Los estudios culturales se han ocupado de la relación entre la literatura para niños y el concepto que en cada época ha primado respecto a esa etapa de la vida. En esa tesitura, Charles Dickens (Reino Unido, 1812-1870), en plena revolución industrial supo decirles a los infantes acerca de la laboriosa miserabilidad de su existencia, aunque un divino milagro, en una de esas, podía llegar a endulzar algunas horas. Toda una novedad: recién a mediados del siglo XVIII mujeres y niños del pobrerío habían ingresado a la condición humana en su flamante carácter de mano de obra barata. Arrancaba el capitalismo y era necesaria toda la fuerza de trabajo disponible. Con los años, el sistema fue optimizándose. Lo promovía Disney; el trabajo duro resultaba el destino manifiesto y se realizaba cantando, como los enanitos de Blanca Nieves. Contemporáneos, los superhéroes actuales hacen presente la rotunda preeminencia de dos clases: la de los poderosos dotados de oscuras habilidades imbatibles y la gilada, desprotegida mayoría a quienes los seres fantásticos pueden cobijar y, por lo tanto, todo lo contrario también. Así que a quedarse piola y mirar el show, que está en todas partes y todo lo ve.
Con sutileza y escasas excepciones, la narrativa para niños continúa oscilando dentro de los márgenes que el sistema le presta. Por fortuna en forma esporádica aparecen los inadaptados que incumplen el plan maestro. Por ejemplo un energúmeno de barro que desconoce padre y madre, se raja, vuele medio roto y con un agujero en la cara hecho por una nena rubia. Al parecer, le quitó el cigarrillo que fumaba el tipo que la llevaba y lo apagó en la mejilla del pibe de barro. También le faltaban tres dedos, perdidos cuando se metió en una disputa ajena: tres hombres discutiendo, “sentados en un puente. Uno de ellos decía que Dios vivía en el río; otro, que en el cielo, y el tercero, que no existía”. Trasladada la duda al chico, respondió: “Las cosas se hicieron a sí mismas, así que todas son dioses”; lo fajaron. Leyéndola a la letra, la historia es aún un tanto más truculenta.
El Niño de Barro.
Menos que la de la niña piromaníaca, juguetona con el fuego (sin hacerse pis en la cama), protagonista de otra historia, la siguiente. Le dicen Niña Colérica por enojona, convencida de “que gritar es crear fuego ahí donde solo había palabras”. Es la que le quitó el cigarrillo al señor y se lo apagó al niño de barro en la cara. Pues en este universo impropio, donde los adultos fuman y los infantes se fajan mal, las llamas no destruyen sino que vienen a reclamar los objetos; donde habita “esa gente en la que no arde ni arderá nunca una llama de nada”.
Con tan impropias perspectivas, Betina González (Villa Ballester, 1972) deja – al parecer— el ámbito de la transgresión políticamente correcta por la cual su narrativa ha sido laureada con holgura, para incursionar en una trabajada escritura de contenidos nada sumisos. Tal vez por eso, tanto la envoltura estética como la caracterización de su reciente título Feria de fenómenos o El libro de los niños extraordinarios haya sido encuadrada en el anaquel de las letras dedicadas a la infancia, sin serlo del todo. Pues esta Feria… no se corresponde con ningún grupo etario en especial; pertenece a todos. Lenguaje, personajes, situaciones y condimentos fantásticos pueden almacenarse en el género pendejil, sin duda, aunque ese hecho desmerezca todos los otros rubros donde es capaz de incluirse sin disonancia alguna. Cuando, en rigor, lo apropiado sería un podio propio, sin sumirse en convencionalismos. Originalidad desplegada sin respiro en ocho historias y un centenar de páginas, merced a una editorial sin pruritos, animosa de lanzar un libro de estas características, a todas luces disfuncional a los códigos de las multinacionales que suelen publicar a la exitosa autora. Como solución de compromiso, las tan bellas como metonímicas ilustraciones interiores de Maxi Amici hacen de puente entre los dos estilos.
La autora, Betina González.
Más próximas a la crítica social que las aburridas provocaciones remanentes del difunto punk ochentoso, los infantes desatados de González surgen de matrices explícitamente imaginarias del promedio, comunes y corrientes, tal cual el Niño Melancólico, hecho bajo receta. Muestrario riguroso de mediocridad clasemediera, respeta hasta el paroxismo los detalles destinados a la destrucción simbólica. Sin importarle que pueda coincidir con la estética de algún lector, describe la casa familiar donde “predomina el mal gusto: los cuadros comprados en ferias, las paneras de plástico, las lámparas de bajo consumo, que emiten una luz blanca, de hospital o de heladería. Las paredes se descascaran, las arañas habitan en los muebles, en los corredores y los recovecos. Eso es importante para el niño. Tener rincones y placares donde esconderse”. El chico hace rebotar monótonamente una pelota y si “muriera a una edad temprana, ese sonido sería la forma que elegiría su espectro en sus visitas por la casa. (Si en vez de un varón, se tratara de una chica, no hay necesidad de cambiar la pelota por una muñeca. Las niñas melancólicas se sienten insultadas por la réplica con la que habrían de prepararse para la madre, la modelo, la heroína. Prefieren rebotar sus cabezas contra la pared, de todos modos)”.
Cruda tibieza cortada por el chorro congelante y en seguida la ráfaga que calcina, el tono impregnado por Betina González a la secuencia de sus párrafos “destinados a durar como sólo pueden hacerlo las palabras”, revolotean en un mundo donde las cosas “están hechas con Nada”, materia prima de su secreto: “No todos los peces viven en el agua ni todo sapo tiene su pozo propio (…), a veces, el que ríe último ríe peor”. Historias carentes de afán moral o, peor, pedagógico, avanza por senderos intransitados, donde cada tanto deja de ser preciso formular en forma explícita las preguntas que “mantienen la mente en movimiento” mientras “las respuestas, se sabe, le dicen que se quede quieta, y a la verdadera libertad, la quietud le resulta sospechosa”.
Lo extraordinario de Feria de fenómenos… reside en la sospecha de que es la propia autora quien pone en movimiento esa libertad que comienza a ejercerse sólo cuando cesa de predicarse.
Fuente: El cohete a la luna
Por Jorge Pinedo