad (FIT). Sin embargo, más allá de este hecho y de una gran capacidad organizativa, de exposición mediática y de lucha sindical, en movimientos sociales y presencia en las calles, el FIT no ha logrado canalizar electoralmente el descontento social y oscila entre el 2% y el 3% de los votos en las elecciones presidenciales.
Para finalizar estas aclaraciones, queremos reconocer que los cientistas sociales tendemos a presentar nuestro relato como si fuera la descripción objetiva de la realidad, en especial, cuando procuramos dar cuenta de un fenómeno histórico concreto como en este caso. La gran cantidad de datos basados en el relevamiento de lo que la gente respondió en nuestras encuestas podría reforzar esta idea positivista de que estamos simplemente contando lo que pasó. Sin embargo, sabemos que es solo una ilusión, que no hay descripción sin teorías que, al menos, nos indiquen qué mirar de la casi infinita cantidad de información disponible o producible sobre el mundo que nos rodea. (…)
Una extraña crisis de hegemonía. Hoy en casi todos los países asistimos a una extraña crisis de hegemonía, que se caracteriza porque ningún proyecto social presenta la potencia para ser capaz de dirigir e integrar la sociedad.
En un punto, no es una crisis orgánica, pues no hay proyecto alternativo. Más bien, pareciera que hay cierta “prórroga de mandato” del último proyecto que logró ciertos niveles de hegemonía, el neoliberal. Una continuidad de sus elementos basales más que de sus formas de representación política. Es que la hegemonía no solo implica acuerdos sobre la representación política y la dirección ideológica de la sociedad, sino que también se basa en la instauración de ciertas formas de vida que, por su extensión y su cotidianeidad, tienden a naturalizarse; es decir, a quedar fuera del debate ciudadano. Aquí es donde los cambios que trajo el neoliberalismo en los últimos cuarenta años lograron las modificaciones más profundas y duraderas. Una cuestión que Luc Boltanski y Ève Chiapello identificaron de manera temprana y con gran agudeza como un “nuevo espíritu del capitalismo”. Se caracteriza por una base que combina un consumismo notoriamente más elevado que el del período anterior, de los años sesenta (en el que todavía pesaban ciertos elementos de la austeridad, el ahorro en pos de objetivos de mediano o largo plazo y algunos planos de apoyo en lo colectivo, propios de un Estado de bienestar), y una precarización creciente del plano laboral con efectos profundos en la “corrosión del carácter”, como analizó Richard Sennett.
En definitiva, por encima de esta base naturalizada de un modo de vida neoliberal, se suceden los fracasos de los proyectos políticos. Tanto los neoliberales como las iniciativas posneoliberales. En este contexto, cobran cada vez más peso propuestas con fuertes dosis de autoritarismo, aunque no se concreten en formas neofascistas de gobierno. Desde 2008 en adelante, se evidencia una crisis de hegemonía en la mayoría de los países con regímenes democrático-representativos. Esta crisis se traduce en una alta inestabilidad política, una “crisis de representación”, la emergencia de nuevos tipos de autoritarismos (combinados con irracionalismos y fanatismos) e importantes tensiones entre perspectivas ideológico-políticas. Esta situación contrasta con el consenso cuasipospolítico de fines del siglo pasado, durante la edad de oro de la hegemonía neoliberal. Al mismo tiempo, las divisiones político-ideológicas generaron percepciones incompatibles de la realidad, dando lugar a una enorme circulación de fake news. Las divergencias ya no afectan la forma de valorar los hechos o a cuáles dar centralidad, sino que discrepan sobre qué acontece. Se erosionaron de tal manera las bases fácticas del sentido común que las descripciones completamente fantasiosas de la realidad ya dejaron de ser inverosímiles, y son replicadas por millones de usuarios de las redes sociales.
Estos fenómenos no se integran coherentemente en una caracterización de conjunto que logre explicar los fundamentos de la actual crisis de hegemonía generalizada. Es decir, nos cuesta entender qué tipo de crisis tenemos frente a nosotros.
Esta dificultad gnoseológica parte de dos motivos fuertemente entrelazados. En primer lugar, la comprensión de la situación actual se obstaculiza por la falta de un proyecto que proponga una solución clara a esta crisis (es decir, de una sólida propuesta hegemónica alternativa). Debemos recordar que el conocimiento profundo de lo social requiere la trascendencia intelectual frente a lo dado. Se conoce porque se puede pensar en una realidad diferente, porque se puede ir más allá de la inmediatez de lo observable. Entonces, es posible razonar acerca de la historicidad de la situación actual y hacer inteligible la realidad sensible.
Solo el racionalismo y el utopismo del Iluminismo permitieron criticar y, en consecuencia, entender de forma cabal el mundo del Ancien Régime y proponer transformaciones sociales que acabaran con los restos del feudalismo y el esclavismo. Luego, solo la conjunción de la crítica marxista y el ideal de un proceso de transición socialista posibilitaron la comprensión crítica de la sociedad capitalista. Observemos que, como planteaba Gramsci, estas críticas desplegaron su total capacidad gnoseológica en la medida en que trascendieron el plano de lo estrictamente académico-intelectual y se convirtieron en creencias arraigadas con fuerza en importantes porciones de la sociedad; al punto de tornarse, para muchos, en descripciones verdaderas y en guías para la conducta. En la actualidad, la falta de un proyecto alternativo al capitalismo o de uno que, de manera más acotada, al menos, remplace su versión neoliberal, constituye un limitante estructural para entender nuestra realidad.
En segundo lugar, otro motivo que dificulta la comprensión de la crisis actual es su novedoso carácter principal: la existencia de una profunda crisis de los proyectos societales. Es decir, no solo no hay propuestas alternativas potentes, sino que ni siquiera el proyecto neoliberal dominante logra ser verdaderamente hegemónico, en tanto que sus representantes ya no se proponen como conductores para dirigir e integrar la sociedad y no solo para dominarla. Si la dominación de tipo hegemónico fue la forma política típica en los países capitalistas desarrollados desde 1870, su continuidad no parece estar asegurada, pues esta ausencia de actitud hegemónica no solo abarca los programas alternativos, sino también los dominantes.
Fuente: Perfil
Por Javier Balsa