Aquí, allá y acullá. Por todas partes: las autoras contemporáneas están cada vez más presentes en la ficción policial, herederas de una tradición bastante más antigua de lo que se podría deducir. Después de todo, la estadounidense Anna Katharine Green escribió El caso Leavenworth –tenida como la primera novela larga detectivesca– en 1878, apenas unas décadas después de que Edgar Allan Poe fundara el género con Los crímenes de la calle Morgue, cuento que fija algunas reglas esenciales: el crimen misterioso y a primera vista insoluble, el investigador que lo descifra mediante la lógica…
Faltaban todavía nueve años para que –vía Arthur Conan Doyle– naciera Sherlock Holmes cuando Green presentó al mundo a Ebenezer Gryce, un policía cincuentón y corpulento que no mira a nadie a la cara y hace gala de sus dotes deductivas.
Por esta novela –que vendió más de un millón de ejemplares en sus días, se analizó en la facultad de derecho de Yale, dio inicio a una saga–, el mismísimo Wilkie Collins ponderó la “fértil inventiva” de Anna, elogiando además “su delicado tratamiento de los incidentes”. Un despegue auspicioso para una carrera que se prologó por más de cuarenta años. A Green, que sabía de derecho penal y procedimientos judiciales por ser hija de un abogado litigante, le dio tiempo hasta para inventar a la primera detective adolescente, la debutante Violet Strange, suerte de Nancy Drew pretérita que protagonizó varias aventuras.
Previo a esta pionerísima, las escritoras ya venían urdiendo crímenes casi perfectos en las sensation novels que, durante la segunda mitad del siglo XIX, presagiaron la ficción detectivesca.
El mix de asesinato, doble identidad, fraude y adulterio hizo las delicias del gran público, subyugado ante los secretos ocultos y las revelaciones inesperadas que proponían autoras como Ellen Wood en, por ejemplo, East Lynne (1861). O bien, por Lady Audley’s Secret (1862), una de las obras más exitosas de Mary Elizabeth Braddon, prolífica británica que aquí narra las maquinaciones de una antiheroína bígama de angelical apariencia, que no conforme con liquidar a un marido, contempla envenenar al segundo.
Dos años antes, Braddon ya había publicado The Trail of the Serpent, historia que involucra a un huérfano manipulador que deviene asesino despiadado, a una heredera que cae en su diabólica trampa y a un policía mudo que comunica sus brillantes conjeturas a través del lenguaje de señas.
Otra historia que fue preparando el terreno fue V.V., or Plots and Counterplots (1865), relato que Louisa May Alcott publicó anónimamente antes de dar vida a sus Mujercitas, sobre un aristócrata escocés que intenta demostrar que una mujer enigmática –actriz vanidosa e inescrupulosa, en las antípodas de las chicas March– ha roto el quinto mandamiento en pos de enriquecerse. En fin, algunos antecedentes de las damas del crimen que, en el siglo XX, se volcarían a los enigmas policíacos, demostrando una habilidad impar para la intriga y un conocimiento inusitado en –el costado malvado– de la naturaleza humana, aun cuando generalmente tuvieran menos reconocimiento que sus homólogos masculinos.
Fue entre las dos guerras mundiales cuando la novela detectivesca se volvió una especialidad femenina, con referentes como Agatha Christie, Dorothy Sayers, Margery Allingham, Ngaio Marsh y Josephine Tey estableciendo la popularidad del suspenso que mezclaba desprejuiciadamente arsénico y encaje antiguo. Ellas dieron impulso al género con ingeniosas tramas, minuciosas descripciones, finos estudios psicológicos, humor e ironía, y en tiempos donde el acceso a las profesiones era muy limitado, descollaron en un arte que resultó lucrativo.
Con Christie a la cabeza, sobra decirlo, hacedora de casi 80 novelas policíacas y más de 150 relatos cortos, además de obras de teatro como La ratonera (récord de permanencia en Londres, donde se presenta ininterrumpidamente hace más de siete décadas). A pesar de lograr gran fama, Agatha no recibió los aplausos de cierta élite intelectual que sí disfrutaba de leer a contemporáneos de la vertiente novela negra estadounidense como Dashiell Hammett y Raymond Chandler.
