Los 51 textos reunidos en Trastornos en la sobremesa literaria fueron publicados a lo largo de más de tres décadas, en diarios y revistas argentinas –en su mayoría–, pero también de México, España, Perú y Francia, entre 1974 y 2008. En el prólogo se dice que: “Desde 1974, empujado por razones económicas y, junto con esto, urgido por motivos políticos, David Viñas había empezado a viajar a distintas universidades de Estados Unidos y de México para impartir clases”. Cuando se produjo el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976, el escritor estaba trabajando en California. Advertido de los riesgos de volver a Buenos Aires, se instaló en Madrid. En ese período atroz, su hija María Adelaida y su hijo Lorenzo Ismael, fueron secuestrados y desaparecidos cuando tenían 22 y 25 años, respectivamente. Durante ocho años dio cursos en algunas ciudades europeas y escribió artículos para distintas publicaciones internacionales. En 1981, dirigió un número de la revista dirigida por Jean Paul Sartre, Les Temps Modernes, dedicado por entero a la situación argentina.
“El estilo es el hombre”, solía repetir Viñas. Decía que el estilo es el público al que se pretende convencer, y también la mujer (o el hombre) a la que se quiere seducir, concluyendo que un estilo es defectuoso si no tiene en cuenta a los otros. Novelista, cuentista, dramaturgo, estudioso de la literatura argentina, David Viñas era un punto de referencia incómodo y desafiante en el mundo intelectual. Adolecía de un empecinamiento, no rehuir nunca al riesgo de la crítica: “No se olvide que, por una antigua definición, el hombre es un animal político. Pero si se le sustrae lo político, se queda en animal. No por nada los esfuerzos de despolitización masiva caracterizan a todos los regímenes reaccionarios o represivos”.
Los temas que se recorren en el libro abarcan todo el arco de la historia argentina, van desde Juan José Castelli a Menem, desde el establishment consolidado en los años de Roca hasta los mandamases de nuestros años más recientes, cuyo poder permanece intacto. Se demora en el coronel Falcón, quien, no sólo simboliza las represiones más duras previas al primer Centenario, “sino que condensa sobre sí las condecoraciones de mayor prestigio para los militares de su generación”, y fue premiado imponiendo su nombre a la escuela de policía y a una calle que se prolonga culebreando hasta Liniers. Liquidador de indios, paraguayos y montoneros, Ramón Falcón “había perfeccionado su renombre de civilizador desparramando briosamente, al mando de sus cosacos, la serie inquietante de malones rojos que solían avanzar desde La Boca y Barracas, rumbo al norte de la ciudad”.
Fundamenta su posición crítica frente a Sarmiento, ante la línea ideológica impregnada de liberalismo elitista que lo santificó sin matices. Su enunciado respecto al prócer sanjuanino es: “Fue un gran burgués, ni beato ni perverso; el que con mayor eficacia enunció la serie de respuestas a los problemas más urgentes que planteaba el siglo XIX argentino”. Plantea de esa manera algunos puntos de partida ineludibles para una evaluación más fecunda de esa figura clave del pensamiento y de la política de nuestro país.
Polemiza con la figura de Borges. Sobre todo, cuando fue condecorado por Pinochet: “Uno de los mayores escritores en lengua española actual es exaltado por el arquetipo de dictador fascista latinoamericano en 1976”. Y contrapone a ese escritor con otro: Rodolfo Walsh. “Si Federico García Lorca, por su obra y por su muerte ordenada por el fascismo, sintetiza la generación española de 1927, Rodolfo Walsh –por su producción literaria y por su final trágico ejecutado por el fascismo local– condensa esencialmente los comunes denominadores de la llamada generación de los sesenta”.
Recuerda párrafos enteros de sus conversaciones con Walsh o con el escritor cubano José Lezama Lima, a quien recuerda siempre detrás del humo de su habano monumental: “Explicó que los mejores cigarros eran los de Por Larrañaga, cuya hoja provenía de una antigua laguna seca, casi en el extremo sur de Pinar del Río”. En fin, Trastornos en la sobremesa literaria, es un libro rebosante de líneas de análisis, perspicacias analíticas y anécdotas que nos recuerdan a uno de nuestros mayores escritores contemporáneos.
La leyenda de los guerreros chiíes
Se afirma que en la época de las Cruzadas (hacia el año 1100 aproximadamente), una secta de terroristas musulmanes mataba a cristianos, dopándose previamente con hashish o hachís, tal y como registra ahora el diccionario castellano; una droga que se obtiene a partir de la resina del cáñamo y con potentes efectos psicotrópicos. Esa secta la conformaban los guerreros chiíes y había sido fundada por Hasan Ibn Sabbah, quien al parecer había nacido en la ciudad persa de Qom, en el seno de una familia originaria del Yemen. Se decía que a temprana edad ya había decidido consagrarse a la teología.
Hasan se percató enseguida del enorme descontento popular ante el gobierno de los sultanes selyúcidas, que habían conquistado el país unas décadas antes. Los chiíes eran muy pocos en número, pero lograron sembrar el terror entre sus enemigos al especializarse en la guerra asimétrica, antecedente incuestionable del actual terrorismo. Sus soldados se dedicaban a cometer atentados contra los líderes de sus enemigos. En ese contexto, se los empezó a conocer como los hashashin. Con el paso del tiempo, eso generó la palabra asesino, más sus similares en francés, inglés, italiano y el resto de los idiomas.
Fuente: Diario Hoy