Fuente: La Agenda BA
Por José Montero
junio, 2023
Mildred Pierce, conocida en Argentina como El suplicio de una madre, es una película de 1945, mezcla de policial y melodrama. La dirigió Michael Curtiz (Casablanca) en base a una novela de James Cain, con Joan Crawford en el rol protagónico. En una secuencia de flashback, el seductor Monte Beragon, futuro esposo de Mildred y cadáver andante (porque ya sabemos que van a matarlo), pone un disco y se acerca a ella, junto al fuego, con intenciones más que obvias. Cuando finalmente se produce el beso, la cámara vuelve al tocadiscos y al reflejo de la pareja en un espejo, y se oye que la canción ha terminado y se repite una y otra vez el roce del brazo de la púa contra la etiqueta central. Mildred, antes de entregarse, trata de soltarse del abrazo y dice: “El disco, Monte, el disco”. Por las convenciones de la época, la imagen se disuelve, pero queda claro que tienen sexo y acaso el golpeteo sirva como un anticipo de lajineteada amorosa.
Esta escena captó, con elegancia, sencillez y economía, el tormento de los galanes que ponían un disco para crear ambiente y buscaban convencer a la dama en tiempo récord: los tres o cuatro minutos que duraba una canción, ya que los discos de pasta o goma laca de 78 RPM (revoluciones por minuto) incluían un solo tema por cara.
La solución llegó con el long-play (LP o larga duración) de 33 RPM. Lanzado al mercado en 1948 por Columbia Records, garantizaba un mínimo de 20 minutos de música por lado. De manera que, si esperaba tres añitos, el tiratiros de Monte podría haber encestado con Mildred sin atisbo de resistencia y, por ende, sin miedo a ser cancelado por el público de 2023.
El cine clásico de Hollywood nos enseñó qué música correspondía a cada circunstancia de la vida (o de la imaginación): aventura, intriga, suspenso, terror, y también deseo, amor, arrebato y clímax. La industria discográfica, por su parte, se lanzó a conquistar el mercado de la música para calentar y calentarse aún antes de que estuvieran dadas las mejores condiciones técnicas.
En 1945, Capitol Records presentó Music for Dreaming (Música para soñar) de Paul Weston y su orquesta, una serie de ocho temas instrumentales editados en cuatro discos de pasta de 78 RPM. Por si no quedaba claro qué tipo de sueños proponían las melodías, al año siguiente Music for romancing (Música para el romance o Música para enamorar), del mismo Weston y también en el maldito formato de 78, traía en la tapa la imagen de una pareja vista desde atrás en un sofá.
Ante la consolidación del LP y el generoso microsurco de 33 RPM, Capitol reeditó en 1949 y 1950 ambos trabajos en el formato que permitía meter cuatro o cinco canciones una detrás de otra, con una sola vuelta de cara, para enganchar luego cuatro o cinco temas más. Si se considera que una relación sexual promedio, sin contar las preliminares, dura entre cinco y siete minutos (según distintos trabajos científicos, incomprobables todos), podemos colegir que el tiempo de cada lado del long-play encajaba casi a la perfección con la previa más la acción.
Ésta es una de las conclusiones a las que llega, en una charla por zoom, Esteban Buch, musicólogo argentino residente en París, autor –entre muchos otros libros– del reciente Playlist. Música y sexualidad, escrito originalmente en francés y editado aquí, con traducción del propio Buch, por Fondo de Cultura Económica. Como innovación, el libro tiene sus propias playlists en Spotify, a las que se accede escaneando el código QR situado en la tapa y en el comienzo de cada uno de los dieciséis capítulos.
Desde Mozart hasta Adorno, desde Wagner hasta Cardi B, pasando por Pink Floyd, Madonna, el tango, el bolero, la ópera, la música en las películas de Pasolini y la vanguardia, el texto se hace preguntas sobre el poder erógeno que tiene la música, o que los oyentes depositan en ella. También combina la sociología con la historia cultural, la musicología feminista y queer y las ciencias cognitivas para dar cuenta de las estéticas del placer y las lógicas comerciales que se aprovechan de nuestra fiebre.
