Espiritistas, brujas, hipnotizadores y armonizadores: una historia de las medicinas alternativas en Argentina

agosto, 2022
Los ensayos de “Sanadores, parteras, curanderos y médicas” hacen foco en la zona gris entre la medicina moderna y los distintos “artes de curar” en Argentina. ¿Charlatanes o incomprendidos?

Fuente: Infobae

 

Antes de que lo que se conoce como medicina moderna comenzara a oficializarse a partir del siglo XVIII, cuando empezó a delimitar su objeto de estudio y buscar su fundamento en el método científico, ya existían distintas ramas del “arte de curar” en la que sanadores y curanderos se ocupaban de las dolencias de las personas, tanto ricas como pobres.

Sin embargo, a pesar de la especialización de la medicina moderna, legitimada por el rol del Estado, todas las terapias que la exceden, conocidas hoy como medicina alternativa, popular o ancestral, continuaron funcionando paralelamente, oscilando entre la legalidad, la cuasilegalidad y la ilegalidad. Sanadores, parteras, curanderos y médicas, colección de ensayos dirigida por el Doctor en Historia Diego Armus, toma 14 casos de famosos -y no tanto- practicantes de estas medicinas no oficiales en Argentina para intentar explicar, además de su origen, los motivos por los que la medicina moderna no ha podido desplazar definitivamente las distintas acepciones del “arte de curar”.

A lo largo del libro, el lector encontrará casos que van del siglo XIX, como el del perseguido espiritista en Santa Fe Juan Pablo Quinteros, hasta la actualidad, como el de VerOna, una “bruja feminista en tiempos de la marea verde”. Entre los más destacados, se encuentra el de Fernando Ausero, un vasco que se decía médico y que se atribuía la capacidad de curar todas las enfermedades con una terapia que consistía en introducir un fierrito por la nariz hasta tocar el nervio trigémino. Ausero viajó a Argentina en 1930 con la misión de entrevistarse con el entonces presidente Hipólito Yrigoyen. Su llegada, además de la alarma de autoridades médicas y eclesiásticas, causó una conmoción inusitada y una concurrencia multitudinaria en Plaza de Mayo.

Otro de los casos más recordados es el de Jaime Press, el “armonizador” que llegó a Córdoba en la década del 50 desde Esperanza, Santa Fe, después de tener una “experiencia mística” en la que, según él, obtuvo poderes curativos gracias a una voz que le ordenó ir a la montaña y alejarse de la ciudad para meditar. Aunque fue detenido por ejercicio ilegal de la medicina, luego de ser liberado su mito creció aún más y terminó por atender a pacientes de todas las clases sociales, incluidos grandes artistas y políticos argentinos. Todavía hoy su tumba es visitada por personas que acuden para buscar una solución a sus dolencias.

Sanadores, parteras, curanderos y médicas busca iluminar los intersticios entre la medicina moderna y las distintas acepciones del “arte de curar”, con foco en esta zona gris en la que florece lo que está en el medio entre el estereotipo del confiable médico de guardapolvo blanco y el “vendedor de ilusiones” o “curandero charlatán”.

Sanadores, parteras, curanderos y médicas (fragmento)

La persistencia de la zona gris en el cuidado de la salud (Diego Armus)

En la década de los noventa algunos medios impresos publicaron una curiosa foto destinada a atraer la atención de los lectores. Un amigo, antropólogo médico, me la envió en 2020 cuando supo que estaba preparando este libro sobre las artes de curar en la Argentina durante los últimos dos siglos, y muy en particular en su zona gris donde circularon y circulan una gran variedad de sincretismos, las más de las veces muy inestables y cambiantes.

Quienes habitan esa zona gris eran y son practicantes de las artes de curar que no logran reflejarse en los estereotipados perfiles del médico diplomado y del curandero popular, ambos falsamente incontaminados por tradiciones, prácticas y saberes exógenos a sus supuestas esencias. En el caso del médico, se trata del estereotipo de un experto que siempre hace buen uso de la ciencia con el fin de ofrecer convencidas respuestas a las enfermedades que la medicina oficial lista en su taxonomía destinada a lidiar con los malestares que aquejan a sus pacientes.

