No hay mejor prueba de que las coaliciones son un asunto imposible de obviar en nuestro sistema político que el hecho de que hasta un presidente como Javier Milei, que fue electo en rechazo a ese tipo de arreglos partidarios, terminara sometido a una extensa discusión sobre cómo, con quiénes y con qué objetivos debería formar algo parecido a una alianza de gobierno. Se recordará que su principal argumento de campaña, durante 2023, fue que los demás contendientes eran expresión de nuestros fracasos, y si no habían instrumentado jamás políticas mínimamente provechosas para la sociedad, y tampoco podían hacerlo en el futuro, era debido a su pertenencia a una casta de dirigentes siempre dispuestos a cooperar entre sí, pero por intereses particularistas, reñidos con las necesidades de sus electores. A esa `casta` autointeresada y expoliadora, Milei prometió oponerle un gobierno que lo tendría por exclusivo protagonista y que se nutriría de gente como él, sin compromisos con acuerdos «de casta».
Sin embargo, esa ilusión duró menos que la campaña: se comenzó a desmentir en cuanto Milei tuvo que, a regañadientes y para escándalo de algunos de sus seguidores más fanáticos, incluir en su armado electoral a Mauricio Macri y Patricia Bullrich para superar la diferencia que le había sacado Sergio Massa en la primera vuelta de las elecciones. Un primer paso en dirección a la convergencia con una parte de la `casta` que se profundizaría apenas resultó electo, cuando se lanzó a sumar exfuncionarios del macrismo y dirigentes peronistas al equipo de gobierno y más aún después de los primeros trastazos en el Congreso a seducir a los bloques de oposición moderada y a gobernadores de todas las orientaciones, con miras a aumentar su base legislativa y disminuir los riesgos de quedar enfrentado a un peronismo que en bloque siguiera respondiendo a los designios de Cristina Fernández de Kirchner.
Como se sabe, algunos de esos intentos prosperaron y otros no. Tal vez esto último se correspondió con las apuestas que quedaron a medio camino, porque el propio presidente no puso demasiado empeño en que avanzaran: puede que este haya sido el caso con la posibilidad de que el presidente de la Cámara de Diputados fuera un peronista moderado (como Florencio Randazzo) o que el cargo recayera en Cristian Ritondo, alfil legislativo de Macri. El nuevo oficialismo terminó promoviendo a Martín Menem para el cargo, un legislador propio sin mucha experiencia, y la coalición legislativa con la que muchos soñaban debió esperar. Aunque no demasiado, porque a las pocas semanas el Ejecutivo presentó para tratar en sesiones extraordinarias proyectos muy ambiciosos y vitales para su programa de reformas, y enfrentó de lleno la difícil tarea de formar una mayoría a partir de una base propia muy acotada. Lo que le exigió convertir en socios efectivos de sus políticas a legisladores más o menos moderados y dispuestos a negociar con él, provenientes de Propuesta Republicana (Pro), del radicalismo, del resto de Juntos por el Cambio y del peronismo. ¿A qué se debe esta inevitabilidad de las coaliciones? ¿Por qué las necesitamos?
Éxitos electorales, fracasos de gestión, problemas de cooperación. Los argentinos estamos condenados a ser gobernados sobre la base de acuerdos entre fuerzas más o menos heterogéneas. Lo consideremos una ventaja o una desventaja, necesitamos que los políticos de distintos partidos y creencias cooperen para formar mayorías, y que pongan más esmero aún para sostenerlas cuando ejerzan el poder. Es nuestra condición y hay que aprender a lidiar con ella. Hasta ahora nos va bastante mal, mucho peor que a la mayoría de los países vecinos, y sería bueno saber por qué.
