“¿De qué hablamos cuando hablamos de amor? ¿Es tan distinto el amor pasional que la mayoría de la gente alguna vez ha sentido, del amor místico de Juancito de la Cruz o Teresa de Ávila? ¿O del amor hacia los pobres y hacia la naturaleza de Francisco de Asís, o del amor por el conocimiento de Juana Inés de la Cruz? ¿En qué se diferencia su amor hacia la Virreina del amor hacia la escritura o el saber?”, con estas preguntas, sintetizadoras del pensamiento que prima en gran parte de su obra, arranca uno de los tres poemas en prosa que integran La curva del tiempo, de Diana Bellessi.
En este libro en el que vibra pareja y brillante la palabra -característica bellessiana la de no abandonar en ningún momento la atención sobre el ritmo, el sentido, la musicalidad-, conviven escritos de diferentes momentos y estilos, desde el poema breve a una mayoría de larga extensión, desde una lírica pura a zonas con predominio narrativo; cada uno de ellos expresión de un enamoramiento por la vida que se devela más que nunca luz y sombra, diversidad en tensión que en igual medida genera dicha y sufrimiento.
Si a Diana se le pregunta cuánto tardó en escribirlo, no sabe con exactitud, pudo haber sido en la pandemia cuando surgieron los primeros versos, dice, quizás un poco antes. El tiempo, siempre relativo, en estas páginas es elástico y retorna al punto de origen, a la época del sueño por un deslumbrante continente imaginario que se hizo real en su viaje de 2016: “el oro de sus pastos y sus arbolitos// africanos como en un dibujo/ soñado de mis siete años! África/ de mi infancia hoy vuelta la arcadia/ de una isla soñada, real al mediodía”, dice en “Oh mío, o tuya quise decirle, toda de vos”. Y con la precisión del «mediodía«, Diana señala el punto máximo de la luz: el deseo cumplido a la hora en que todas las cosas se ven más sólidas e indudables y la existencia goza de fugaz plenitud.
Antílopes, jirafas, avestruces, búfalos en manada -que tiran tanto como una yunta de bueyes-, veloces guepardos corriendo por el Serengueti en Tanzania, todos estos pueblan su África, la ancha llanura hecha de versos donde no hay un solo Tarzán, un hombre rubio que la enamore así, como lo hicieron les niñes de Etiopía “con vestidos de colores, tan hermosos/ que se vuelven enigmáticos tras de mí/ en los mercados como corren por delante/ estos burritos de carga liberados del mal,/ del peso de Dios, en las iglesias ortodoxas cristianas”.
La misma aura
En Diana la poesía es, en este y en todos sus libros, una suerte de estado de iluminación que lejos de volverla a ella una budeidad, hace único, excepcional, a lo que mira; una exaltación no puesta en su yo sino en les otres, en lo otro. Pero “cuando voy de vos, hondo estoy en mí”, escribió en el poema Alondras, de 2002. Y es que por un ida y vuelta, esa exaltación retorna al ojo interior para fundir el adentro y el afuera bajo una misma aura, como en los versos de Juancito de la Cruz, “la amada en el amado transformado” o la poeta, en el poema.
El secreto, o más bien la revelación de su escritura es hacer despuntar en lo ínfimo lo sublime, desjerarquizar para llegar a la expresar un tipo de amor superador de esas diferencias que, por otro lado, hacen a la riqueza del existir.
En «Todo vuelve» dice: «El pequeño bisnieto de la mujer que amo/ acaricia el hocico de un burrito gris/ en medio de la nieve y me hace morir/ de amor, pequeñitos los dos y tan dulces/ como si estuvieran sobre el polvo/ de Etiopía retozando y no/ sobre la nieve patagónica del Sur».
“Fue recién tras haber sido recuperada la democracia, que Bellessi salió al ruedo en el ámbito local para convertirse en una figura fundamental de las letras y del feminismo.”
Las diferencias, las diez mil cosas como llama el budismo al conjunto infinito de elementos que integran el universo, reclaman y encuentran un lugar en la voz de esta santafesina, cuya obra extensa comenzó a hacerse en los ‘70 con Destino y propagaciones, publicado en Ecuador durante los años en que, sobreviviendo como obrera o artesana, recorrió a pie el continente americano. Probablemente haya sido este un viaje iniciático para su poesía que recoge en libros como Crucero ecuatorial (1981), experiencias compartidas con quienes se cruzan por su camino, o “héroes personales” como llamará más tarde en Mate cosido (2000) a esas relaciones, a veces ocasionales, que la nutren de invaluables enseñanzas.
Solo basta recordar el final del breve Love Story, uno de los poemas inolvidables de aquella publicación, donde una mujer con quien toma mate en la rivera del San Pedro, le relata haber recibido de su padre un consejo que la liberó de tomar malas decisiones cuando de amor se trata: “Sepa usted y para siempre,/ el corazón es una achura/ que no se vende«.
De regreso, Diana
De vuelta al país, tras el periplo que arrancando desde su pueblo, Zavalla, llegó al epicentro cultural del norte del continente, se refugió en una isla del Delta durante la dictadura sufriendo el contraste con su pasado inmediato: Nueva York y la segunda ola feminista, de la que formó parte, parecían un sueño estrafalario frente a la preocupación básica de conservar la vida.
