Fuente: Perfil
Autor: Damián Tabarovsky
Qué buenas las notas de Matilde Sánchez y Matías Serra Bradford en Ñ de la semana pasada, sobre el Wilcock de Bioy Casares. Los favorece ser ellos mismos grandes escritores, pero no deja de ser placentero volver a recuperar el placer de leer buena prosa, ideas inteligentes, eruditas y sutiles en un suplemento cultural. Es algo que sucede muy de vez en cuando. En Ñ debería haber más de eso y menos entrevistas a sociólogos papanatas italianos que nos explican que Cristina Kirchner es algo así como un Ayatollah Khomeini con calzas, artículos obvios sobre Venezuela y demás asuntos por el estilo. Se dirá, tal vez con razón, que propuestas como la mía llevarían irremediablemente a la quiebra a cualquier revista cultural. Es posible. ¡Pero qué mejor que quebrar con elegancia, garbo y alcurnia!
Pero no es sobre este tema que pretendía versar esta semana, sino sobre dos libros que Fondo de Cultura Económica está distribuyendo en la Argentina por estos días. Uno es El libro vacío/Los años falsos, de Josefina Vicens. El libro vacío es una de las obras maestras de la literatura mexicana (diría más: en castellano) del siglo XX. Publicada originalmente en 1958, novela que puede leerse como una involuntaria precursora de El discurso vacío, de Levrero (quien probablemente no conocía la existencia de Vicens), da vueltas y vueltas en torno a la imposibilidad de escribir, escribiendo. La tensión entre deseo e impedimento es resuelta de un modo narrativo que, precisamente, narra esa imposibilidad. No se trata, para Vicens, de no narrar, sino de narrar el inconveniente de narrar. José García, un oscuro contador, intenta salir de la monotonía cotidiana escribiendo un cuaderno (aunque en verdad son dos). Pero ese “salirse” lo lleva a un nuevo lugar, a un “entrar”: la entrada en la escritura como algo igualmente insoportable, monótono. Para Vicens la vida cotidiana es imposible, pero su fuga en la escritura, también. Novela rara, anómala, ocupa un lugar central en la narrativa mexicana de esos años, que se preparaba para dejar atrás la tradición del realismo social. Vicens es también objeto de un formidable anecdotario, hecho de crítica al machismo, solapado anarquismo y gestos de una radicalidad impasible. De ese magma, mi favorita es la historia que cuenta que aceptó un puesto de secretaria en un manicomio, a cambio de que cuando acabara su jornada laboral la dejasen hablar con los internos. “¿Para qué estoy en un manicomio, si no?”, habría dicho.
El otro libro es Cuentos completos, de Leonora Carrington. La edición consta de tres cuentos inéditos, más los ya publicados en La casa del miedo y El séptimo caballo. En la estela de un surrealismo que toma impulso en lo onírico, cierto gusto por el terror y la alegoría como eco de alegorías anteriores, la narrativa de Carrington va de la mano de su propia biografía, en la línea del ideal vanguardista de unir arte con vida, o, mejor dicho, de convertir a la vida en obra de arte. Extraordinaria pintora, nacida en Inglaterra, exilada en México a partir de 1941 como efecto del nazismo, pareja de Max Ernst, internada en el psiquiátrico de Santander en España por pedido de su padre, amiga íntima de Remedios Varo, entre muchas peripecias más –todas extraordinarias– Carrington es la carta de presentación de algo que va mucho más allá de ella: es el vestigio del secreto del arte.