¿Por qué esta es una condición insuperable, al menos de momento? Porque el sistema de partidos argentino experimenta, desde hace varias décadas, una fuerte tendencia a la fragmentación: cada vez hay más fuerzas políticas nacionales, fruto de la división de partidos históricos y de la emergencia de otros nuevos, y por tanto todos ellos tienen más dificultades para formar por sí mismos una mayoría electoral y sostenerse en el poder sin ayuda. Basta un dato para constatarlo: el `número efectivo de partidos`, medido sobre la base de la cantidad de fuerzas que logran representación legislativa, desde 1983 a 2019 pasó de 2,2 a 7. Es decir que hemos pasado, en poco más de treinta años, de tener un sistema bipartidista casi puro, con el voto distribuido entre peronistas y radicales, a un multipartidismo extremo o polarizado. En él se contabilizan hoy en día nada menos que 46 fuerzas nacionales, un récord en la región y, casi, en el mundo. Sumemos a eso que habitualmente han existido, además, varios peronismos, y a veces varios radicalismos, compitiendo entre sí. Si le agregamos las fuerzas provinciales, que son aún más numerosas, se completa un cuadro de fenomenal complejidad.
En simultáneo a este proceso hacia el multipartidismo ha tenido lugar otro, en alguna medida reparador de sus inconvenientes y acorde a lo sucedido en prácticamente todas las democracias latinoamericanas desde los años noventa a esta parte: la tendencia a la formación de coaliciones multipartidarias, tanto para las elecciones nacionales como para las distritales, para las ejecutivas y las legislativas. Estas coaliciones compensaron el efecto dispersivo de la fragmentación: en el marco de un multipartidismo cada vez más marcado, la formación de mayorías electorales, legislativas y de gobierno exigió en forma creciente que nuestras fuerzas políticas sellaran alianzas; al menos en las dos primeras arenas, electoral y legislativa, cumplieron con cierto éxito ese desafío. Esto nos habla de una dirigencia flexible y pragmática, y de un electorado bien dispuesto a valorar esos rasgos.
Milei, para escandalo de sus seguidores, tuvo que incluir en su armado electoral a Macri y Bullrich.
En el marco de la disminución progresiva del voto de pertenencia a los partidos, es decir, del porcentaje de electores que votan por tradición o identidad siempre a la misma fuerza, las coaliciones se han nutrido de adhesiones independientes, móviles o `transversales`, que ayudan a entender que al menos algunas de ellas prosperaran, ganaran elecciones a poco de crearse y lograran formar gobiernos. Sin embargo, no muchas fueron eficaces en la gestión. A diferencia de lo sucedido en otros países latinoamericanos donde `gobierno de coalición` y `buena administración` fueron más o menos de la mano, algunas de las nuestras se quebraron apenas terminada la competencia electoral que les dio su oportunidad; otras entraron en crisis en cuanto hallaron dificultades para compartir el poder, y las pocas que duraron en el tiempo no dieron lugar a auténticos gobiernos de coalición, o lo hicieron parcialmente y con magros resultados.
Su inestabilidad e ineficacia agravaron, en vez de resolver, los déficits de nuestras políticas públicas de las últimas décadas. Cada vez más estamos obligados a votar alianzas de partidos, pero en vez de gobernar mejor que las gestiones de un solo color de décadas anteriores, pareciera que ellas tendieron a hacer lo contrario. Confirmando los pronósticos sobre la ausencia de incentivos para su buen funcionamiento en regímenes presidencialistas formulados décadas atrás por la ciencia política; a contramano de las experiencias exitosas en países como Brasil y Chile, Costa Rica o Uruguay, que habían venido desmintiendo en las últimas décadas dichos pronósticos.
Como evidencia de esta mala fortuna basta decir que, si nos atenemos a una definición estricta de `coalición`, de todas las creadas a nivel nacional en nuestro país en los últimos veinte años, solo una logró sobrevivir todo un mandato de gobierno y a una derrota en las urnas (aunque no sobreviviría a un segundo fracaso). Repasemos brevemente esa historia.