“Acá no había nada. Yo quería hablar de esta novedad (del feminismo) con otras mujeres, me miraban como si estuviera loca; estaban ocupadas en otros asuntos y estaba bien que así fuera. Desaparecían cinco personas por día”, contó en una nota. Fue recién tras haber sido recuperada la democracia, que Bellessi salió al ruedo en el ámbito local para convertirse en una figura fundamental de las letras y del feminismo. Sus congregantes talleres se transformaron en núcleos para el pensamiento no solo literario, fueron además focos de reconocimiento dentro de una comunidad ávida de espacios de producción y reflexión. “Todas estaban saliendo afuera en ese momento y empezaron las lecturas. Las mujeres tendíamos a agruparnos. Fueron años muy bonitos los ’80. Algunas avezadas pensábamos en términos feministas, pero yo nunca en términos separatistas. Hubo muchos lugares, como la casa de Las lunas y las otras, donde el tópico lesbiano feminista aparecía en los poemas que se leían en el ciclo de los viernes. Siempre fueron una vanguardia las lesbianas”, concluye Diana.
En 1993 recibió la beca Guggenheim por El jardín, un libro que contiene uno de los poemas más extraordinarios de nuestra tradición, el que comienza diciendo: «He construido un jardín como quien hace/ los gestos correctos en el lugar errado./ Errado, no de error, sino de lugar otro,/ como hablar con el reflejo del espejo/ y no con quien se mira en él».
Cinco años antes de esta publicación, hubo otra que desafió por donde se las mire las coordenadas de la época al proponerse recorrer el cuerpo lesbiano como tópico y como experiencia rupturista del lenguaje, se llamó Eroica. Algo más que una inspiración, Eroica fue la poetización de los deseos personales que le dan sentido a una vida.
Pero antes de la aparición de estas dos perlas, en 1984, salió a la luz la primera versión de “Contéstame, baila mi danza”, una antología de textos de seis poetas norteamericanas traducidas por Diana, cuyo título surge de un verso de Muriel Rukeyzer. Cuando la escuchó leer este poema en un recital en NY, cuenta, quedó prendada y al tiempo comenzó a traducirla. La compilación de “Contéstame…” fue constantemente “engrosada” y llegó a su última versión en 2019 con trece poetas incluidas, entre ellas la misma Rukeyzer, Úrsula Le Guin, Adrienne Rich, Judy Grahn, Lucille Clifton, Irena Kelpfiz y June Jordan.
En su prólogo a esta edición, dice Bellessi respecto de la “región” elegida para consagrar tantas horas de apasionada traducción: “¿Cual es la mía? En primer lugar la poesía norteamericana. Particularmente aún más: de este siglo. Aún más: de poetas mujeres y con un énfasis: contemporáneas de extrema artisticidad y al mismo tiempo “fuera de la ley”. ¿En qué sentido? En su revisión del mundo cultural otorgado, en su esfuerzo por lograr la propia plena humanidad y el derecho a la humanidad de los otros, los que quedan fuera del márgen demarcado por centros visibles e invisibles del poder (…) Voces alertas al pulso de la historia, a la delicada humanidad que se despliega en construcciones culturales diferentes; derecho del deseo y de la vida; pero nunca devoradas por el axioma previo, por la ideología racional puesta en primer plano que mata la aventura y el misterio de la escritura (…). Voces ‘fuera de la ley’ del discurso canonizado”.
Yo te adoro, vida mía
Ni el total de títulos publicados -veinticinco-, ni los reconocimientos recibidos -el Premio Nacional y el Kónex a la trayectoria, por ejemplo-, ni afirmar que su estilo hizo escuela en las generaciones que siguieron -sobre todo en poetas mujeres, lesbianas y no binaries-, o que la influencia de su pensamiento literario, inalienable de su concepción política, sea totalmente insoslayable para la poesía argentina.
Nada de lo que hizo: volver a sus talleres dispositivos para encauzar el deseo de escribir y publicar, estimular generosamente la obra de les alumnes en la intimidad de sus clases, alentar la creación de editoriales y revistas independientes, citar nombres noveles en sus entrevistas para sacarlos de la anonimia y facilitarles oportunidades. Digo, quizás ni la suma de todo esto tan valioso y poco común, nos permita conocer más de Diana que la lectura de sus poemas.
Como la achura de Love story, su corazón abierto -su voz- no elige venderse, tomar atajos, traicionarse a sí mismo. Desde hace un tiempo, suele cerrar sus recitales con un extenso poema que toca uno de los puntos más altos de La curva del tiempo y del que cito a continuación un fragmento.
Se llama «Con la bordona oscura que abandona el invierno» y en sus versos, entre el éxtasis y la melancolía, se reza una irrenunciable devoción por la vida. Dice: “con la bordona oscura que/ abandona el invierno, vida en sucesión/ te adoro!/ y fracaso en nombrarte porque nunca entra/ todo lo viviente en el poema aunque insista/ a los chimangos amenazantes sobre el nido/ de palomas también los adoro a unos más/ que a otros, tacuaritas de marrón claro/ entre los jazmines y las torcacitas y benteveos/ sobre los cables de luz cómo las adoro campanitas/ azules trepándose los techos con todo/ mi corazón y a los invisibles a dos kilómetros/ bajo tierra calentados por el sol interior, vida/ orgánica te adoro aunque más al cielo abierto/ y a las nubecitas que lo cruzan de hermosura/ sin igual, si nosotros desaparecemos que no se vaya/ el verde cambiante al que adoro y a punto/ de perderse zorzalito cantor por siempre, por siempre”.
Fuente: Página 12
Por Paula Jiménez España