Su respetable y también intimidatorio delantal blanco, su contenida compostura, su racional y no siempre comprensibles habla y caligrafía refuerzan el halo que rodea a sus proclamados nobles y abnegados empeños. En el caso del curandero, se trata del estereotipo de un vendedor de ilusiones, un hábil charlatán que ofrece soluciones alejadas de los saberes institucionalizados, un embaucador capaz de seducir con promesas a los pobres ignorantes que buscan respuestas a mal definidos y confusos malestares, una referencia para los desahuciados a quienes la medicina oficial no logra dar soluciones.

Son dos figuras cristalizadas. Imágenes. Y sobre una foto —al final de cuentas, una imagen— suele decirse que habla más que mil palabras. Celebrada por muchos, es una aseveración que suele llevar a tremendas simplificaciones. Una imagen se lee en su complejidad cuando está situada y contextualizada. Leída sin atención, la foto que me envió mi amigo puede fácilmente reafirmar los rasgos del típico curandero que la medicina oficial no ha dejado de condenar en el último siglo y medio.

Describo la foto en cuestión: en un cuarto sencillo, decididamente popular y donde no hay lugar para la holgura, un atril que ha perdido una de sus patas y se apoya en una pared donde hay recortes de diarios y fotos, entre ellas la de Evita, sostiene una pizarra. Allí se lee: “Alberto sanador. Arreglo problema de celos, matrimonios, mal de ojo, divorcio. También arreglo planchas y cocinas. Trabajo con PAMI y ANSES. Pedir turno”.

Una lectura posible de la foto, apresurada, no hace más que reafirmar la cristalizada figura del curandero charlatán. Otra, más detenida, invita a reparar en la última línea del aviso. Alberto trabaja con dos agencias prestadores de servicios de atención a la salud: el Programa de Atención Médica Integral (PAMI), creado en 1971 con el objetivo de dar asistencia a jubilados y pensionados, y la Administración Nacional de Seguridad Social (ANSES), creada dos décadas más tarde y abocada a gestionar beneficios sociales de muy diverso tipo para individuos y familias. Ambas dependencias eran parte —y lo siguen siendo— del mundo de la asistencia social, de la salud pública y de la medicina diplomada, de tradición alópata, reconocida y legitimada por el Estado.

Los detalles sobre cómo Alberto podía ofrecer servicios en la trama institucional del anses y del pami son una incógnita. Quizá se haya tratado no más que de una triquiñuela para atraer interesados sin ser parte, realmente, de esa trama. También es posible que haya desarrollado relaciones y recursos que le permitieran, legítimamente, ser parte de esa trama. En cualquier caso, es evidente que tanto el sanador Alberto como quienes recurrían a sus servicios circulaban en un mundo donde coexistían y se mezclaban tradiciones de cuidado de la salud muy diversas. Es probable que los interesados en ser atendidos por el sanador estuvieran lidiando con malestares para los que no habían encontrado respuestas efectivas en el hospital, la sala de primeros auxilios del barrio o el consultorio de un médico con título habilitante. O que lidiaran con malestares para los que, estaban convencidos, la medicina de esos médicos de delantal blanco no podía ofrecerles soluciones.

En cualquier caso, el sanador Alberto y quienes recurren a sus servicios destacan la existencia de una zona gris en la atención de la salud. Por ella se despliegan las trayectorias de todos, o casi todos, los que están procurando una cura, un tratamiento para paliar un dolor, la mejor gestión de un padecimiento. Incluso un consuelo. Todas ellas, aun en sus diferencias, transcurren en escenarios ritualizados donde la presencia, palabras, actitud y muchos otros recursos saturan la interacción entre quienes desean curarse y quienes se empeñan en ofrecer curas.

Agotadas la medicina hogareña y la automedicación, las dos primeras instancias donde se busca responder de algún modo a un malestar, los itinerarios terapéuticos recorridos por los enfermos no son necesariamente similares. Se ajustan a muy diversas circunstancias y condicionantes materiales, culturales, sociales e individuales. Cambian con el tiempo y no son los mismos en todos lados. Y reflejan la intensidad con que los triunfos y los fracasos de la medicalización han penetrado en la vida cotidiana de la gente, de los ricos y de los pobres, de los educados e informados y los que no lo son.