A diferencia de los primeros dos gobiernos de la etapa democrática iniciada en 1983, liderados respectivamente por la Unión Cívica Radical (UCR) y el Partido Justicialista (PJ), los que les siguieron no tuvieron detrás una fuerza política como sostén exclusivo o cuasi exclusivo: todos se apoyaron en alianzas entre partidos o fragmentos de partidos con distintos grados de institucionalización. Entre 1999 y 2001, gobernó la primera coalición en sentido estricto: la Alianza por el Trabajo, la Justicia y la Educación, formada por la UCR y el Frente País Solidario (Frepaso). Pero los aliados chocaron a poco de andar: se produjeron cambios de Gabinete sin acuerdo entre los socios, renunció el vicepresidente y se fracturaron las bancadas legislativas, así que no sorprende que la Alianza fuera incapaz de gestionar y de sobrevivir a la debacle de la convertibilidad. Algunos de los fragmentos remanentes de esa experiencia se aliaron entonces con un sector del peronismo, en una nueva `coalición` que nunca llegó a formalizarse y que, aunque logró un inesperado éxito en la gestión de la emergencia económica, entre fines de 2001 y comienzos de 2003, tampoco logró perdurar: no resultó de ese éxito un candidato de consenso para la siguiente elección presidencial, y desde entonces y hasta 2015 volvería a gobernar el peronismo. En cuanto a sus logros económicos, en particular las reglas establecidas para estabilizar la moneda serían progresivamente degradadas para por último ser abandonadas en los años que siguieron. El peronismo, como dijimos, volvió a ejercer en forma plena el poder en esta etapa. Pero lo hizo dividido y aliado a fuerzas menores: compitieron entre sí en esos años, tanto a nivel nacional como en muchos distritos, distintas expresiones peronistas, lo que no le impidió a su facción dominante formar mayorías a través del Frente la Victoria (FPV ). Es difícil de todos modos considerar a este sello electoral una auténtica coalición, electoral 0 de gobierno: se asemejo mas a los frentes que el peronismo construyo con aliados ocasionales de muy escasa gravitación, desde los años sesenta en adelante, para aumentar su representatividad o combatir resistencias en segmentos especificos del electorado. Además, cuando intenté funcionar mas efectivamente como una de partidos, entre 2007 y 2008 bajo el nombre de Concertación Plural, sumando a la mayoría de los gobernadores e intendentes radicales, el resultado fue decepcionante: el entendimiento se quebré a pocos meses de iniciada la experiencia, y el grueso de los radicales concertacionistas volvió a la oposición. El FPV no volvería a intentar formulas semejantes con otros aliados.
Mientras tanto, el llamado “no peronismo” siguió crónicamente dividido en la oposición, lo que limitó su eficacia electoral y legislativa. Recién lograría superar esa dispersión al formarse Cambiemos, alianza entre las fuerzas mas gravitantes de ese espacio, concretada
muy cerca de los comicios de 2015 en que obtuvo la victoria. Ella llegaría a ser la primera coalición capaz de mantenerse unida todo un mandato. E incluso siguió en pie tras caer derrotada en 2019. Aunque tampoco logré actuar como una auténtica coalición de gobierno:
salvo el partido del presidente, el Pro, los demás aliados, incluida la UCR, tuvieron entre poca y nula injerencia en áreas criticas de la gestión.
Desde un principio, el presidente Macri dejé en claro que no compartiría las decisiones, y sus socios no estuvieron en condiciones ni demasiado interesados en hacerlo cambiar de opinión. Mas allá de estas limitaciones, la formación de alianzas tendió a consolidarse
como pauta dominante en la vida política de esos años: también el peronismo superó su fragmentación en 2019,
Estamos condenados a ser gobernados sobre la base de acuerdos entre fuerzas mas o menos heterogéneas.
y hizo no tanto en torno a la estructura del PJ, como a una formula coalicional, el FDT, que reunió a fuerzas menores de izquierda y a organizaciones creadas previamente por disidentes peronistas, como el Frente Renovador (FR). Esta extensión de la dinámica coalicional
se reflejaría también en el Congreso: si consideramos los interbloques, expresión legislativa de las alianzas mencionadas, el grado de fragmentación en la Cámara de Diputados se redujo en 2017 a 3,83, por la presencia de Cambiemos, y en 2019 cayó a 2,36, por la del FDT.
En ese ultimo año, nada menos que el 99% de los diputados pertenecía a algún interbloque, porque también la izquierda y el remanente de peronistas disidentes tenían los suyos.
