Fuente: Clarín
Autor: Matías Serra Bradford
Viene librando sus batallas nocturnas y diurnas atrincherado desde hace medio siglo detrás de torres y torres de papeles y libros, que devora y destila con ejemplar imparcialidad en la pacífica luz de un departamento armónica y fecundamente desordenado de Bolonia. Una incesante polifonía de notas al pie, incisos, evidencias y dataciones que luego proliferan y hormiguean en el interior de estudios y ensayos que irradian una contagiosa curiosidad sin fin (y con fines nunca prefijados).
Como lo expone en El queso y los gusanos, El hilo y las huellas y Miedo, reverencia, terror, Carlo Ginzburg posee la paciencia de un veterano armador de rompecabezas de pinturas abstractas, que acomoda pieza a pieza tras discriminar cada matiz de forma y tonalidad.
Aún aprendo es, precisamente, un viaje al interior de su método, a sus materias dilectas (la brujería, las creencias perseguidas, la naturaleza de una investigación), a su razonamiento inquisitorial invertido (a menudo su procedimiento asume propiedades homeopáticas), a su puntería para hallar un centro en los márgenes. Al igual que con otras obras suyas, nos sienta frente a una recapitulación: sagazmente recortada, indefinidamente perfectible, invariablemente puntiaguda.
Si su admirado amigo, el inigualable Cesare Garboli, decía que todos elegimos un “adversario privilegiado”, el de Ginzburg es la inexactitud, el falseamiento; en suma: lo injusto, lo inadmisible. Lector que no larga su presa, crítico infiltrado en las filas de la historia, acaso el juicio –en todos sus sentidos– sea una de sus obsesiones mayores, y la puntuación el sustento de su estilo: una coma mal puesta puede significar una condena o una condonación.
Quien ha hecho de las intrigas y maniobras de la lectura –y en no menor medida de las transferencias y deudas entre autores– el nudo de buena parte de su bibliografía, sabe que conviene alternar entre leer apasionada y desapasionadamente, según lo requiera el caso o contexto, y que la prisa no es buena tutora de tesis.
En su telaraña de nombres y remisiones, una frase de Voltaire que adora citar la cifra y la ilumina: “Con los libros sucede como con el fuego de nuestros hogares; uno va a tomar ese fuego a casa de su vecino; lo prende en su propia casa, se lo da a otros, y pertenece a todos”.
–Como historiador que ha investigado persecuciones e inquisiciones de variada índole, ¿cómo observa la reciente y riesgosa tendencia de juzgar ciertas cuestiones del pasado con los ojos del presente? Me refiero a la demolición de estatuas, la “cancelación” de pensadores, escritores, etc.
–Cuando leo las noticias de las demoliciones de estatuas, pienso de inmediato en la solución húngara. En la mismísima entrada de un parque en la periferia de Budapest hay dos botas vacías que pertenecían a una estatua gigante de Stalin, sonadamente destruida durante la revolución de 1956. Adentro del parque hay una enorme cantidad de estatuas del régimen socialista. El efecto de esos gestos enfáticos, reunidos en un espacio relativamente estrecho, es grotesco y perturbador: un ejemplo muy inventivo de encuadre histórico.
–¿Puede verse la intolerancia como una falta de voluntad de leer al otro, o una instancia de malinterpretación deliberada?
–Sí, pero cuando nos enfrentamos a otra cultura, no debe suponerse que lo toleremos todo. Toda esa discusión sobre el velo islámico en Francia fue absurdo, aunque las mutilaciones sexuales habrían sido algo distinto. Por supuesto que este es un ejemplo extremo. Lo mencioné hace años, con el fin de subrayar la complejidad de la noción de tolerancia.
–¿Será que hoy en día lo que se está volviendo más complicada, más y más difícil de descifrar, es la “legibilidad del mundo”, como la llamaba Hans Blumenberg en otro contexto?
–Sin duda. Nuestro ego provinciano se ve desafiado cada día más por fenómenos inesperados. Como usted sabe, yo solía recomendar el extrañamiento como una estrategia cognitiva. Pero un experimento que montamos y controlamos es ciertamente diferente a estar perdido en un mundo incomprensible.
