Fuente: La Nacion Ideas
Autora: Rachel Laudan
Gastronomía e imperio se toma muy en serio el hecho de que somos animales que cocinan. Las sociedades humanas, desde algún momento al principio de su historia, comenzaron a depender de la comida cocinada, y comían alimentos crudos sólo como complemento. Cocinar –es decir, transformar en algo comestible la materia prima de la comida, predominantemente plantas cosechadas y productos animales– era difícil, consumía mucho tiempo y requería enormes cantidades de energía humana. Fue –y sigue siendo–una de nuestras tecnologías más importantes, ha provocado siempre análisis y debates y se interrelaciona con nuestros sistemas sociales, políticos y económicos, con la salud y la enfermedad, así como con las creencias éticas y religiosas. La pregunta que se hace Gastronomía e imperio es: ¿cómo ha evolucionado la cocina a lo largo de los últimos 5 000 años?
Sugiero que una parte significativa de la respuesta a esa pregunta puede obtenerse rastreando la secuencia de media docena de las principales familias culinarias. Estos estilos de cocina se expandieron uno detrás de otro por enormes regiones de la superficie terrestre y siguen siendo claramente rastreables en la geografía culinaria mundial. Cada familia tenía sus ingredientes, técnicas, platos, alimentos y formas de comer preferidos. Cada una se formó con base en una filosofía culinaria que definía lo que era cocinar y cómo se relacionaba la cocina con la sociedad, con el mundo natural (incluido el cuerpo humano) y con lo sobrenatural. Las filosofías culinarias siempre estuvieron sujetas a la crítica. Cuando estas críticas alcanzaron un punto crucial, se construyeron nuevas cocinas a partir de los elementos de la cocina anterior. A veces, una nueva cocina era adoptada como la cocina de un Estado. Puesto que los Estados que tenían más vasta extensión eran considerados imperios, ésta es también la historia de la interacción mutua entre los imperios y las cocinas, y de cómo las cocinas de los Estados e imperios exitosos fueron cooptadas o emuladas por sus vecinos, lo cual dio cuenta de su amplia difusión. Tras estos pasos vinieron cambios en el comercio y en la agricultura.
Por encima de la historia de estas cocinas se despliega una historia más dilatada. Las que hace 3000 años resultaron más exitosas (en cuanto a su consumo por parte de un mayor número de personas) fueron las que estaban basadas en granos. Debido a que los granos almacenables permitían la acumulación de riqueza, los ricos y poderosos podían degustar cocina, mientras que el resto de la población consumía alimentos más humildes. En la medida en que quienes accedían a la alta cocina tenían los medios económicos para instalar cuartos de cocina enormes y financiar innovaciones culinarias, las diversas manifestaciones de la alta cocina son el foco principal de Gastronomía e imperio. Pero este libro también cuenta la historia de las inequidades y las penalidades causadas por esta división culinaria entre la alta cocina y la cocina humilde, así como de la manera en que esta segmentación se desmanteló parcialmente, al menos en las zonas más ricas del mundo, a lo largo de los últimos dos siglos.
El análisis que configura este libro comenzó a cobrar forma cuando viví en las islas hawaianas, observatorio natural de la historia de la comida. Alejadas de cualquier otra masa de tierra, antes de la llegada de los seres humanos, las islas no contaban con casi ningún producto comestible a excepción de aves no voladoras, un helecho, algas marinas, pescado y dos tipos de bayas. La boyante escena culinaria que ahí encontré había sido creada por tres oleadas de inmigrantes, cada una de las cuales trajo consigo un paquete culinario para recrear lo que comía en su tierra. Los primeros en llegar, los hawaianos, provenían de Polinesia, probablemente entre los siglos III y V d.C., y trajeron consigo en sus embarcaciones provistas de batangas una docena de plantas comestibles, incluido su alimento básico, a saber, la planta del taro o la malanga –también conocida como bituca, quiquisque y ñame–, así como perros, pollos y cerdos. Usaban hornos subterráneos para cocer el taro o la malanga, aplastándola hasta convertirla en una pasta, y la comían metiendo los dedos en un recipiente integrado por la cáscara dura de una calabaza o alguna otra fruta o legumbre. Acompañaban la pasta con pescado o, en el caso de los nobles, con cerdo. Sazonaban la carne con sal y una gran variedad de algas marinas.