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Buch postula que el long-play, el endiosado vinilo que hoy es exhibido como símbolo de estatus por coleccionistas con alto poder adquisitivo (o por ratones de disquería que compraron bien y barato cuando la gente tiraba sus discos), fue en definitiva la primera playlist de música para ir a la cama, mucho antes de que los jóvenes ochentosos grabaran sus propios casetes franela, plagados de lentos pegajosos, práctica que luego pasó al CD, al reproductor de MP3, al pendrive, a la computadora y al celular. Ahora estamos en el reinado de Spotify y plataformas similares, donde las listas de canciones aptas para el sexo, el amor, la pasión o cualquier palabra que elija escribirse en el buscador (puede ser también “música para masturbarse”) son elaboradas por los mismos servicios de streaming, por las discográficas o por los usuarios.
Algunos conceptos que rondan actualmente el campo académico para entender la asociación entre música y sexo, dice Buch, son emodity (cruce de emoción y comnodity) y mood management (administración del ánimo). Estaríamos ante un “uso farmacéutico” de la música, programada para sentir un determinado afecto o emoción: alegría, serenidad, ímpetu, sensualidad.
Las plataformas de streaming serían la evolución de Muzak, empresa que en la década de 1930 inventó el “hilo musical”, música transmitida por un cable telefónico. Los clientes eran compañías que buscaban mejorar la producción de sus empleados a través de ritmos agradables o inducir estados de ánimo en los clientes para que compraran más. Mood music, elevator music(música de ascensores), easy-listening (fácil de escuchar), lounge music (música de salón, originalmente referida a los salones de hoteles de lujo en los años 1950), fueron distintas denominaciones para lo que aquí se llamó música ambiental o funcional.
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En 1952, Capitol Records sacó Music for lovers only (Música solo para amantes), el primer disco decididamente erótico pensado desde el arranque para el LP. El principal nombre detrás del producto fue Jackie Gleason, estrella cómica de la televisión. Tenía buen oído y sabía elegir instrumentistas, arregladores y compositores, pero no era músico ni sabía leer partituras, aunque aparecía en shows como director de orquesta.
Jackie Gleason “presentaba” el disco, que era completamente instrumental e incluía estándares de jazz y canciones de películas y de musicales de Broadway. Fue un exitazo que vendió 200.000 copias en un año y permaneció 153 semanas (casi tres años) en el Top Ten de la revista Billboard. La tapa es un compendio de lugares comunes. Un cenicero de vidrio con dos cigarrillos recién encendidos y el humo que se enlaza. Dos copas de espumante a medio tomar. Un sombrero de hombre. Una llave de hotel. Una pequeña cartera de noche, tipo sobre, y guantes de mujer. Todo sobre una pequeña mesa de luz. Predomina el color rosa.
Con semejante suceso, Gleason se cansó de sacar discos para levantar temperatura hasta inicios de la década de 1970. Algunos de sus otros títulos fueron Lover´s Rapsody (Rapsodia de los amantes), Music to make you misty (que podría traducirse como Música para perderse en la bruma) y Music to remember her (Música para recordarla). El mejor nombre, sin dudas, es Music to change her mind (Música para convencerla).
En una entrevista que dio en 1985, dos años antes de su muerte, Jackie Gleason contó cómo se le ocurrió la idea del pionero Music for lovers only. “Estaba viendo una peli con Clark Gable. Ahí está en un sofá con una chica. No pasa nada. Hasta que empieza la música y Gable se vuelve el hijo de puta más sexy que hayas visto nunca. Y yo pensé: ´Si Gable necesita violines, ¿qué puede hacer un pobre muchacho de Brooklyn?´”.
