Fuente: La Prensa
Autor: Jorge Martínez
Robert Louis Stevenson es uno de los nombres más queridos de la literatura universal. Su vida fue un ejemplo de coraje y fortaleza ante la adversidad, y su obra, fecunda y variada, contiene mucho más que la admirable historia de aventuras y piratas que para generaciones de lectores significó la puerta de entrada al mundo maravilloso de los libros. Stevenson, recordó Alberto Manguel, es uno de los pocos escritores que dejan al lector con una impresión de felicidad.
Su pluma se lució con igual fortuna en la poesía, el sermón, la fábula, la plegaria, el teatro, el cuento, la novela y el ensayo, que tal vez sea la parte más reveladora de sus escritos, la más aguda y penetrante, y la que menos se frecuenta en castellano. Por eso la reedición de Memoria para el olvido (Fondo de Cultura Económica, 302 páginas), la antología de sus ensayos que años atrás preparó y prologó Manguel, ofrece una buena oportunidad para reencontrarse con sus temas, sus opiniones y su estilo.
La cálida silueta de un amigo surge de estos escritos. Stevenson (1850-1894) se muestra en ellos como lo que fue, un hombre valiente, generoso y despreocupado. Y también como un artista sutil, un «artesano de la palabra» que meditó hondamente sobre el oficio literario y dejó enseñanzas imprescindibles para todo el que se acerque al ejercicio de las letras.
ENTUSIASMO VITAL
Los asuntos que abordó son una muestra de su temperamento entusiasta y vital: los juegos de niños; las virtudes del ocio contemplativo y de la buena conversación, que «debe avanzar mediante ejemplos, mediante lo pertinente, no lo expositivo»; el placer de las caminatas por el campo y el saludable contacto con la naturaleza; el asombro sincero ante las sorpresas de la vida en contra de quienes la ven plana y sosa («Pintar una vida sin maravillas -advirtió en «Portadores de faroles»- es demostrar que no se ha vivido»).
Stevenson no encontraba nada digno de elogio en la amargura o el desánimo, en tanto recordaba que la felicidad siempre está al alcance de la mano, sin importar las aflicciones que asomen en el horizonte. Sabía bien de lo que escribía y por eso pudo estampar esta frase en la celebrada «Apología de la pereza»: «No hay deber que valoremos menos que el deber de ser feliz».
La filosofía existencial de Stevenson, ese optimismo impasible que lo aproximaba al estoicismo pero que tenía un no admitido fundamento cristiano, aparece condensado en el ensayo «Caminatas». Allí repetía la invitación a vivir con serenidad, disfrutando de cada paso en el camino, sin la urgencia por alcanzar metas mundanas que distraen de otras más elevadas y distantes. «Sentarte y contemplar, recordar los rostros de las mujeres sin deseo, sentir alegría sin envidia por las grandes acciones de los hombres, serlo todo y estar en todos los sitios con compasión y, sin embargo, sentirte satisfecho de quedarte donde estás: ¿no es esto conocer tanto la sabiduría como la virtud y vivir en la felicidad?», preguntaba. En «El Dorado», uno de sus ensayos más famosos, condensó la idea cuando apuntó que «viajar esperanzado es mejor que llegar, y el verdadero éxito reside en el esfuerzo».
Asediado por la tuberculosis que habría de llevarlo a la tumba, Stevenson escribió mucho sobre la enfermedad (por caso en «Enviado al sur») y las diferentes maneras de aceptarla, dispuesto incluso a valorarla por su efecto correctivo sobre temperamentos ambiciosos o indiferentes. También dedicó notables reflexiones a la amenaza de la muerte y a la «descarada osadía» de los hombres que, pese todo, le hacen frente.
En «Aes Triplex», título que deriva de una de las odas de Horacio, decía que lleva una buena armadura para este mundo todo hombre que mantiene una «actitud franca y un tanto precipitada», quien mira «hacia adelante sin demasiada angustia» y «sin quedarse en un sensiblero lamento por el pasado». Dicha persona no podía permitirse temores ni cobardías. «El valor y la inteligencia -señalaba- son las cualidades de más valía para la educación de un buen hombre; la primera parte de la inteligencia es reconocer nuestro precario estado en la vida, y la primera parte del valor es no amedrentarse en absoluto por ello».
Válidas en todas las épocas, las observaciones de Stevenson resuenan con peculiar efecto en este tiempo de terror inducido. Los días inhumanos de «cuarentenas» y «aislamientos preventivos» volvieron a confirmar una verdad como la siguiente, que fue escrita hace un siglo y medio: «No acudimos a los cobardes en busca de un trato cariñoso; no hay nada tan cruel como el pánico y el hombre que menos teme por sus huesos es el que de más tiempo dispone para ser considerado con los demás». O esta otra, que sigue vigente entre hisopados y vacunaciones compulsivas: «Es mejor perder la salud como un derrochón que despilfarrarla como un avaro. Es mejor vivir la vida y terminarla que morir todos los días en la enfermería».