Los siguientes en llegar entre fines del siglo XVIII y a lo largo del XIX fueron los “anglos”, los ingleses y los estadunidenses, que llevaron consigo ganado vacuno y harina de trigo. Horneaban el pan de trigo en hornos de colmena y rostizaban la carne a fuego abierto, y más tarde cocinaron en estufas u hornos cubiertos. Comían en platos, usando cuchillos y tenedores; sazonaban sus platillos con sal y pimienta, y los servían con gravy. La tercera ola de inmigrantes provino de Asia oriental –China, Japón, Corea y Okinawa–, a finales del siglo XIX, para trabajar en las plantaciones. Sembraban semillas de diversas variedades de arroz saborizado, erigían molinos de arroz, construían estufas domésticas y cocinaban usando woks. Los asiáticos del Este cocíanno el arroz al vapor y freían o también cocían el pescado y el cerdo en la estufa; comían en tazones, usando palillos, y sazonaban sus platillos con condimentos hechos a base de soya o pescado.
Cada una de estas tres clases de comida estaba fincada en una filosofía culinaria que reflejaba las creencias de los comensales sobre la divinidad, la sociedad y el mundo natural, incluidos sus propios cuerpos. Los hawaianos reverenciaban el taro o malanga como regalo de los dioses; asimismo, impusieron una serie de restricciones y tabúes sobre la comida para distinguir a los nobles de los plebeyos y a los hombres de las mujeres, y usaron sus conocimientos sobre plantas medicinales para mantenerse saludables. Los anglos, principalmente protestantes, daban gracias por el pan de cada día, preferían la comida sencilla que minimizaba las diferencias sociales y consideraban que el pan y la carne de res eran los mejores carbohidratos y proteínas para mantener la salud y la fuerza. Los asiáticos del Este, sobre todo budistas, apreciaban primero que nada el arroz, ofrecían comida a sus antecesores para fortalecer los lazos familiares y buscaban mantener la salud balanceando comidas calientes y frías. Aunque en la segunda mitad del siglo XX surgió una fusión de “comida local”, en los hogares y en los restaurantes étnicos las cocinas hawaiana-polinesia, anglo y asiática se mantenían bien diferenciadas.
Cuando escribí acerca de estos tres tipos de cocina en el libro The Food of Paradise: Exploring Hawaii’s Culinary Heritage (1996), caí en la cuenta de que esta historia se contraponía a la del proceso que, según había considerado antes, era la regla en la historia de la comida, esto es, la narrativa que habla del lento desarrollo de la comida de los campesinos y de cómo ésta gradualmente se va refinando hasta trocarse en la alta cocina. Las cocinas de Hawai no habían sido creadas a partir de la exuberancia natural de las islas porque no existía. No habían evolucionado en un lugar concreto sino que fueron transferidas casi sin cambios a lo largo de miles de kilómetros de océano y se mantuvieron en las islas durante aproximadamente un siglo o, en el caso de la comida hawaiana, durante muchos siglos. Me pregunté si era posible que las cocinas de Hawai no fueran la excepción sino la regla. ¿Sería verdad que las cocinas de todo el mundo habían sido moldeadas por transferencias a lo largo de distancias similares, y que estas últimas se habían vuelto invisibles por la construcción de historias nacionales o regionales marcadas por la continuidad? Si este fuera el caso, las cocinas, las filosofías culinarias y las transferencias de esta índole podrían ofrecer las herramientas analíticas para construir una historia más amplia de la comida. Tendría que tratarse de una historia del mundo, porque si hasta la comida de lugares tan pequeños y remotos como Hawai había sido creada por movimientos mundiales de personas, ideas y técnicas, lo mismo tendría que ser cierto para las cocinas de las zonas menos aisladas y más conspicuas del planeta.