Elvira Orphée (Tucumán, 1922-Buenos Aires, 2018) se reía de sí misma por lo poco que vendían sus libros. Su literatura comenzó a ser reivindicada hacia el final de su vida (particularmente por Leopoldo Brizuela), aunque todavía falta un último impulso para encontrar su lugar a la par de Silvina Ocampo o Sara Gallardo. La reunión en un mismo volumen de Aire tan dulce (1966), su novela más conocida, y La última conquista del Ángel (1977), es una buena oportunidad para valorar su figura.
Aire tan dulce recupera el clima de infancia tucumano, aunque la provincia nunca aparezca nombrada. La narración es poética, armada con un lenguaje con notas orales, en el que hasta los insultos pueden “ser lindísimos”. Construida a partir de tres voces distintas –algo que la acerca a Virginia Woolf–, la novela se centra en Atalita, joven enferma que se rebela contra todo (un toque autobiográfico de la autora), su abuela Mimaya y Félix, que tiene una mirada letal sobre la provincia y que, con sus amores y odios, es un complemento de Atalita. Aire tan dulce es a su manera, con su belleza áspera, un conjuro contra los agobios del lugar natal que Orphée dejó siendo muy joven.
La última conquista del Ángel, en cambio, está narrada desde el punto de vista de un torturador en la “Sección especial” de la policía en Buenos Aires durante el final del primer peronismo (Orphée pasó detenida algunas horas en el lugar). Publicada primero en el exterior y en la Argentina después de la recuperación democrática, su siniestra y feroz historia –con ese torturador que se siente cerca de la divinidad– encontró nuevos ecos, casi proféticos.
Fuente: La Nación
Por Marcelo Sabatino