Frente a la muerte no primaba un amor a la vida abstracto, declamado, sino el acto cotidiano de «vivir» en medio de todos los peligros. «Campanas de difuntos suenan por todo el mundo -recordaba-. En todo el mundo, y a cada hora, alguien se está despidiendo de sus dolores y de sus júbilos. Para nosotros la trampa también está dispuesta. Pero nos gusta tanto la vida que no nos queda tiempo para ocuparnos del terror de la muerte. Para nosotros es una luna de miel hasta el final, y más bien corta».
CONSEJOS
Acosado por una enfermedad que no limitó sus cualidades intelectuales, Stevenson fue un lector atento y un estudioso perspicaz de los «mecanismos de la ficción». El ensayo «Mi primer libro» ilustra muy bien esas virtudes. No sólo cuenta allí cómo escribió La isla del tesoro, la más querida de sus novelas, sino que se explaya sobre el género novelístico en sentido amplio, los méritos de cultivar un estilo pintoresco, las dificultades de sostener el tono y la tensión a lo largo de muchas páginas, los mejores trucos para crear personajes, y el pecado confeso de plagiar a viejos maestros.
Sabido es que el magisterio de Stevenson deslumbró en el empleo del detalle vívido y el episodio visual que se fija en el «ojo de la mente». «El teatro -observó en «Un chisme sobre la novela»- es la poesía del comportamiento, la novela, la poesía de la circunstancia». La literatura debe tener en cuenta el impulso natural en el ser humano de conocer incidentes «adecuados y llamativos». Es una exigencia dirigida al sentido plástico del escritor, que tiene que «dar cuerpo al personaje, a la idea o a la emoción mediante una acción o una actitud que resultan extraordinariamente asombrosas para la imaginación».
Plasmar ese artificio es «lo más elevado y lo más difícil que se puede hacer con palabras, eso que, una vez logrado, deleita por igual al colegial y al sabio, y transmite, por derecho propio, un tono de epopeya».
Stevenson murió a los 44 años en la isla de Samoa, el último destino al que emigró buscando alivio ante la enfermedad que lo perseguía desde su juventud. Allí era conocido entre los nativos por el apodo de Tusitala, el «narrador de cuentos».
La muerte a esa edad tan temprana interrumpió una evolución como escritor que prometía encaminarlo a obras cada vez más complejas y refinadas. Al mismo tiempo, consolidó una imagen a la vez trágica y entrañable que no tardó en generar la reacción adversa de críticos escépticos. Inmensamente popular en vida, Stevenson sufrió después de muerto las veleidades de las modas literarias y los reajustes del canon. Las nuevas autoridades del gremio lo juzgaron vanidoso, escapista, superficial. Objetaron sus temas, su estilo y su personalidad «impostada». A principios del siglo XX su reputación había quedado restringida a la de mero «escritor para niños».
Era una exageración, desde luego. Quien reduzca la obra de Stevenson a La isla del tesoro (1883), que por otra parte es una novela magnífica, tendrá dificultades para entender la poblada lista de escritores que vieron en él a un maestro. El catálogo es diverso, pero elocuente. J.M. Barrie, Jack London, John Buchan y Arthur Machen heredaron su formidable inventiva orientada a la aventura y el misterio. Oscar Wilde no habría escrito El Retrato de Dorian Gray (1890) si antes no hubiera aparecido El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde (1886). G.K. Chesterton, que en 1927 dedicó a Stevenson un notable estudio biográfico, fue quien mejor indagó en las fuentes remotas de su obra: también él fue un discípulo evidente. Y las primeras novelas y relatos de Joseph Conrad, con sus personajes siempre tan pintorescos y memorables y sus acciones de potente visualidad, están impregnadas del arte narrativo del autor de El señor de Ballantrae (1888).
El exigente Vladimir Nabokov consideró que Stevenson era lo bastante bueno como para incluir a Jekyll y Hyde en el «Curso de literatura europea» que dictó a mediados de la década de 1950 en la Universidad de Cornell, luego publicado en un volumen con prólogo de John Updike. André Gide, escritor opuesto en todo a Stevenson, fue uno de sus lectores más devotos y Graham Greene, pariente lejano, se lamentó de no haber seguido sus consejos literarios cuando emprendió la redacción de su segunda novela, a la que recargó de metáforas y símiles que entorpecían la acción.
Pero el misterio insondable de la literatura quiso que los dos mejores alumnos del narrador escocés escribieran en la distante Buenos Aires, promediando el siglo XX. Borges le dedicó prólogos, lo citó en cuentos y poemas y nunca dejó de mencionarlo en las miles de entrevistas que concedió durante su extensa vida pública. Lo hizo con un fervor sólo comparable al que testimonió Adolfo Bioy Casares. Los dos amigos y cómplices, tan cercanos y tan diferentes en tantas cosas, nunca vacilaron en su admiración por Stevenson. Sus obras no serían lo que son, o tal vez no habrían existido, sin el arte narrativo que aprendieron leyendo y releyendo los mágicos libros de Tusitala