No termina de quedar del todo claro por qué Elvira Orphée, escritora admirada por Julio Cortázar o Alejandra Pizarnik, autora de siete novelas y tres libros de cuentos, testigo y protagonista de un tiempo que la vinculó a autores como Octavio Paz, Italo Calvino o Elsa Morante (a quienes conoció durante sus estancias en Roma y en París), resultó un fracaso rotundo en ventas en su época. Mientras Silvina Bullrich, Beatriz Guido o Marta Lynch agotaban las ediciones de sus libros, Orphée apenas si conseguía atraer la atención de algún que otro lector.
Como a veces sucede, sin embargo, su lugar tangencial (acaso vinculado a su procedencia –nació en San Miguel de Tucumán, en 1922, y allí vivió hasta los dieciséis años, y su elección de temas y personajes, casi siempre anónimos, pobres o marginados por su entorno– la llevó a convertirse en una escritora “de culto”. Con los años, de la mano de autores y editores maravillados con su prosa, llegó el rescate. Aire tan dulce, una de las novelas que integra el volumen recientemente publicado por Fondo de Cultura Económica, tuvo una edición anterior en 2009 por la editorial Bajo la luna. Así, pareciera que Orphée va recuperando un lugar en la literatura argentina.
Aire tan dulce, novela coral que se centra en la vida de dos adolescentes, fue publicado en 1966 por Sudamericana. Apenas cinco años antes, en Perú, Oswaldo Reynoso había salido al ruedo con un libro de cuentos que hizo historia: Los inocentes contaba las vidas de un grupo de adolescentes marginales en la ciudad de Lima. Para quien lo ha leído, hay una resonancia casi inevitable. Conociera o no Elvira Orphée aquellos relatos, lo cierto es que el lirismo de la prosa rebota, tanto en Aire tan dulce como en Los inocentes, contra la cruda realidad de sus personajes. Pero si en Los inocentes el sexo es la salida posible, en Aire tan dulce no parece haber ninguna.
“Vengo de Tucumán, que no es el Paraíso terrenal”, dijo Elvira Orphée en una entrevista. Soledad Martínez y Guadalupe Valdez lo señalan en el prólogo a esta edición: “Aire tan dulce es, quizá, el libro que Orphée escribe para sacarse a Tucumán de encima”. Y agregan: “En Aire tan dulce la representación de la provincia, y en especial de su ciudad capital, está ligada a la mentira, al mal, a la falta de grandeza, a la imposibilidad de hablar”.
Aunque habría que incluir un elemento más: la tristeza. El camino del odio que eligen Félix y Atala, sus protagonistas –alternativa a la imposibilidad de amarse entre ellos–, no alcanza para hacer frente a la melancolía del paisaje. El intento de fuga a través del mal queda aplanado por la tristeza que impone el espacio. Como dice Félix: “Esta calle se extiende tristísima. […] La tristeza es tan sólida como el frío, una especie de atmósfera”.
“¿Me han dado la ocasión de? No, señor, no me la han dado. Nacido de una pobre diabla y de un pobre diablo, echado del colegio por una injusticia, mandado a pudrir entre barriales de un ingenio […]”. Ante este escenario, Félix ha decidido ser “el peor de los hombres”.
Hay algo atávico (atmosférico) en el destino de Félix, que se replica también en Atala: “De nada de lo que hice soy responsable, ni de haberme convertido en monstruo una noche, ni de haber tenido siempre capacidades de monstruo, ni de haber estado tantas veces herida de lástima”. Atalita –como la propia Elvira Orphée durante muchos años de su infancia– está enferma y, como Félix, su voluntad se hace pedazos contra el destino.
En Tucumán –aunque la provincia no se nombre– no hay ocasión de. Tampoco para Mimaya, la voz que completa el coro de hablantes, testigo de la muerte de su hija Oriental y del dolor de su nieta Atala, cansada ya “de esta vida tan larga”.
El mal, entonces, como una alternativa insuficiente. “¿Dónde está el mal luminoso y máximo?”, se pregunta Félix. La respuesta no existe en la novela, pero la evidencia de que quedó rondando en la mente de Orphée aparece once años después con la publicación de La última conquista de El Ángel, título de la otra novela que integra este volumen.
Escrita desde la primera persona de un torturador, Orphée refirió en varias ocasiones que la elección del tema no fue tal, y que el texto fue naciéndole “como una náusea, una impotencia, un aborrecimiento frenético de la prepotencia”. Su protagonista, integrante de la Sección Especial de la Policía al mando del oficial Winkel está, de algún modo, al servicio de ese mal luminoso y máximo.
En Aire tan dulce, Félix, echado de la escuela y obligado a trabajar en un ingenio, dice: “Trabajar trabaja cualquiera cuando le dicen esto tenés que hacer. Pero ¿cómo hacen para saber qué hay que hacer para trabajar?”. Winkel, por su parte, proporciona la respuesta: “Cumplir con su deber cumple cualquiera. A la gloria y al ascenso no hay solo que buscarlos, hay que encontrarlos […] Semáforo verde a la imaginación. Inventen”.
Winkel considera a la tortura un arte, y el protagonista de La última conquista de El Ángel ha hecho de la tortura como arte un modo de vida: “esto no se hace por unos pesos, se hace por un ideal”. Pero, mientras Winkel eleva al rango divino a la Sección Especial, lo que lo lleva del misticismo a la locura, su discípulo, ignorante, “pobretón”, como él mismo se define, se dedica a buscar el esplendor en “las mucosas del alma”. Donde Winkel fracasa, su discípulo triunfa. El desenlace de la novela es brutal. Como brutal es la pluma de Elvira Orphée que, a través de las décadas se abre paso para destrozar con su belleza todo rastro de fe en la humanidad.
Fuente: Revista Ñ
Por Mercedes Alvarez