El último vals

agosto, 2023
¿Qué papel tiene la música en la vida sexual de las personas? ¿Cuáles son las representaciones de la sexualidad en las obras musicales clásicas y populares? ¿Qué consecuencias tienen su devenir comercial y su digitalización? Desde Mozart hasta Adorno, desde Wagner hasta Cardi B, pasando por Pink Floyd, Guy Debord y Madonna, por el tango, la música de películas y la vanguardia, cada uno de los dieciséis capítulos que componen Playlist aborda estas cuestiones.

No hay vida sin música. Nada es ruido de fondo, o plano, en nuestro entorno millennial de auriculares Bluethooth y calculado ambient sound. La música cada vez más es un medio de conducirnos y apropiarnos del mundo, con Playlist públicos en plataformas, a la vista de millones. Y así un formidable instrumento de pensarnos en términos políticos e identitarios. Y la música, por supuesto en esta milonga un poco más que sentimental, se mete con nosotros a la cama. Bajo las sábanas pone entonces el oído Esteban Buch en Playlist. Música y sexualidad, revalorizando un sentido generalmente marginado en los estudios culturales, a fin de descifrar el enigma que esconde el Don Giovanni de Mozart reinterpretado por Pier Paolo Pasolini en la posguerra italiana. O los divagues del DJ serbio Kid Vibes, que toca setenta y dos minutos de chill out sexy para invitar a seguir “tus sueños/ Te atraparé/ Abre tu corazón/ Te atraparé” La pregunta es quién atrapa a quién.

“Me interesaba investigar con este trabajo esas situaciones sexuales, compartidas por dos personas, que a pesar de creer ellos ser originales, tanto en su vida íntima como en el resto, siguen lo que los sociólogos de la sexualidad llaman script”, sostiene el ensayista y musicólogo argentino residente en Francia, y mata la vanidad de muchos galanes y lobas, “Guiones sexuales que son las maneras impuestas para hacernos adultos por la industria cultural. En la adolescencia aprendemos decenas de guiones, y entre las canciones, van estos guiones de seducción. Anticipos de cómo actuar cuando estás en la cama. Aquí hay una tensión que se origina en el hecho mismo de ser una persona. ¿Cómo puedo hacer yo mismo sabiendo que al ser yo soy igual a otras personas?”,  se pregunta Buch. Y asevera que en listas francesas de la primera década del 2000, distintas edades y orientaciones, coincidían casi en los mismos artistas para tener sexo, con una amplitud muy acotada que iba de Marvin Gaye a Maurice Ravel. Para Spotify el Bolero de Ravel servía además de afrodisíaco aunque en otra extraña categoría, “música mejor que el sexo”, sin distinciones genéricas señala Buch, recomendaba Bohemian Rhapsody de Queen: la tragedia de un homicida suicida. “No demos más méritos a los algoritmos que a nuestras propias mezclas”, remata.

“La Playlist no fue pensada ni como un modelo ni como un sex-toy, sino más bien como un carnet de notas o un diario de viaje, necesariamente incompleto, y extáticamente sonoro”, comenta en el prólogo este sociólogo de la música. Uno de sus últimos libros, Música, dictadura, resistencia. La orquesta de París en Buenos Aires (2016), la trama de la visita de Daniel Barenboim en plena dictadura, incluía una glosa de la historia sexoafectiva del propio Buch. En esas páginas remitía a Canción de Alicia en el país de Serú Girán, no solo porque “es para mí el mejor tema del rock nacional”, sino que evocaba un amor suyo de bachiller, con una Alicia de carne y hueso. “Pero en esta edición de 2023, primera publicada en Francia en 2020, quise correrme de mi experiencia y me interesó la indagación sociológica de qué hace la música en el sexo”, recalca quien escribió un ya clásico de este campo aún marginal entre nosotros, el estudio cultural y musical de O juremos con gloria morir de 1994, reeditado en el bicentenario del Himno Nacional en 2013.

Sexo: el poder de la música. Recordando la gestación de Playlist. Música y sexualidad, el investigador asegura que “deseaba profundizar una preocupación que viene de antes. Uno de mis primeros libros se llama Historia de un secreto (2008), que vincula la música y con el amor romántico. Otro  es The Bomarzo affair. Ópera, perversión y dictadura (2003), aquella apuesta de Manuel Mujica Láinez y Alberto Ginastera a partir de las sexualidades disidentes frente a la dictadura de Onganía. Así que en realidad no es tan desconectada la sexualidad a mis otras pesquisas sobre música y política”, enfatiza. Y adelantando un hilo intelectual que viene desarrollando a futuro, como en La marchita, el escudo y el bombo. Una historia cultural de los emblemas del peronismo (2016, con Ezequiel Adamovsky)”; dice Buch, “Y todos conectan al tema de mi próximo libro, el poder de la música”.

—¿A qué se refiere con el poder de la música?