–Aún aprendo es un examen retrospectivo sobre su obra y su vida como investigador, con cero tolerancia para con la autoindulgencia. La relectura del trabajo propio es una práctica incómoda que rara vez se traduce a un libro, pero usted parece alentarla, con una obra siempre abierta a nuevos interrogantes y correcciones. Cada texto suyo tiene varias versiones (“lejos de estar terminado” es una aclaración que encontramos a menudo), como si cada escrito fuera un juicio que no se permitiera jamás una sentencia definitiva.
–En esos experimentos de filología retrospectiva me usé como caso de estudio, confiando en la contigüidad (y la distancia) entre mi yo de hoy y mi yo del pasado. Lo que me fascina en este ejercicio es la posibilidad de rescatar capas de criptomemoria. Es decir, la memoria oculta de libros, acontecimientos, conversaciones y demás, que sin saberlo le dieron forma a mis investigaciones pasadas. Si no me equivoco, el rol que juega la criptomemoria ha sido ignorado en discusiones sobre el metodología histórica, auqnue recientemente, y no debería sorprendernos, caí en la cuenta de que Freud usó ese término en una carta a un amigo. Como señalo en la conclusión de un ensayo del libro, intento confiar en mi propio caso para analizar la interacción entre la información y los sesgos, mirando mi trabajo en retrospectiva, desde cierta distancia, en un contexto distinto. Como solía decir, la recepción es todavía un continente desconocido.
–De hecho, todos sus trabajos, sin excepción, se leen como una exploración sin fin sobre los usos de la lectura. Después de todos estos años, sigue pareciendo un arte apenas conocido, ¿no?
–Estoy de acuerdo. Leer es realmente un fenómeno fascinante en sí mismo. Pero alguna vez también sugerí que podría considerarse un modelo simplificado –una maqueta– de las interacciones sociales.
–Me despertó curiosidad un caso anómalo en su travesía como lector. Confesó que no entendió un libro del cineasta Sergei Eisenstein y que a la vez le dejó una impresión duradera. Es algo que sucede y podría pensarse que no comprender podría significar una ventaja. ¿Al leer poesía, por ejemplo, o al contemplar un cuadro?
–Un caso anómalo, sí. Pero en ese momento, en el año 1950, yo tenía once años; nunca había visto una película de Eisenstein. Leí su ensayo sobre el amarillo como color sin darme cuenta de su subtexto: la estrella amarilla impuesta a los judíos en distintos países, aun antes del régimen nazi. En ese caso, mi falta de comprensión no fue el resultado de una estrategia deliberada. Pero leer un poema célebre o mirar un cuadro famoso “como si” fuera la primera vez, es ciertamente fructífero.
–Aunque está presente en casi todos sus libros, Aún aprendo revela más, desde el título en adelante, acerca de la importancia que invariablemente le confiere a sus maestros y mentores: Marc Bloch, Erich Auerbach, Roberto Longhi, Aby Warburg, Arnaldo Momigliano, Sebastiano Timpanaro. Como lectores, ¿poseen alguna característica en común que haya sido decisiva en sus propias prácticas de lectura?
–Diría que no. Lo que me asombra de ellos es su diversidad, como estudiosos, como seres humanos. He sido increíblemente afortunado; de hecho, la lista debería ser mucho más extensa. Como solía decir, la característica distintiva de la especie animal a la que pertenecemos –homo sapiens– no es el saber sino saber aprender.
–¿Estos maestros actuaron de algún modo como lectores o jueces ideales de su trabajo?
–Algunos de estos maestros ya estaban muertos, como Bloch, Warburg, Auerbach. Pero cuando era un estudiante en Pisa, nunca fui a Florencia (que queda a una hora de tren) a presenciar una clase de Longhi, y eso es algo de lo que me arrepiento profundamente. En aquel momento dejé a un lado un primer plan, el de convertirme en historiador de arte. Pero más tarde mi fascinación con la historia del arte (y sus métodos) reemergieron. Tenía una relación muy amistosa con Timpanaro y Momigliano, más allá de la diferencia de edad. Una breve anécdota. Recuerdo cuando escribí un ensayo muy crítico sobre Georges Dumézil, inspirado explícitamente en el trabajo de Momigliano, éste me dijo: “¡Al fin trabajó en algo serio!”. Era una broma, claro, típica de él; yo ya había publicado Los benandanti y El queso y los gusanos. Adoraba el humor cortante de Momigliano. El caso de Timpanaro era diferente. Como escribí al introducir mi correspondencia con él acerca de Freud –la versión en español se publicó en Eadem Utraque Europa– a Timpanaro le debe haber disgustado mi ensayo sobre los indicios. Después de eso, se acabó nuestra amistad. Siento una enorme gratitud hacia él. Era un gran estudioso, y una persona extraordinaria.
