Algunas cosas se dan por sentado hasta que de pronto faltan, se ausentan, dejan de asistir a la cita obligada y hacen balbucear a la gramática de lo previsible. Todo un mundo se viene a pique en esos instantes de pura fragilidad en los que el capullo del yo queda a merced de lo abierto. A esos quiebres en el pulso del tiempo Alicia Genovese los conoce de sobra, en ellos encuentra el puntapié del poema, aunque disuelva luego su coloratura y se ofrezca, radiante, a nuevos tropiezos.
“Detrás de un poema hay una contingencia”, dice la poeta en su ensayo Abrir el mundo desde el ojo del poema. Y es que el asombro y la perplejidad ciertas veces ponen en jaque las dulces encerronas que se tiende uno mismo. Es cuestión de afinar la escucha, de tensar la mirada, de dejarse abrazar por la súbita irrupción de ese otro orden para revertir esos traspiés en un leve desacomodo de lo propio.
La invención del equilibro, su libro más reciente, ofrece una serie de variantes en torno a la pérdida momentánea de estabilidad: aquellos instantes trémulos en los que el cuerpo y la lengua trastabillan, no aciertan a dar con la nota esperada en el concierto de lo vivo y por cuya repentina hendidura se cuela la hilacha del deseo.
En el poema inaugural, “Caídas (hacer del tropiezo inicio)”, está comprendido el resto del libro; el tono de lo que vendrá es señalado en los primeros versos: “El equilibrio se pierde fácilmente,/ sucede y queda al descubierto/ la fragilidad”. Una constatación a medio camino entre lo general y lo particular que deja al poema oscilando entre una vertiente, digamos, conceptual y otra anecdótica, sin descansar el peso en ninguna de las dos, al contrario, haciendo de esa inestabilidad un baluarte afirmativo: “aunque se sabe que el equilibrio/ se desarma pronto/ que lo deseable descoloca, espera/ siempre en otro lugar”. En efecto, el desbarajuste ofrece la apertura de un nuevo paisaje: “Otro eje intuyo en el perpetuo/ corrimiento del asombro”.
Resuenan, aquí, los versos de Beatriz Vignoli: “Ignoro el arte monumental del sesgo,/ esa torsión ornamental del héroe/ que hace que su caer se luzca como un salto”. Porque si bien ambas asumen la inevitabilidad del accidente, Vignoli coloca el acento en la caída, mientras que Genovese lo hace en aquello que permite no hacerlo todavía.
No es nueva esta preocupación de la poeta por el equilibro. La segunda parte de La contingencia –“Ligeros equilibrios”– ensayaba maneras de hacer con la pérdida a partir del diálogo con los elementos. Y en Aguas, libro clave dentro de la obra de Genovese, recurría a la figura de nadadores que en “esa planicie inestable/ buscan cómo sostenerse” y se preguntan “qué objeto servirá para fijar el rumbo/ o qué es el equilibrio/ sin apoyo”. En La invención del equilibro, la metáfora se expande tanto como se amplía el repertorio de figuras que ahora incluye a trapecistas y acróbatas que en su arrojo tantean el vacío sin temor a la caída, o transmutando ese miedo en “su don efímero/ de dar alcance”.
También las plantas ofrecen alternativas a la caída. Si bien un jazmín puede brindar “Unos instantes que sueltan/ el habla perfumada de la memoria”, la potra había advertido en La contingencia que “La naturaleza no es sólo/ una armonía retórica”. Por eso no es su mentada vocación de símbolo aquello que convoca de las plantas, sino su singularidad –este rosal, esta hortensia, aquella achira–. En su cuidado y contemplación la hablante de estos poemas extrae un lento aprendizaje: “algo impredecible guía/ a aquello que prospera”. Y aun más, que “la tarea pertinaz por la armonía/ choca con la evanescencia de las cosas”.
Hacia el final, la escritura de Genovese, sosegada, reflexiva y no exenta de un matiz emotivo, asume el ascendente de Juan L. Ortiz en el abrazo del agua de un río silencioso, y cierra el círculo de la caída inicial. Como si la hechura misma del libro, la composición de los poemas y la hablante en ellos hicieran carne la metáfora del equilibrio y se ofrecieran, a tientas, como “morada de lo asimétrico”.
Fuente: Revista Ñ
Por Juan F. Comperatore