—Hay una idea bastante común que la música tiene un poder y que se traduce en las emociones y los afectos. Y eso es algo que reúne a estas dos esferas, aparentemente separadas a primera vista, la política y la sexualidad. Cuando hablamos del Himno Nacional, la música está ejerciendo justamente ese poder de construcción de las emociones y de los afectos. Y, también, de las identidades. Así que estamos en un mismo terreno social, pasible de interés sociológico, cuando analizamos la música que escucha la gente en la cama.

—¿La dimensión sexual en la música puede empoderar?

—El sexo definitivamente es otra de las dimensiones del poder de la música porque, menos en aquellas donde aparece la violencia de género, siempre el baile y la música posibilitan ciertas dimensiones de la libertad. Bailar en general es una manera de sentirse libre, de sentirse realizado. Y sentir que uno se relaciona con otros. Con otros que son máquinas deseantes. Y eso es lo que quiero defender, cierta autonomía de lo musical y la sexualidad, espacios no tutelados, negativos a las máquinas represivas.

¿Divertirse significa estar de acuerdo? Asentado este dispositivo anfibio en dieciséis capítulos, dieciséis temas, con QR de ida y vuelta lecto-musical, una novedad para los lectores argentinos, las modernas teorías feministas y queer peinan a contrapelo los clásicos del género. Georg Simmel, Max Weber, Theodor Adorno, Federico Monjeau y Simon Frith hacen mash up con las letras explícitas de Cardi B y Nicki Minaj humedecidas en las tibias de los amantes de Pompeya. Buch entiende la sociología de la música desde una comprensión cabal de los aspectos técnicos compositivos, reglados en los pentagramas, pero deja espacio a la imaginación dialéctica y amorosa. En la tarea de “descifrar el contenido social del arte de la música”, diría el viejo Adorno, Buch encuentra un mundo posible fuera de los Playlist y algoritmos, de la escucha administrada, y descerraja las jaulas de oro de la sociedad patriarcal.

Varios capítulos son estratégicos en esta nueva dirección de política erótica, dentro del aparente random de lectura, sin bien Buch, aclara, prefiere la deriva de los prófugos. Uno de los apartados clave es sin dudas “Pornofonía de Estado”, el affair entre Stalin y Dmitri Shostakovich por “Lady Macbeth del distrito de Mtsenk” en 1932. Otro resulta “Máquinas de un mundo feliz”, tal vez el más adorniano en cuanto fungir la concepción de la música tutelada del filósofo alemán, donde “se proyecta el mundo feliz de los deseos sexuales autoritariamente satisfechos, pero por eso mismo es una distopía”, subraya Buch, recordando a la Dialéctica del Iluminismo de Adorno y Horkheimer, “Divertirse significa estar de acuerdo. […] Divertirse significa siempre que no hay que pensar, que hay que olvidar el dolor, incluso allí donde se muestra”. Falta el estribillo salvador, el sexo.

Esclavos, no maldigamos la vida. “En cuanto al cine, una de las hipótesis mías es que Hollywood, en el uso de la música, nos dio las pautas amatorias que nos rigen a todos, heterosexuales, homosexuales y disidentes”, revela Buch, quien sigue sorprendido con los “lugares comunes” que encontró en su revelamiento de quince casos en el Viejo Continente, “Barry White continúa top one en los repertorios sexuales”. Y continúa que le interesó  saber luego “cómo se construyen las formas del amor socialmente desde la pantalla, con el uso de la música. El primer disco pensado exclusivamente para relaciones eróticas y sexuales nace en Hollywood, Music for Lovers Only de Jackie Gleason de 1952. Este cómico norteamericano contaba que se le ocurrió viendo a Clark Gable en una escena del beso, con los violines celestiales, y pensando cómo harían para ligar los pobres muchachos de Brooklyn, sin esa parafernalia hollywoodense. De ahí surge la idea de aquella serie de vinilos, lubricantes auditivos, que de alguna manera son los antecedentes para los mixtapes de los 80 y los Playlist”, señala en un ritornello pesimista. Fetichización y mercantilización que enmascara el objeto de placer, ese tragaluz que sería la música que perece en un rumor asfixiante, esclavos del ruido wapo traketero. Hasta  debajo de las sábanas, piel a piel, bit a bit.

Y sin embargo, a piacere del lector, “Su performance ha crecido de una danza a otra, ella se ha curado con el movimiento de su cuerpo que escucha”, relee Esteban Buch a la denostada por Adorno y barra Historie du Soldat (1918) de Igor Stravinski y Charles-Ferdinand Ramuz, una curación por la música que es también una “terapia sexual”. “Ella vibra en el éxtasis de su cuerpo sensible que la música ama”, afirma, señalando el instante que la música nos hace el amor, liquidando algoritmos y nóminas preformateadas. “En la sexualidad, asociada a un catálogo musical, se juega bastante del último reducto de nosotros mismos”, entona Buch. Si el Estado y el Mercado es el ruido, las personas son la melodía.

Fuente: Perfil
Por Gabriel Rosales

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