Marcelo Casals, historiador: “Somos la generación que vivió la transición a la democracia y sus insuficiencias”

junio, 2024
De paso por la Argentina, el académico chileno reflexiona sobre los apoyos de las clases medias a los regímenes autoritarios, las nuevas formulaciones de las narrativas de derecha sobre el pasado latinoamericano y el auge de los discursos anticomunistas.

Al pasado se vuelve siempre con preguntas. La pregunta que el historiador chileno Marcelo Casals le formuló a los años setenta en su país, puede parecerse a algunos de los grandes interrogantes que los argentinos también nos hacemos. ¿Cómo se explica el apoyo civil a la dictadura? En el caso chileno, esta pregunta implica desarmar algunas narrativas e indagar en los años de gobierno de Salvador Allende, para comprender las experiencias atravesadas por aquellos sectores sociales que se activaron políticamente en oposición al proyecto socialista.

La pregunta de Marcelo Casals –desplegada en el libro Contrarrevolución, Colaboracionismo y Protesta, que editó Fondo de Cultura Económica– cobra gran actualidad regional y global a la luz de la reedición de viejas y nuevas disputas en torno a la memoria sobre los años setenta, de este y del otro lado de la cordillera. Casals, doctor en historia (University of Wisconsin-Madison), especialista en América Latina, profesor en el Centro de Investigación y Documentación (CIDOC) y la Universidad Finis Terrae, visitó Buenos Aires para participar de un seminario en el IDAES de la UNSAM y conversó con elDiarioAR sobre estas y otras preguntas que inspiraron su investigación.

¿Qué lo llevó a investigar el rol de las clases medias en la dictadura chilena?

—Mi pregunta original fue más amplia, por las bases de apoyo al régimen autoritario. Hacia el 2012, momento en que empiezo mi investigación, la discusión historiográfica y social estaba muy marcada por las luchas por la memoria y por las  necesidades políticas y judiciales de entonces. Ese proceso que reconozco fue necesario, hizo que muchos estudios de la dictadura se enfocaran sólo en la dimensión represiva, dejando en silencio otras cuestiones fundamentales. Entre ellas, cómo fueron las dinámicas de consentimiento de personas que podríamos llamar, entre comillas, “comunes y corrientes”. Descubrí que el campo de la historia de las clases medias podía ser una llave heurística para comprender esa dimensión algo esquiva a la que quería acceder.

¿Qué descubrió de la participación civil y sus dinámicas de colaboración con la dictadura de Pinochet?

—Encontré que la identidad de clase media tuvo un uso relevante en la desestabilización del gobierno de Salvador Allende y después,  en el apoyo social a la dictadura. El bloque social contrarrevolucionario tuvo una amplitud mayor que las representaciones usuales. El relato izquierdista centra la responsabilidad en la CIA, que la tuvo sin dudas, pero no explica la masividad de la contrarrevolución ni le  reconoce autonomía a determinados sectores. Con mi investigación, descubrí que, luego de una breve luna de miel al comienzo del gobierno de Allende, una serie de organizaciones chilenas -colegios profesionales de abogados, ingenieros, médicos, el gremio de dueños de camiones, entre otras- se activaron políticamente, alcanzando un pico de participación en lo que fue el paro de octubre de 1972.

—¿Para la historia es un terreno incómodo explorar las claves explicativas de los apoyos civiles a las dictaduras?

—No es fácil meterse en estos temas porque uno se acerca muy peligrosamente a la propia narrativa justificadora de la dictadura: aquella que sostiene que el golpe fue una reacción de los militares ante un llamado de la nación amenazada, que los habría obligado a actuar. Pero yo creo que historizar estos fenómenos precisamente rompe con esos relatos. Una comprensión acabada de la dictadura no se reduce a la violencia, por mucho que sea moralmente la dimensión más reprochable. El proyecto refundacional de la dictadura requiere una explicación más compleja. Por ejemplo, al principio hubo una aceptación social de la violencia política y de la represión estatal, hay testimonios que hablan de colaboración civil, de delaciones y de una actitud generalizada que entendía que la violencia era el costo social necesario para volver a un orden amenazado en el período anterior. Por otro lado, el libro explica cómo esas actitudes cambiaron: cuando se implementaron reformas económicas neoliberales y una vez que muchos grupos de clase media comenzaron a percibir la represión ya desde el lenguaje de los derechos humanos. 

Una vez terminada la dictadura, ¿esos sectores hicieron algún tipo de reflexión o autocrítica sobre su apoyo y colaboración? 

—Mi hipótesis al respecto es que hubo un cierto pacto implícito para no hablar de eso. En la transición, era incómodo volver a esas discusiones, porque la Concertación -la coalición que tomó el poder después de la dictadura en 1989- era una alianza básicamente entre el partido Demócrata Cristiano y el Partido Socialista, y la Democracia Cristiana había apoyado el golpe y a la dictadura en su inicio.

¿Cómo son los procesos de memoria hoy en Chile? ¿Qué reflexiones circulan en la coyuntura actual, al mirar hacia ese pasado? 