Christie –que había trabajado como enfermera y sabía mucho de químicos– solía mostrar predilección por un arma silente y efectiva en sus ficciones: el veneno que, bajo distintas formas, se cobró vidas en decenas de sus títulos. Su anecdotario personal –que incluye una misteriosa desaparición de once días– es tan amplio como su legado, del que forman parte el incombustible Hércules Poirot, protagonista de novelas como El asesinato de Rogelio Akroyd, y la entrañable Miss Marple, una avezada sabuesa que delineó con rasgos de su propia abuela. De astucia y sabiduría infalibles, a esta encantadora dama la deleitan los chismes, y no necesita de sofisticados métodos para desenmascarar a truhanes en la no tan venerable vecindad de St. Mary Mead.
Para Dorothy Sayers –creadora de Lord Peter Wimsey, investigador bibliófilo, sibarita y dandi–, algo andaba mal cuando una novela policial solo ponía en juego el prestigio del detective. A su entender, una buena historia necesitaba “atmósfera, verdad humana y una fuerza impulsora más allá de la mecánica de la trama”. “Solo así convenceremos de que la violencia realmente duele”, expresó quien fuera una de las fundadoras , en 1930, del legendario Detection Club, en plena forma hoy en día.
Como toda sociedad secreta que se precie, no faltaban rituales en estas tertulias para socios autores afectos al crimen: entre velas titilantes, los iniciados debían jurar sobre una calavera, mientras el impasible presidente con capa escarlata (primero G.K. Chesterton, más tarde Sayers, luego Christie) leía ciertas leyes inquebrantables a novatos y novatas: nada de justificar giros con revelaciones divinas, intuición femenina, coincidencias o actos de Dios; nada de ocultar pistas vitales al lector, ni usar venenos “hasta ahora no descubiertos”, ni introducir gemelos idénticos sin el debido aviso. De fallar a estos y otros rigurosos preceptos, una maldición les caería: “Que otros autores anticipen tus tramas, que desconocidos te demanden por difamación, que tus páginas estén plagadas de erratas y que sus ventas caigan”.
“Si hay algún objetivo serio detrás de la organización abiertamente frívola del club, es mantener las historias de detectives al más alto nivel que su naturaleza permite y liberarla del mal legado del sensacionalismo que la ha agobiado en el pasado”, aclaró alguna vez Sayers, destacando la camaradería y admiración que se profesaban sus integrantes.
Un bálsamo muy necesario para la soledad de personalidades que, a menudo, pasaban sus ratos en aislamiento, viendo el mundo a través de curioso lente, según ella confesaba: “16 de las 24 horas del día, consciente o inconscientemente, una está cavilando sobre el asesinato. Ves el periódico y leés sobre un nuevo tipo de esmalte de uñas, e inmediatamente empezás a preguntarte: ¿podría usarlo de alguna manera para matar a alguien?”.
Como dato colorido, a poco de fundarse el Detection Club, Agatha y Dorothy se embarcaron, junto a otros colegas, en un juego colectivo donde a cada uno le tocaba escribir un capítulo de un relato, continuar el hilo. Esta variación del cadáver exquisito surrealista se publicó con el título El almirante flotante vía El Séptimo Círculo en la Argentina, es decir, la mítica colección que Jorge Luis Borges creó junto a Bioy Casares en el 1945 y que dirigieron por más de una década, dándole al policial el prestigio que todavía le retaceaban algunos.
En la Argentina, una dama con especial talento para la intriga fue María Angélica Bosco, asimismo periodista y traductora, que publicó su primera novela policial, La muerte viaja en ascensor, en 1954. Aquí el detective razonador habrá de encastrar todas las piezas del puzzle para resolver el enigma en curso: ¿Quién asesinó a la bella rubia que yace sin vida en el ascensor de una pituca vivienda porteña? En el ojo de la sospecha, los distinguidos vecinos, cuya paz burguesa se ve interrumpida por una investigación vertiginosa que, en esta trama a la inglesa, enlaza rencillas pasionales con posibles conexiones nazis. Por cierto: cuando salió el libro, el portero –en la vida real– de Bosco le tocó el timbre, asumiendo que la escritora podía ayudarlo a encontrar al ladrón de botellas de leche del edificio.
