Radicado en Milán y de visita en la Argentina para presentar La pérdida del deseo, su último libro publicado por el Fondo de Cultura Económica, Luigi Zoja (Varese, 1943) es economista, psicoanalista de la escuela junguiana (también llamada psicología analítica) y ensayista. Luego de licenciarse en Economía, estudió en el C.G. Jung-Institut de Zurich, en donde fue nombrado profesor regular. De 1984 a 1993 se desempeñó como presidente del Centro Italiano di Psicologia Analitica (CIPA), con sede en Roma, y entre 1998 y 2001, de la International Association for Analytical Psychology (IAAP), institución fundada en 1955 en Zurich, que congrega a los psicoanalistas formados en la teoría de Carl Gustav Jung de todo el mundo. Autor de una obra traducida a catorce idiomas, Zoja recibió en 2002 y 2008 el Gradiva Award, una distinción que otorga anualmente la National Association for the Advancement of Psychoanalysis de Estados Unidos a los libros que promocionan la psicología y la psicoterapia. En español, Paidós ha publicado Drogas: adicción e iniciación. La búsqueda moderna del ritual (2003) y posteriormente el Fondo de Cultura Económica, tres obras: Paranoia: la locura que hace la historia (2013), La muerte del prójimo (2015) y Los centauros. En los orígenes de la violencia masculina (2018).
Ligado a la Asociación Junguiana Argentina y a la Asociación Argentina de Psicología Analítica (Asapa), Zoja viaja una vez al año al país, aunque esta vez lo realizó para presentar la traducción de La pérdida del deseo, publicado en italiano por Einaudi en 2022, en la 48ª Feria Internacional del Libro de Buenos Aires. Unos días antes de la inauguración del evento, la entrevista que sigue se llevó a cabo en el pequeño y cálido departamento que Zoja posee en San Telmo, en un antiguo edificio sin ascensor, y donde se hospeda el mes (ya prefijado por agenda) que permanece en la Ciudad durante sus viajes anuales. El tema del diálogo trató sobre las principales ideas vertidas en La pérdida del deseo, pese a la tendencia de Zoja a la dispersión y las digresiones, llevado por la misma dinámica del problema que se abordaba. En cualquier caso, resultaba evidente (también para el fotógrafo de PERFIL, que se quedó toda la entrevista, muy interesado) la pasión de Zoja por el universo concomitante de eso que él mismo llama, en un español algo italianizado, “la baja del deseo sexual en Occidente”.
—Su libro despierta muchas preguntas acerca del crespúsculo de la sexualidad y del erotismo que se registra en las sociedades occidentales, al menos en las que pertenecen al Norte Global, sobre la base de estudios de campo, sondeos, encuestas y estadísticas. En cuanto el libro, oscila, me parece, al explicar el fenómeno. ¿A qué se debe esa caída del deseo sexual? ¿A una saturación del sexo, a una pérdida del sentido de este o a una especie de ciclo donde a la expansión del deseo sexual le sigue el retraimiento? ¿O a todo eso junto?
—A todo junto, porque seguramente es multifactorial. Pero yo soy solo un psicoanalista, con una formación también un poco sociológica. No soy un gurú universal. Pero claro que este fenómeno se conecta con muchas tendencias de nuestra sociedad, y con proyecciones que se hicieron en el siglo XX, y parcialmente en el anterior, acerca de la ciclicidad de algunos movimientos. Por ejemplo, Marx preveía una crecida de la producción capitalista hasta una crisis de hiperproducción, y Malthus hablaba de un crecimiento exponencial de la población. Hoy en día, hay un decrecimiento poblacional. Iván Illich, en el siglo pasado, advertía sobre la contraproductividad y los nuevos problemas sociales que generaba una productividad excesiva. Del mismo modo, con la gran revolución de Freud, la sexualidad se liberó y hubo una expansión en cantidad y en la tipología sexual, llamada en todas las lenguas, creo, minorías sexuales. El problema, como se empezó a ver hacia fines de siglo, es que ese incremento no era indefinido. Es lo que observamos en las últimas décadas: una baja del deseo sexual.
—No niego que se trate de un fenómeno multifactorial. Aun así, debe haber algún factor o factores más importantes que otros.