Cuando falleció, en la biblioteca de Gleason encontraron más de mil libros sobre ovnis y fenómenos paranormales, y solo once de música.
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Esteban Buch (Buenos Aires, 1963) vivió su juventud en Bariloche, donde se formó como periodista. Era el encargado de cubrir temas de arte, cultura y música como corresponsal del diario Río Negro. También allí hizo su primera experiencia de investigación para el recordado documental Juan, como si nada hubiera sucedido, dirigido por Carlos Echeverría y realizado entre 1984 y 1987, sobre Juan Marcos Herman, el único desaparecido registrado en Bariloche.
Su primer libro, de 1991, se llamó El pintor de la Suiza Argentina, enfocado en el belga Antoon Maes (1911-1986). Pintor y ex agente de inteligencia nazi condenado en su país, vivió y enseñó en Bariloche desde los años 1950 hasta su muerte. El volumen también abordaba el caso de Erich Priebke y, a partir de eso, la cadena estadunidense ABC “descubrió” al criminal de guerra en la ciudad rionegrina, lo que derivó en su extradición a Italia y su condena a cadena perpetua.
Luego de estos trabajos, Buch enfocó su interés en la vinculación entre música y política. En los 90 se radicó en Francia para estudiar en la École des Hautes Études en Sciences Sociales de París, donde se doctoró en Artes y Literatura con una tesis sobre historia de la música. Actualmente es profesor de la misma casa. Su materia se llama Música, Musicología y Ciencias Sociales. Ha obtenido numerosos premios y reconocimientos, entre ellos el Prix des Muses (1999 y 2007), la beca Guggenheim (1999) y el diploma al mérito de la Fundación Konex (2009).
Entre sus libros, además, se cuentan O juremos con gloria morir. Una historia del Himno Nacional Argentino; La Novena de Beethoven. Historia política del himno europeo; The Bomarzo affair. Ópera, perversión y dictadura; Historia de un secreto. Sobre la Suite Lírica de Alban Berg; La marchita, el escudo y el bombo. Una historia cultural de los emblemas del peronismo (en coautoría con Ezequiel Adamovsky); El caso Schönberg. Nacimiento de la vanguardia musical, y Música, dictadura, resistencia. La Orquesta de París en Buenos Aires. También es autor de libretos de óperas contemporáneas, como Richter, de Mario Lorenzo, y Aliados, de Sebastián Rivas.
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En Playlist, Buch cita a Charles Darwin en su libro de 1871 El origen del hombre y la selección en relación al sexo. “El hecho de que muchos insectos, arañas, peces, anfibios y pájaros emitan sonidos durante la época de apareamiento nos autoriza a concluir que estos evocan en los animales cierto sentimiento de placer”, escribe el padre de la evolución biológica.
Cuando los sonidos son producidos por la voz, como el canto de los pájaros, Darwin habla de “música vocal”. Cuando son generados por el frotamiento de distintas partes del cuerpo, tal el caso de los grillos, habla de “música instrumental”. Al contribuir a la elección del macho por las hembras, estas músicas de la naturaleza juegan un papel esencial en la reproducción y la evolución de muchas especies.
Antes de que Darwin naciera, en 1798, en París intentaron usar la música para ayudar a Hanz y Parkie, una pareja de elefantes traída desde Ceilán (actual Sri Lanka), a reproducirse. El experimento fue llevado a la práctica por el Museo de Historia Natural y el Conservatorio Nacional de Música de Francia. Se organizó un concierto. Tras varias ejecuciones de la canción revolucionaria Ça ira, la hembra se puso cachonda, o eso pareció por sus acciones de “trotar, saltar en cadencia, mezclar al sonido de las voces y de los instrumentos unos acentos similares a los de una trompeta”. Pero no hubo consecuencias para la descendencia de los paquidermos, porque el macho permaneció indiferente y murió poco después, al parecer de melancolía.