En esos itinerarios las ofertas de atención son variadas y pueblan un arco de posibilidades que va de un médico de hospital que diagnostica luego de haber hecho una resonancia magnética a un charlatán que una y otra vez promete la misma panacea para decenas de malestares. Los híbridos practicantes de algunas artes de curar discutidos en los capítulos de este libro son parte de esa nutrida galería. No están en los extremos, dominados por las cristalizadas figuras del charlatán y el médico diplomado. Están en el medio, en una zona gris muy rica en matices y especializaciones. Más o menos ostensiblemente, con mayor o menor intensidad, cubriendo pocos o muchos de los problemas de salud, estos practicantes de las artes de curar han sido parte de la experiencia vital de la gente. Si no de toda, sin duda de mucha gente. Tanto en el pasado como en el presente.

No son pocos los médicos que reconocen la existencia de las artes de curar y sus muchos y muy diversos practicantes. Por experiencia suelen llevarse discretamente bien con la zozobra, las incertezas y las limitaciones de la medicina diplomada y sus sintomatologías específicas, su cambiante e inestable taxonomía. Uno de ellos, un cardiólogo de vasta y muy reconocida experiencia profesional, escribió hace un par de años: “Durante mucho tiempo me resultó incomprensible que las personas vengan al hospital al sentirse enfermas, pero al mismo tiempo confíen en que alguna de esas otras estrategias contribuyan a sanarlos. Si era así, ¿por qué no se internaban en sus templos? Hace algunos años una señora correntina a quien se lo pregunté me dijo: ‘No se enoje, pero lo que pasa doctorcito es que estamos enfermos de más cosas de las que ustedes pueden curarnos y confiamos en la medicina menos de lo que ustedes pueden tolerar’. Se llamaba Herminia y murió a los pocos días. Aún hoy pienso en ella a menudo, pero ya no me hago más esa estúpida pregunta”.

Esta perspectiva reconoce que la vida de la gente está cruzada de malestares que distan de constituir entidades perfectamente definidas, y que por eso solo a veces logran ser etiquetadas. Cerca de la mitad de las consultas médicas presenta síntomas para los que no se encuentran explicaciones satisfactorias. Revistas prestigiosas, como el New England Journal of Medicine, informan sobre estudios de medicina ambulatoria donde alrededor del noventa por ciento de los pacientes no logra ser convincentemente diagnosticado porque sus trastornos y síntomas no lo permiten, porque no se pueden leer conforme la taxonomía vigente con que la medicina alopática y la biomedicina organizan sus enfermedades. Y ese mundo de incertezas respecto de cómo leer esos síntomas se agranda aún más cuando se suman, como no podía ser de otro modo, las subjetividades de los enfermos y de los que intentan curarlos.

Sin duda los médicos han sido y son una referencia cuando se trata de ofrecer respuestas e intentar curar. Pero nunca han sido solo ellos. Desde fines del siglo xix, han habido iniciativas destinadas a regular el “ejercicio de la medicina” —así se titulaban los reglamentos, las ordenanzas y las leyes que no solo legitimaban el quehacer de los médicos diplomados y alópatas, sino también apuntaban a darles exclusividad—. A mediados del siglo xx, una de esas leyes, de 1967, parece haber ganado flexibilidad y realismo; se refería a las “artes de curar” en plural, desvelando algo de un mundo donde junto con los médicos hay otros prestadores de atención a la salud, con otras prácticas y saberes con mucho o poco diálogo con la medicina oficial. En efecto, la ley 17132 lista y regula una quincena de “actividades de colaboración” de la medicina y la odontología. Algunas de ellas están feminizadas, y entonces se habla de obstétricas, visitadoras de higiene, enfermeras. Otras, no; son los fonoaudiólogos, los dietistas, los ortópticos, los kinesiólogos, los terapistas físicos y los terapistas ocupacionales. En todos los casos, la ley establece que todos los practicantes deben estar diplomados y deben atenerse a una serie de condiciones que demarcan lo que pueden o no pueden hacer al momento de ejercer sus artes de curar. En algunos casos se indican idóneos, no diplomados, a los que ya se había reconocido en una ley de unos años antes. En todo caso, de tan ambiciosa en sus objetivos, la ley 17132 se lee como un empeñoso esfuerzo por regular el mundo de las artes de curar que no ha logrado tomar nota de una realidad mucho más matizada, amplia y compleja.