—Sí, para mí muy impactante, es la confusión y la falta de educación en general, no solo sexual, de las nuevas generaciones, debido al exceso de empleo de pantallas. En ese sentido, no estoy de acuerdo con los que demonizan las pantallas, pero es claro que no tenemos un buen uso de ellas, en especial los chicos. Mi esposa, que es psicoanalista de menores en Italia, ha atendido a muchos niños de la escuela media y elemental con problemas de adicción al porno que se difunde por internet. El más joven, un niño de 7 años. No es necesario ser un especialista para entender que esos niños, cuando crezcan, tendrán una sexualidad alterada y que hoy entonces necesitan terapia. Es loco por parte de los padres, en este caso, que son de clase media alta, con una buena instrucción, y les regalan todo a sus hijos porque trabajan demasiado y tienen sentimientos de culpa.
—¿Cómo se manifestaba esa adicción al porno?
— Confusión, confusión en general. Mi esposa decía, siempre reservadamente por su secreto profesional, que el niño le preguntaba qué era el porno, y que eso le daba asco, pero que no podía dejar de mirar. La consecuencia más inmediata era falta de concentración en las tareas escolares y en la escuela.
—Por lo tanto, la pornografía digital sería un factor decisivo en la merma del deseo sexual.
—Claro, las imágenes excesivas de referencia sexual, pero también las imágenes de los influencers de las redes sociales. Actualmente parece que casi la totalidad de los varones miran porno y, lo que es una novedad, la mayoría de las chicas, aunque ellas siguen más a las mujeres influencers. Es una influencia mala, porque mirando las imágenes perfectas y extremadamente bellas de las influencers se transforman en sus modelos, no la madre o la hermana mayor. La chica normal que toma como modelo a la influencer, siempre más bella y más rica que ella, comienza a sufrir de complejos de inferioridad y tiene problemas con su cuerpo y con su alimentación. Eso expresa una desconexión con los instintos.
—¿Eso quiere decir que la pornografía hace de modelo de las relaciones sexuales?
—Sí, algo totalmente falso. Las niñas que tienen esta influencia se cortan los brazos, y esos casos están creciendo en Europa y en todo el mundo. Se cortan para ver la sangre, para sufrir, una patología muy complicada que ya existía en el siglo pasado. Es uno de los grandes problemas de la posmodernidad. Parece que, en Rusia, porque yo digo lo que pienso sobre Putin cuando un periodista me pregunta, la primera edición rusa de Paranoia: la locura que hace la historia no salió porque contiene alusiones a la locura paranoica de Stalin, dicen que muy admirado por Putin. También se publicó en China, que tampoco es una democracia, pero hay reglas institucionales para lo que se publica.
—En “La pérdida del deseo” se establece un vínculo entre la caída del deseo sexual y los regímenes políticos conservadores y autoritarios. ¿Esa relación qué expresaría?
—Expresa el rechazo de la cultura occidental, entre otras cosas, que se manifiesta respecto de la sexualidad, puesto que la sexualidad, en su historia, nunca fue neutral para la religión o para el poder político. Después del Renacimiento, la sexualidad se volvió más libre, hasta el siglo XIX, que aumentaron los controles. Los estudios de Freud reaccionan a eso. Actualmente, Putin hace con las minorías sexuales lo que Hitler, que era paranoico, hacía con los judíos como chivos expiatorios. En Europa se sigue intensamente lo que sucede en Ucrania. Putin ha dicho en su oportunidad que la confrontación de Rusia con el Occidente es cultural. Para él una cultura como la occidental, donde nacen niños que no son de mamá y de papá, y que permite a las parejas gay tener y criar hijos, es corrupta y está destinada a colapsar. Es la misma conexión entre política y sexualidad que encontramos en Hitler respecto de los homosexuales.
—De modo que hay una doble pinza para debilitar el deseo sexual. Por un lado, una hipertrofia de signos sexuales y por el otro, como reacción, un puritanismo recalcitrante.
—Sí, eso me parece muy correcto. Por lo menos yo trato de denunciar en La pérdida del deseo tanto lo uno como lo otro, y de preguntarme qué podemos hacer. Claro que la solución no es prohibir las pantallas, ni enviar a las minorías sexuales a campos de concentración. Como decía anteriormente, hace falta mucha más educación, primero en las familias, y luego en la escuela, en todos los niveles. Es muy difícil parar la industria pornográfica, porque también tendríamos que parar internet. Actualmente, los adolescentes consumen demasiada pornografía en las pantallas y hay, entre ellos, casos terribles de impotencia. Son intimidados por actores pornográficos que son como King Kong sexuales, con erecciones que duran 24 horas. Algo totalmente falso.