Dijo Ricardo Piglia que La muerte viaja en ascensor era una de las mejores novelas detectivescas argentinas, y fue incluida en el selecto catálogo de El Séptimo Círculo, que demostró que el crimen podía ser una de las bellas artes, como defendía Thomas De Quincey. Sin truculencias gratuitas y con pudor respecto de la presencia de la sangre, en la medida de lo posible; “esas pompas de la muerte no caben en la narración policial, cuyas musas glaciales son la higiene, la falacia y el orden”, en palabras de Jorge Luis Borges que, con Bioy, publicó a autoras de distintas nacionalidades. A las inglesas Lucy Malleson (que firmaba sus relatos detectivescos con el seudónimo Anthony Gilbert) y Mary Fitt (nom de plume de Kathleen Freeman), a la escocesa Josephine Tey, a la canadiense Margaret Millar, a la estadounidense Vera Caspary, por mencionar algunas autoras extraordinarias.
De Caspary, eligieron una auténtica joya, tanto más inolvidable después de que el director Otto Preminger la llevara al cine: Laura, sobre una joven guapa y desenvuelta de la alta sociedad neoyorquina que es asesinada en su apartamento, desfigurado su rostro por contundentes disparos. El inspector a cargo reúne testimonios de allegados, mientras se va tejiendo otro hilo inquietante: la fascinación póstuma que la finada ejerce en el detective, flechado a través de las cartas, el diario, el retrato de Laura (inolvidable Gene Tierney en el icónico film de 1944).
Desde los años 50 en adelante, más y más ejemplos salientes. Patricia Highsmith, maestra de la psicología criminal, se lanza con Extraños en un tren, que Alfred Hitchcock adapta magistralmente en 1951. Y prosigue con otras tramas; entre ellas, las de Tom Ripley, el asesino triunfante, tan audaz como amoral e insolente (Alain Delon, en el apogeo de su belleza, fue su mejor intérprete). Ruth Rendell se encumbra con novelas como Un juicio de piedra, de 1977 (lejanamente inspirada en el crimen de las hermanas Papin, cuyo juicio mantuvo en vilo a Francia hace casi un siglo, dio origen a Las criadas de Genet y a varios films, entre los cuales La ceremonia, de Chabrol). La literatura de P.D. James, de clasicismo exquisito, presenta al comandante Adam Dalgliesh, aficionado a la música barroca y la poesía, y a la detective privada Cordelia Gray, una chica dura e inteligente que allana el camino para personajes como VI Warshawski –de Sara Paretsky– y Clarice Starling –de Thomas Harris–.
Anne Perry (asesina recuperada), Frances Fylfield, Sue Grafton, Amanda Cross: la lista de escritoras se amplía incesantemente, y hoy son tantas que no alcanzarían estas líneas para nombrarlas a todas. Por mentar unas pocas autoras locales, Claudia Piñeiro (Catedrales) y Eugenia Almeida, responsable de La tensión del umbral, obra maestra del género.
“Lo que estas novelas buscan es escenificar, sin descanso, los grandes peligros que amenazan el impulso vital. De contarlos para liberarse de ellos, ofrecer una válvula a la ansiedad. Estos peligros están simbolizados: la lucha contra la esfinge, las harpías y el minotauro en la Antigüedad griega; contra los dragones y caballeros negros en la Edad Media; y contra el asesino en la época contemporánea”, reflexionaba hace unos años la escritora francesa Fred Vargas, en lo alto de esta condensada antología de damas del crimen.
Sin ellas, quién sabe si hoy tendríamos a las investigadoras Danvers (Jodie Foster) y Navarro (Kali Reis) adentrándose en las oscuridades del Ártico para resolver extrañísimas muertes en la adictiva True Detective: Night Country, serie escrita y dirigida por la mexicana Issa López que ya se aseguró una nueva temporada.
Fuente La Nación
Por Guadalupe Treibel