De todos modos, el FDT, como antes sucediera con el FPV, fue solo a medias una coalición. No tuvo reglas de funcionamiento ni una conducción orgánica. Ni la mayoría de las fuerzas aliadas tenían una mínima representatividad, por lo que podían abandonarlo sin traerle ningún inconveniente. A lo que se suma que los actores representativos no eran partidos, sino facciones del peronismo, en algunos casos informalmente organizadas.
Aunque existió, de todos modos y como dato novedoso, un mayor equilibrio entre las facciones que lo conformaban que en el FPV,
pues todas ellas, quien mas quien menos, contaban con recursos que las demás necesitaban. Eso no impidió que al promediar la gestión se sumiera en fuertes conflictos internos, que se agravaron cuando cayó derrotado en las elecciones de medio término de 2021. Lo que no alentó a esperar que pudiera sobrevivir tras la nueva derrota que sufrió en 2023.
¿Qué podemos aprender de estos experimentos coalicionales, cuyas fases de auge electoral fueron seguidas invariablemente por fracasos en la gestión, derrotas y divorcios? Difícil decirlo. Lo que primero salta a la vista es que en su desarrollo cambio algo importante respecto
a la dinámica previa de la política argentina: hay mucha mas disposición a la cooperación entre fuerzas distintas y en pugna de la que solía haber en el pasado. Solo que tal vez, todavía, no toda la necesaria, no con la suficiente persistencia en el tiempo, ni enfocada en los asuntos y en las instancias en que es mas necesaria.
LECCIONES, APRENDIZAJES, RECURRENCIAS EN EL ERROR.
La tendencia a la formación de coaliciones en Argentina tiene varios significados destacables. Ante todo, pone de relieve que, a pesar de las dificultades que enfrentan, los protagonistas del juego político siguen siendo partidos, 0 en el peor de los casos, facciones de partidos. En el pasado ese papel lo tuvieron frecuentemente “movimientos”, “corporaciones” o caudillos que atribuían hora un rol subalterno, hora uno descollante, a sus bases de apoyo, por entenderlas como un instrumento dócil y secundario en sus manos o como la expresión de la
nación misma (algo que, pareciera, volvió a ponerse de moda con el auge de Milei y los libertarios). En suma, dado que en épocas pasadas los actores centrales de nuestra vida publica fueron entidades sin un claro ajuste a las reglas de la competencia electoral y la alternancia
en el poder, cabe celebrar que en las últimas décadas, y al menos hasta 2023, lo hayan sido fuerzas políticas mas o menos organizadas como tales y ajustadas a esos criterios. Por mas que hayan estado en ocasiones muy desacreditadas, algunas de las mas tradicionales
enfrentaran crisis profundas, y el surgimiento de otras nuevas no lograra todavía dar forma a un sistema estable. Esta inestabilidad las ha disuadido frecuentemente de formar alianzas duraderas, pues cada elección se vuelve una tentación para que los partidos en pugna
apuesten a lograr un vuelco radical del electorado a su favor, a costa de eventuales socios. Sin embargo, a pesar de todo, partidos nuevos y viejos han sido los protagonistas centrales de la competencia y, en consecuencia, también del gobierno en nuestro país. Punto a su favor
ya favor de la formación de instituciones mas o menos regladas y estables.
En segundo lugar, es destacable la moderacion y el acotamiento experimentados por identidades partidarias que en el pasado haian tenido rasgos unanimistas y excluyentes: las viejas corrientes que en su momento aspiraron a representar a la nacion entera tendieron a adaptarse a un juego mas pluralista, que les impuso limites. Con mayor o menor disposicion de su parte segin los casos, se acomodaron a la inestabilidad de las preferencias de los electores y a la caida del voto de pertenencia. Algo que afectó sobre todo al radicalismo, pero dejo también marca en el peronismo. Y que implicé para ambos obstaculos crecientes para representar por si solos ya no a la nacion, siquiera a una médica mayoria electoral. Y la necesidad, por tanto, de cooperar con otros para alcanzar el poder y ejercerlo.