Sobre esa realidad, y varias décadas más tarde, ya en el siglo xxi, el cardiólogo que había tratado a Herminia, la paciente que se sentía bien cuidada en el hospital, pero que no dejaba de recurrir a otros modos y recursos para lidiar con sus pesares, reflexionaba con lucidez: “Ahora sé que comparto pacientes con el Gauchito Gil, la Virgen Desatanudos, San La Muerte, Pancho Sierra, el padre Mario, la Madre María, y otros tantos colegas. Formamos un buen equipo y, entre todos, hacemos lo que podemos”.

La mirada del cardiólogo no parece ser muy distinta de la del reumatólogo que referencio en el prólogo y que en 1979 había publicado un libro con el sugestivo título Los curanderos, mis colegasSanadores, parteras, curanderos y médicas busca enriquecer esa perspectiva que destaca la perdurable resiliencia de las artes de curar en la zona gris de la atención a la salud. Allí, en el solapamiento de la medicina diplomada y las otras y a veces complementarias artes de curar, historiadores, sociólogos y antropólogos se propusieron reconstruir retazos de la vida de 14 prestadores de atención de la salud que, en sus respectivas prácticas, despliegan recursos, explicaciones y respuestas originadas en muy diversas tradiciones. Y todos ellos, marcados por el sincretismo, la mezcla, la hibridación. Este solapamiento ha estado presente en la década de 1990, cuando el sanador Alberto anunciaba sus servicios, y también a mediados del siglo xix y en el siglo xxi, cuando otros híbridos brindaban y brindan soluciones, paliativos, sosiego o mero consuelo frente a las adversidades traídas por malestares de muy diverso tipo.

La persistente presencia de estos híbridos resulta de muy variados y muy complejos procesos. Tres son claves. El primero: las relaciones entre sociedad, medio ambiente, enfermedad y cultura son inestables y por tanto están siempre generando nuevos desafíos para los que la medicina diplomada puede o no articular respuestas efectivas cuando se las necesita y donde se las necesita. El segundo: los indudables beneficios traídos por la salud pública y la biomedicina no siempre son igualmente accesibles para todos los sectores de la sociedad y quienes quedan fuera deben ingeniárselas para seguir viviendo y enfrentando del mejor modo posible sus enfermedades. El tercero: todos estos sanadores, parteras, curanderos y médicas —los que aparecen en este libro y tantos otros presentes en la zona gris e híbrida de las artes de curar— ofrecen sus saberes a individuos particulares y únicos que llegan a la consulta con sensibilidades, valores y creencias muy personales. Todos son protagonistas de un encuentro donde reina la incertidumbre y la ausencia de verdades contundentes. Unos indican y recomiendan tratamientos con más o menos fundamento. Los otros, los enfermos, buscan soluciones para sus malestares, aceptan o desechan lo que les fue sugerido.

Los muchos híbridos que pueblan la zona gris de la medicina han sido y sin parte de la experiencia cotidiana de vivir y sobrevivir en la Argentina moderna. No son, por supuesto, una exclusividad argentina. Se crea o no en lo que ofrecen, se confíe o no en ellos, en lo que hacen y en cómo lo hacen, allí están. Ignorarlos o meramente perseguirlos no ha sido muy efectivo, ni en el pasado ni en el presente. Es probable que tampoco lo sea en el futuro.

Quién es Diego Armus

♦ Estudió en Buenos Aires y es Doctor en Historia de la Universidad de California, Berkeley.

♦ Enseña historia latinoamericana en Swarthmore College (USA) y ha sido profesor invitado en países como Italia, España y China. Además fue investigador visitante en las universidades como Harvard, New York y Columbia.

♦ Es autor de From Malaria to AIDS. Disease in the History of Modern Latin America (2003); Ensaios históricos sobre saúde e doença na América Latina e Caribe (2004, 2012); La ciudad impura. Salud, tuberculosis y cultura en Buenos Aires, 1870-1950, entre otros.

♦ El Ministerio de Ciencias de la Argentina le concedió el Premio Raíces en 2012 y el Premio César Milstein en 2015. En 2015 recibió un Doctorado Honoris Causa de la Universidad Nacional de Córdoba (Argentina).

Sumate a FCE

Suscribite y conocé nuestras novedades editoriales y actividades antes que nadie, accedé a descuentos y promociones y participá de nuestros sorteos.