–Su gratitud tanto hacia sus maestros y profesores como hacia sus estudiantes –y el constante diálogo con ellos, real o virtual– es uno de los signos más visibles de sus ensayos, como si de una forma u otra todos estuvieran escritos en colaboración.
–Sin duda aprendí mucho de mis profesores y alumnos. Pero la colaboración en un sentido literal fue algo distinto, y verdaderamente especial. Escribí un libro con Adriano Prosperi, que se tradujo al español y se publicó en México en 2020 –45 años después de la versión italiana– con dos nuevos posfacios. Me refiero a Juegos de paciencia. Un seminario sobre el “Beneficio de Cristo”. Asimismo, escribí un ensayo con Enrico Castelnuovo sobre el centro y la periferia en el arte italiano, y un ensayo con Carlo Poni (El nombre y el cómo) que en aquel momento (1979) fue considerado como un pequeño manifiesto a favor de la microhistoria. Esas experiencias fueron, en su profunda diversidad, inolvidables.
–Métodos y metodologías son asuntos que ha estudiado en profundidad. Me pregunto de qué manera sintió que el cambio en la tecnología utilizada para escribir (a mano y pluma versus un teclado) y el cambio en el entorno material (bibliotecas y papel contra internet) modificaron su escritura. O su puntuación, para tocar un aspecto específico y decisivo.
–Obviamente, mi manera de trabajar ha sido muy afectada por internet, pero no mi puntuación, hasta donde puedo darme cuenta. Me encantan las bibliotecas, pero la disponibilidad de textos antiguos online es increíble, como lo comprobé durante la pandemia. Es más, un uso deliberado del azar, que comencé largo tiempo atrás, se volvió más fácil, y más eficaz, con internet. Escribí un breve ensayo sobre esta cuestión, “Conversar con Orion”, incluido en Tentativas. El propósito de este uso oblicuo de Google es el de ser sorprendidos. En Juegos de paciencia, que escribí con Adriano Prosperi unos años a. G. (antes de Google), ya teorizamos esa estrategia y discutimos sus implicancias.
–A propósito, su elección de la palabra nondimanco (no obstante) en la obra de Maquiavelo, y su investigación sobre sus implicancias, me remitieron al método de detección del detalle ínfimo tal como lo postulaba Morelli. Y enseguida a la definición de estilo que formuló Leo Spitzer: la desviación del uso común.
–Completamente de acuerdo. Leer a Spitzer por primera vez (yo tenía 18) fue un momento decisivo en mi vida de lector. Y Spitzer, como señala correctamente, me condujo a Giovanni Morelli. Como recordé en un ensayo reciente, en un seminario en la Fondazione Longhi le dije a Gianfranco Contini que en su ensayo sobre la memoria de Dante –absolutamente maravilloso– había demostrado, recurriendo a argumentaciones morellianas, que Dante era el autor de la Comedia.
–Los usos anómalos y los casos anómalos siempre lo atrajeron y ha salido en busca de ellos. En cierta forma, usted ya venía con ese atributo, siendo el hijo de dos escritores como Leone y Natalia Ginzburg. ¿De qué modo el ejemplo y el trabajo de ellos contribuyeron a que su hábito lector se transformara en una vocación? ¿De qué manera siguen iluminando sus escritos?
–Mis padres, ciertamente, tuvieron un profundo impacto en mi trabajo. Mi padre, como filólogo. Mi madre, por su estilo conciso. Pero este sería sólo el comienzo de una historia mucho más larga.
Aún aprendo, Carlo Ginzburg. Trad. Rafael Gaune Corradi. Fondo de Cultura Económica, 154 págs.