—Falso, pero las imágenes porno se difunden ampliamente por el ciberespacio. ¿Cómo explica ese auge?
—Desafortunadamente, la pornografía es la inversión y la inflación de los modelos de sexualidad que tenemos. Traté esto en un librito, La muerte del prójimo. Quiero decir que hasta el siglo XIX, los modelos de la vida adulta eran los padres o las hermanas o hermanos mayores. Después empezaron los modelos exteriores, más hermosos que los familiares, en especial difundidos por la prensa ilustrada. Eran los modelos de Hollywood: ricos, famosos y bellos. Así se produce una crisis de los modelos parentales, sobre todo del padre y del patriarcalismo, que seguramente fue necesaria porque esa figura estaba conectada con excesos de autoritarismo. Estamos en una época pospatriarcal, pero no balanceada por valores femeninos. Estamos, como he escrito algunas veces, en una época neomachista. Entonces, siempre hay hombres que les pegan a las mujeres, incluso crecen los femicidios, porque expresa una prevalencia de lo masculino, pero de corto plazo, en el sentido de que busca resultados inmediatos. Como el macho que compite con otros machos por la hembra. En Italia empezó con la era Berlusconi, que compró casi toda la prensa y la televisión privada y pública y difundió un machismo soft. Berlusconi es el iniciador de la pospolítica, de lo que hoy se llama populismo. Entonces las capas más pobres y sencillas de la población, que eran de izquierda, se hicieron de derecha y procuraron imitar a Berlusconi, quien era un poco macho.
—Para no irnos de eje, Luigi. De algún modo, el crepúsculo de la sexualidad que investiga “La pérdida del deseo” ya se anunciaba en un ensayo de Jean Baudrillard escrito a fines de los años 80, “Después de la orgía”, si mal no recuerdo, en donde se refería a la transexualidad como un umbral más allá del sexo.
—La transexualidad es resultado de la confusión y también de causas orgánicas, quizá por la absorción de sustancias que están en el medioambiente, en particular el material plástico, que no es inalterable, como el vidrio. Hay que comer comidas conservadas en vidrio, no en plástico. Con el tiempo, el plástico se modifica y se transforma en sustancias que afectan a las hormonas. Se han hecho experimentos con ratones en La Sorbona y Dinamarca, en instituciones muy serias, donde en vez de probetas de vidrio se usaron de plástico, con el resultado que las nuevas generaciones de ratones mostraban, al nacer, problemas de bisexualidad. Hay pesquisas y bibliografía que nos dicen que, en el último medio siglo, el esperma masculino cayó a la mitad. En Europa no se usa más la cera para hacer brillar los pisos de madera, sino sustancias no naturales, que están por todas partes en nuestras casas y medioambiente y alteran nuestras hormonas. Probablemente estas sustancias no naturales están entre los responsables orgánicos, no solo psicológicos y culturales, de la crecida de la transexualidad e incluso de la intersexualidad. Este es un campo de investigación nuevo y complejo y se combina con el aspecto psicológico.
—En ese aspecto, en el cual usted es un especialista, ¿cuál es su opinión acerca de la transexualidad?
—Hace veinte años, cuando se iniciaron los estudios de transexualidad, la mayoría eran casos que transitaban del sexo masculino al femenino. Se consideraba por entonces casi una subespecie de la homosexualidad, con rasgos no solo psicológicos sino fisiológicos. Ahora, por el contrario, hay una fuerte mayoría de cambio del sexo femenino al masculino. Eso para mí, si puedo decirlo en términos de Jung, expresa el inconsciente colectivo que solicita como valor lo masculino.
—Pero, de ese modo, disculpe, el inconsciente colectivo no explica la transexualidad masculina.
—Pero hay muchos más sujetos masculinos en estado de incertidumbre, de confusión, sobre su sexualidad. Lo que se llama disforia sexual. De estos sujetos, la mayoría quería ser mujer como respuesta a un mundo masculino agresivo y competitivo. Ahora, la mujer participa de ese mundo competitivo y hostil. En ese sentido, digo, el inconsciente colectivo está muy masculinizado en sus valores. Esto explicaría el aumento de pedido de cambio de sexo en dirección del masculino. No quiero exagerar, para espanto de las feministas, pero la condición femenina actual no favorece a la mujer-mujer, a la mujer tradicional.