Estos cambios hablan de una mayor inclinacién a combinar Ia histérica disposicion a la competencia y a la busqueda de la hegemonia, con dosis crecientes de colaboracion. La pregunta que nos planteamos es en que ‘medida este aprendizaje se completo y permitié el lesarrollo de précticas consistentes y sostenidas para que las coaliciones perduraran y gobernaran con minima eficacia, en particular en Ia instrumentacion de reformas de largo aliento, el principal desafio pendiente para la democracia de nuestro tiempo. Es facil advertir
que siguieron existiendo serios déficits al respecto. Aunque hay que ver si ellos provienen de las tradiciones, de las identidades partidarias, de nuestra cultura politica desde siempre querellante, o de otras fuentes, rasgos institucionales y politicos tal vez mas faciles de modificar. Con estas preguntas en mente, a continuacion, vamos a analizar las novedades que arrojó la formacion de coaliciones en los tiltimos anos, centrandonos en los obstaculos que se presentaron para su consolidacion en el ejercicio del gobierno y para su continuidad en el tiempo, pese a ocasionales logros electorales.
Podemos postular, a priori, varias explicaciones para esa precariedad. Algunas atienden a las dificultades intrinsecas de la tarea de gobernar un pais como Argentina en estas ultimas décadas: déficit fiscal cronico, recurrentes y agudos ciclos recesivos, acompanados en
casi todos 10s casos de altos indices de inflacion y, en todos, de escasas capacidades de gestion de la administracion nacional; todos elementos que han debilitado los apayos sociales y partidarios de los presidentes. Pero cabe suponer que estos problemas afectaron a todos ellos, independientemente de cual fuera su base partidaria, y lo vienen haciendo desde mucho antes. por lo que trataremos de despejarlos.
Hemos pasado de tener un sistema bipartidista a un multipartidismo extremo y polarizado.
Otros rasgos mas especificos de nuestro disefio institucional —presidencialista con legislatura bicameral, federalismo mal coordinado, representacion proporcional conbajos umbrales, elecciones muy frecuentes y solo en parte concurrentes, gabinetes poco o nada institucio-
nalizados, etc.— pudieron en cambio haber afectado de modo especial a los gobiernos basados en coaliciones, ya que desalientan la cooperacion entre partidos. Asi que les prestaremos mas atencion, para determinar en qué medida esto fue lo que sucedio.
Por ultimo, cabe contabilizar problemas especificos de los partidos que pueden haber dificultado su participacion en alianzas, en
particular a la hora de gobernar. Nos detendremos por tanto en el funcionamiento y las caracteristicas de las fuerzas politicas, y
en su influencia en los acuerdos entre ellas. Analizaremos su relación con las pautas institucionales antes listadas, para determinar si potenciaron esos déficits.
En síntesis, nuestra hipótesis general es que las dificultades para que las alianzas perduren y den lugar a gestiones de gobierno eficaces no se deben tanto a los rasgos de nuestra cultura política que frecuentemente se identifican como culpables —el personalismo, el unanimismo, la indisposición a buscar acuerdos, la presencia de barreras ideologías infranqueables u otras por el estilo—, ni a características generales del sistema político —por ejemplo. que tengamos un presidencialismo fuerte—, sino principalmente a rasgos de los propios partidos y su interacción con reglas especificas del sistema, que organizan su competencia y actuación institucional, y entorpecen la cooperación.
Agrupamos estas dificultades, mas concretamente, en dos grandes conjuntos: el de las reglas que multiplican los actores de veto y el de los rasgos que multiplican las oportunidades para que esos actores creen situaciones de bloqueo e inestabilidad. No casualmente remiten a la tipología de dificultades que las coaliciones de gobierno suelen enfrentar en todos los sistemas políticos, sean presidenciales o parlamentarios, polarizados o consociativos.
Se ha dicho que los gobiernos de coalición abren la posibilidad de mitigar rasgos problemáticos del presidencialismo: porque introducen un control ministerial cruzado con el control parlamentario sobre los jefes del Ejecutivo, lo que ayuda a su vez a que se despersonalice el ejercicio del gobierno y se desarrollen liderazgos cooperativos, en lugar de excluyentes y hegemónicos.
