Está bien que la religión es el opio de los pueblos, tal como parece indicar el dictum marxista, pero a veces se olvida que, engaño o no, es un sistema de interpretación de la realidad y, por lo tanto, un modo de accionar político, una forma de organizarse. El siglo XIX pareció haber ejercido todo tipo de críticas a cualquier idea en torno a lo divino un poco en esta línea: herederos, cada uno, del Spinoza del
Tratado teológico-político, los pensadores de la sospecha, el ya citado Marx, Nietzsche y Freud le encontraron los pies de barro al
dios del monoteísmo, no sin por eso dejar de admirar, celosamente, en algunos casos, las ventajas y ganancias producidas por más
de un sistema religioso. De ahí que este “regreso a lo divino” por el lado de las AltRight sea como aquello que Deleuze y Guattari, ya en el siglo XX, entendieron como la súbita transformación fascista de todo intento de fuga frustrado. Por más que uno tilde a ambos pensadores de padres de la posmodernidad, a favor o en contra, en algo tenían mucha razón: si la fuga de las opresivas ideas de la tradición no se hacía con prudencia y constancia, el peligro del regreso ultraderechoso estaba casi asegurado. El mundo en el que estamos es la prueba de ello. Pero a la lista decimonónica corresponde sumar un nombre más, de algún modo, alguien que con una
prosa tan llana como satírica supo ver y hasta mofarse del corazón del gran país del norte, ese que encabeza hoy (junto con otros países más al sur) la lista de los que creen en las fuerzas del cielo. Mark Twain fue autor de varios textos antirreligiosos y un crítico mordaz de la manera en la que el nombre divino sirvió para justificar tanto las violencias sobre uno como sobre los demás. El gran problema es que esos trabajos se han mantenido prácticamente inéditos hasta la salida de Contra la religión, una reunión de las entradas más rabiosas de
uno de los padres de las letras norteamericanas contra ese enemigo invisible, pero constante: la fe en lo trasmundano.
Así, en entradas fechadas en el año 1906, en pleno proceso de escritura de su autobiografía, Twain comienza a repasar las inconsistencias en el credo cristiano al mismo tiempo que apunta a las consecuencias prácticas de esas afirmaciones. En “Los defectos de la Biblia” (20 de junio), señala cómo el libro divino parece armado con diferentes mitos de otras religiones a los que las Sagradas Escrituras le
ponen un copyright occidental, desde el diluvio babilónico hasta las reglas de Confucio. Después, en la entrada del 22 de junio, procede a repasar las masacres históricas de pueblos considerados enemigos, antecedentes en el mundo cristiano de las masacres de finales del siglo XIX, como la brutal masacre de judíos en Rusia, por caso, que repite a su modo la Masacre de San Bartolomé, en donde el público objetivo de la matanza fue el compuesto por una gran cantidad de hugonotes (calvinistas franceses). Pero a eso hay que también sumarle la manera en que la iglesia apoyó la muerte de varias personas en diferentes partes del mundo con el objetivo de mantener una tensa paz, un progreso que estaba sostenido en la fe como herramienta para no ver y justificar, y en el cinismo organizado. “No hay naciones pacíficas hoy día -salvo las infelices naciones cuyas fronteras no han sido violadas por el evangelio de la paz-. La cristiandad entera es un campamento de soldados”, concluye con una pesadumbre que sobrepasa los límites del estilo cómico característico de Samuel Clemens, nombre real de Twain.
La agresividad de la pluma del autor norteamericano, considerado por varios como padre de esa literatura junto con Hawthorne (también crítico de las costumbres religiosas en La letra escarlata), Melville (que llenó de referencias bíblicas la lucha contra su Leviatán, Moby-Dick) o el mismísimo Poe, es palpable, sin dudas. Pero ¿cómo es que estos textos recién en ediciones como Contra la religión pudieron ser conocidos?
El propio Twain consideraba que podrían leerse en un futuro muy lejano: lo que escribió no podrá ser “visto por ojo humano antes de la edición de 2406 d. C.”, opinó jocosamente. Y no fue la voluntad del autor la que nos privó de estas lecturas, tan en consonancia con el responsable de clásicos como Las aventuras de Huckleberry Finn o Un yanqui en la corte del rey Arturo. La hija de Twain, Clara, temerosa de las consecuencias que podrían dispararse tras la circulación de estos textos de su padre, se encargó de evitar su circulación hasta el año 1963, cuando estos fragmentos aparecieron con el título “Reflexiones contra la religión” en el número de otoño de The Hudson Review. La hija de Twain, que había abrazado la religión cristiana científica, era muy cercana a Mary Baker Eddy, fundadora de la así llamada “ciencia cristiana”, la cual sostiene que ciertos principios científicos, sobre todo, relacionados con la medicina, emergen de un
íntimo y honesto conocimiento del Señor.
El gran problema que uno de los nombres propios que aparecen con más fuerza en estos textos de Twain es el de la querida Mary, considerada una más dentro de la lista de estafadores que se han aprovechado de la buena voluntad de las masas para armar sus
dogmas. Ambos, Twain y Mary Baker Eddy, murieron en el mismo año, 1910: Clara tuvo que elegir por uno de los dos caminos que allí aparecían, y por casi 60 años, casi hasta su muerte, se quedó por la iluminada y autoproclamada seria vía de la religión seudocientífica.
Contra la religión es un libro escueto, pero mordaz: va al hueso y se planta como un testimonio menos contra la religión que contra la censura, mejor, la censura provocada por los herederos del artista. Y es que, en los fragmentos finales, Twain entiende que hay un dios, pero poco tiene que ver con ese Comandante de los Cielos que manda a masacrar al prójimo o que fuerza los hechos para que cosas inverosímiles, supuestamente, sucedan. Muy por el contrario, dios, para Twain, es quien nos creó, el que impulsa nuestras mejores ideas y el que, de algún modo, nos lleva a descubrir cosas que antes ignorábamos. Ese impulso primero y último, el Primer Motor, para decirlo
con Aristóteles, es el intento de un hombre descreído por reencontrarse con lo divino por fuera de los atosigadores planes de los
falsos profetas, de los engañados que quieren seguir en el engaño, de los violentos corderos que se creen leones. En el texto final, el autor se encuentra con el último autor de todo, cuando en “El dios de Mark Twain” el escritor norteamericano afirma que, para él, la divinidad es “el perfecto artesano, el perfecto artista”. ◆
Fuente: Página 12
Por Fernando Bogado