—La memoria no es un proceso lineal. El año pasado, en las conmemoraciones a 50 años del golpe, se reavivaron conflictos y discusiones parecidos a los que atravesamos en 1990:  repudio a la dictadura, al autoritarismo, a la violación a los derechos humanos; y al mismo tiempo, un  revival de las memorias pseudo legitimadoras de la dictadura por parte de la derecha. En ese esquema binario, preguntas sobre colaboración civil o el rol de ciertos grupos sociales, no entran en la discusión. En cambio, en 2013, en el 40° aniversario, Sebastián Piñera, usó la frase “cómplices pasivos”, algo que generó mucho malestar en la misma derecha. Ahí sí hubo un atisbo de reconocimiento del hecho de que civiles habían participado, pero refiriéndose más a funciones civiles, antes que a apoyo social.

—El libro también indaga en las experiencias durante los tres años de gobierno Salvador Allende, ¿han cambiado también las memorias sobre ese período?

—Durante un tiempo también fue un tema tabú. Durante el gobierno de Ricardo Lagos (2000-2006), que fue el primer socialista en llegar al gobierno después de Allende, se empezó a hablar más de la Unidad Popular, en la sociedad y también en términos historiográficos. Muchas personas empezaron a recuperar esa subjetividad de desear que hubiera un golpe para terminar con la inflación y  especialmente con el desabastecimiento. Y hasta el presente el desabastecimiento, por ejemplo, ha quedado como una experiencia traumática para quienes lo vivieron, esa experiencia de hacer fila durante horas, sin siquiera saber si iban a conseguir el producto que necesitaban.

—¿Sigue siendo un tema que a la sociedad chilena les cuesta abordar?

—Sí, incluso a nivel familiar, los años setenta no se discuten. Yo vengo de una familia no militante, lo cual la hace más representativa, crecí en Ñuñoa, un barrio bien de sectores medios de Santiago, y hay un cierto orgullo de cómo participamos en la reconstrucción democrática. Pero de lo que no se habla es de lo que pasó antes. En la novela Formas de volver a casa (Anagrama)Alejandro Zambra se pregunta sobre su familia,  denuncia la mediocridad, las tibiezas, la debilidad moral de su entorno social en dictadura. Esa obra me sirvió para confirmar que la pregunta por la clase media y la dictadura era legítima, necesaria.

—Tanto en Chile como en Argentina comenzaron a aparecer películas, novelas y libros de historia realizados por una generación que no vivió la dictadura. ¿Cree que vienen a aportar nuevas claves para procesar ese pasado tan doloroso?

—Sí, creo que hay varias personas de mi generación que se hacen también este tipo de preguntas, porque también tenemos que lidiar con los efectos de la dictadura.Yo nací en dictadura, pero no la viví como adulto. Somos la generación que vivimos la transición a la democracia y su insuficiencia. Entonces le hacemos preguntas más complejas a la dictadura para buscar respuestas más satisfactorias a nuestras inquietudes.

—El libro logra reconstruir cómo la identidad de clase media estuvo en el centro de los argumentos para el proceso contrarrevolucionario, en 1972 y 1973 en Chile. ¿Cree que la activación política de la clase media es siempre por derecha? 

—Yo creo que no, no son relaciones esenciales. Mi investigación me ha llevado a pensar que las clases medias reaccionan ante las condiciones que la rodean, pero no necesariamente van a ser autoritarias, golpistas, reaccionarias o democráticas, de izquierda o progresistas. No creo que exista una relación esencial entre clases sociales y comportamientos políticos.

¿Cómo interpreta el regreso de retóricas anticomunistas y de Guerra Fría en el presente?

—Como dice mi amigo argentino Ernesto Bohoslavsky, el anticomunismo es un corredor de fondo, que puede seguir y seguir con independencia de lo que haga su supuesta némesis, el comunismo. Porque no sólo el comunismo como referente social desapareció, sino también el horizonte revolucionario, la posibilidad de imaginar una alternativa, ha desaparecido. Aún así el anticomunismo sigue vivo. Desde el estallido social de 2019, en Chile se han revitalizado narrativas anticomunistas que van de la mano de la ultraderecha. El elemento particular en Chile es que el Partido Comunista existe, y es actualmente el partido de gobierno, si bien en la práctica es un partido socialdemócrata. Eso hace que los discursos anticomunistas tengan un objeto discernible: expresan un rechazo a esa gente que se reúne con una bandera roja. El desafío hoy está en pensar qué hará la derecha clásica: ¿Se diferencia de la ultraderecha? ¿Se reúnen? En Chile por ahora van para diferenciarse, lo cual sería bueno para la democracia.

—En ese escenario, ¿cómo piensa que las izquierdas han ido reconfigurando su apelación a las clases medias?

En general la izquierda no tiene esa sensibilidad de usar el lenguaje de clase media, lo ha utilizado mucho mejor la derecha. Durante el estallido social de 2019, en Santiago, me llamó especialmente la atención un cartel que decía: “la clase media no existe”. Expresaba la idea de que si eres un asalariado o un trabajador, esa distinción entre clase media o baja no existiría, porque somos todos lo mismo frente a la elite empresarial y política. Para la izquierda, la concepción siempre fue que la “clase media” es un artefacto ideológico de dominación, no se le reconoce existencia social real. El lenguaje de clase en general se usa poco en el discurso político, y han emergido otras identidades como bandera de lucha y movilización, como el género, o lo étnico-racial, que en el presente han adoptado las identidades políticas de izquierda.

Fuente: El Diario Ar
Por María Noel Alvarez

Leer más

Sumate a FCE

Suscribite y conocé nuestras novedades editoriales y actividades antes que nadie, accedé a descuentos y promociones y participá de nuestros sorteos.