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También porque ellos relativizan la mirada ideolégica de los asuntos puiblicos y la gravitacion de los clivajes partidistas, promoviendo tanto en la dirigencia como entre los votantes un mayor pragmatismo y responsabilidad con los resultados de la gestion. Podemos agregar, siguiendo a Golder, que las coaliciones preelectorales brindan la ocasion de combinar los mejores rasgos de la vision mayoritaria de la democracia (“accountability” incrementada, transparencia, identificacion clara del gobernante, mandatos fuertes) con los de la representacion proporcional (amplia oferta de opciones, mas ajustado reflejo de las preferencias de los votantes en la legislatura).
Estas ventajas, de todos modos, se hacen realidad si las coaliciones logran un buen desempeno en la gestion; si eso no sucede puede que el resultado sea el inverso y se potencien los rasgos personalistas, hegemonicos y excluyentes: dado que las crisis de las alianzas gobernantes
suelen conducir al debilitamiento de la autoridad, e incluso a la caída de los presidentes, y dado que en los sistemas presidencialistas no existe la posibilidad de adelantar los comicios para crear un nuevo gobierno, su mal desempeño puede significar un gran perjuicio para las democracias. La historia reciente argentina también ofrece varios ejemplos al respecto, que ayudan a entender la pérdida de prestigio y la fragmentación de nuestros partidos en los últimos anos […]
Las coaliciones electorales son alianzas entre partidos, o entre facciones mas o menos diferenciadas y organizadas de distintos partidos, que compiten bajo un lema común durante un periodo de tiempo suficientemente largo como para compartir recursos organizacionales y
financieros, y distribuirse segun criterios consensuados y en lo posible reglados, los cargos de representación obtenidos.
Agreguemos que al menos dos de los socios deben tener una mínima relevancia electoral, para que su participación en el lema compartido, o su interrupción, sea significativa para las contrapartes. Una clausula
El llamado “no peronismo” siguió dividido en la oposición, lo que limito su eficacia electoral. necesaria, en nuestro caso, para diferenciar situaciones en que efectivamente hay cooperación entre fuerzas políticas distintas de otras en que simplemente una de ellas simula que la hay, con la ayuda de sellos partidarios irrelevantes.
Las coaliciones legislativas, en tanto, son acuerdos preelectorales, o poselectorales donde se dan mecanismos similares a los recién mencionados para futuras elecciones, que dan lugar a entendimientos para que dos 0 mas bloques de legisladores voten coincidentemente en el Parlamento sobre una amplia variedad de temas.
Las coaliciones de gobierno, por ultimo, son acuerdos que agregan a los anteriores cierto entendimiento para el ejercicio de cargos ejecutivos conquistados, para lo cual se conforman gabinetes y se distribuyen otros cargos relevantes de gestión entre los aliados, con miras a ejecutar un programa político común. Lo que supone que estas acciones comunes buscaran perdurar en el tiempo lo suficiente para concretar algunos objetivos programáticos Las dificultades para la transición exitosa de una coalición electoral a una legislativa
vy. mas todavía, desde aquellas a una de gobierno pueden provenir de las condiciones y los objetivos con que las primeras se conformaron. También pueden influir problemas que intervienen al momento de poner en funciones la administración electa. Finalmente, a los anteriores puede sumarse un tercer conjunto de inconvenientes: los que resultan del avance de la gestión y la inminencia de nuevos desafíos electorales.
Estos pueden complicar la consolidación de la coalición, al debilitar los compromisos previamente asumidos sin que se generen otros nuevos en su lugar.
Fuente: Noticias
Por Marcos Novaro
“SOCIOLOGO Y DOCTOR EN FILOSOFIA. Investigador principal del CONICET, dirige el Centro de Investigaciones Políticas (CIPOL). Su último libro publicado es “Por qué es tan difícil gobernar la Argentina. Y como nuestros presidentes y coaliciones podrían hacerlo mejor” (FCE), del cual este texto es un fragmento.