—Volviendo a la transexualidad masculina. A principios de los 80, en el libro “Horsexe”, la psicoanalista lacaniana Catherine Millot planteaba que la identidad de género de las mujeres transexuales era psicótica. Según Millot, recuerdo, se trataba de un “sexo de los ángeles”.
—Eso me parece uno de los posibles aspectos, pero solo uno de la confusión y la crisis de los valores occidentales en general, lo cual no es solo una idea de Putin. En su último libro, La Défaite de l’Occident, el intelectual francés Emmanuel Todd dice que nos hemos ilusionado con la eternidad de los valores occidentales. Algo que ya decía Oswald Spengler hace un siglo en una de sus obras más famosas, La decadencia de Occidente. He hablado de eso en un libro que no está traducido al español. En mi opinión, Occidente se encuentra hoy con límites y umbrales de todo tipo.
—¿Por ejemplo, el Antropoceno?
—Por ejemplo, que es el límite del desarrollo económico y tecnológico. En los años 80 participé de algunas reuniones del Instituto de Tecnología de Massachusetts, el MIT, con algunos científicos de Escandinavia. Como uno estaba casado con una psicoanalista junguiana, me invitaron para hablar de los aspectos psicológicos del impacto de las tecnologías. Por entonces se hablaba de los límites de los materiales naturales, como el petróleo y el cambio climático.
—Pero no de los límites de la psiquis.
—Exacto. A eso me refiero en mi libro Storia dell’arroganza: psicologia e limiti dello sviluppo, es decir, Historia de la arrogancia: psicología y límites del desarrollo, que no está en español. Por los años 70 y 80, Iván Illich, no sé si lo recuerda, analizó los efectos de la contraproductividad en tres áreas de la modernización desarrollista: la educación, la medicina y los transportes motorizados. Illich mostraba que, más allá de cierto umbral de crecimiento, el desarrollo comienza a producir consecuencias opuestas del fin que pretendía la industrialización. Crecen los ingresos, pero después las dificultades provocadas por el tráfico, la polución ambiental, las enfermedades respiratorias, etc. La contraproductividad crece con la productividad.
—En ese sentido, dramatizando un poco, la contraproductividad sexual, como efecto de la producción exacerbada de sexualidad, parece dirigirse a un umbral más allá del sexo.
—Sí, y lo interesante es que la baja del deseo sexual afecta sobre todo a las nuevas generaciones. Las investigaciones inglesas y otras nos muestran que hay un decrecimiento de la sexualidad en los más jóvenes, en comparación con la actividad sexual de las generaciones más grandes. Esto estaría revelando que, por primera vez en la historia, las personas adultas tienen más sexo que las generaciones más jóvenes. Los adolescentes, en particular, racionalizan su aplazamiento de la sexualidad y dicen, en la medida en que se han aceptado las minorías sexuales, que antes tienen que saber cuál es su sexualidad, heterosexual u homosexual, bisexual o incluso asexual. Por eso, para describir esta actitud, he empleado la figura retórica de la filosofía medieval del asno de Buridán, el caso del asno que, incapaz de decidirse ante dos montones de heno iguales y a la misma distancia, se muere de inanición.
—Pero no me contestó la pregunta.
—Personalmente, no creo que reemplacemos el acto sexual para tener hijos por las tecnologías reproductivas. Pero, para no ponernos sentimentales, yo le diría que hablemos de erotismo y no de sexualidad, porque no es la misma cosa.
—Desde luego.
—Por sexualidad se entiende un funcionamiento casi hidráulico, medible y observable como cualquier otro material. Pero al erotismo le debemos la mitad de nuestra creación poética y artística. Es decir que no podemos deshacernos del eros como si fuera una materia objetiva. Las nuevas generaciones tienen serias dificultades en distinguir la sexualidad del erotismo, que es el lado pasional del deseo, en particular por los excesos de pornografía. La masturbación no es lo suficientemente erótica. El gran liberador de la sexualidad, Freud, dice que también la ternura es necesaria, no solo la pulsión. En su época, la sexualidad no incluía el afecto, sino solo el aspecto funcional, tanto en el matrimonio como en las relaciones de los maridos con prostitutas.
—¿Pero la revolución sexual de los años 60 no modificó eso?
—La revolución sexual modificó y no modificó eso. Los tabúes cayeron, pero no se estructuró una alternativa sólida. Actualmente, Italia y España, donde los logros de la revolución sexual no se cuestionan, ni siquiera lo hace el gobierno derechista italiano, si bien existe la influencia de la religión católica, están entre las tasas de fertilidad más bajas del mundo.