“Al notable arquitecto de nuestro barrio”. Eso se lee en una placa colocada, por la Junta de Estudios Históricos de Balvanera, en la fachada de un edificio con un par de leones tallados en madera sobre la calle Hipólito Yrigoyen al 2500, a cuadras de la plaza Miserere. Enfrente, se emplaza otro imponente edificio patrimonial proyectado por el mismo arquitecto: la Casa Calise, una obra de 1911 del estilo floreale o liberty milanés, la versión italiana del art nouveau francés, aquella renovación artística que demarcó el fin de la Belle Époque.
El destinatario de la placa, y responsable de tales exquisitas construcciones, fue el arquitecto ítalo-argentino Virginio Colombo quien, junto al escultor Ercole Pasina, combinó en la fachada 39 obras de arte: 13 estatuas femeninas, 10 querubines, 12 cabezas femeninas en las ménsulas, 3 vitraux, y una escena que evoca una crucifixión. Esa privilegiada y artística panorámica es la que se observa desde el balcón del departamento del historiador y crítico de arte José Emilio Burucúa (1946), quien vive allí desde hace 25 años. “Luego de vender la casa familiar en Villa Urquiza, ya sin hijos allí, me enamoré con mi mujer de la construcción de Colombo. Vinimos a visitar el departamento y lo compramos sin dudar”, rememora, cara a cara, con Infobae Cultura.
La combinación entre arte e historia del proyectista de emblemáticos edificios como la Casa de los Pavos Reales (avenida Rivadavia 3216), el Edificio Grimoldi (avenida Corrientes 2584) o la Societá Unione Operai Italiani (Sarmiento 1364) se engarza con la estirpe del ensayista argentino, doctorado en Filosofía y Letras en la Universidad de Buenos Aires (UBA) -también vicedecano de aquella facultad entre 1994 y 1998- y que acaba de lanzar una monumental obra de 700 páginas intitulada Civilización. Historia de un concepto, editado por Fondo de Cultura Económica (FCE), que le demandó cinco años de investigación y escritura.
¿Cómo estructurar algo tan ambicioso? “En realidad yo pensaba escribir o proponer una nueva teoría sobre el concepto de civilización, digamos, empezar por el euroatlántico, seguir por la gran civilización árabe, luego por la china y el Japón”, resume el también autor de Historia Natural y Mítica de los Elefantes (junto a Nicolás Kwiatkowski) quien en breve presentará su segundo volumen de esta minuciosa obra. Burucúa, además, está escribiendo un libro con el escritor Daniel Samoilovich (autor de La estética del error. Apuntes sobre arte y poesía) a editarse también por FCE.
Las raíces de una palabra
Cuando empezó a trabajar en su obra, el investigador de 78 años se dio cuenta que, primero, debía poner el foco en el término de la palabra, “el concepto de civilización”. Avatares del uso, intento de definición, historiarlo, fue la empresa que se encomendaron los ingleses y franceses -durante la primera mitad del siglo XIX- y, que el ensayista argentino, luego lo hizo carne para desentrañar los orígenes de esa palabra conformada por una docena de letras. “Aparece en un texto de 1757 en francés, y de ahí se empieza a extender. Primero es adoptada por los ingleses, que ya tenían una palabra parecida que era civility, para quedar más bien confinada al campo político y jurídico, estudiada por Francis Bacon. Y en el caso de los franceses estuvo a cargo de Francois Guizot. Luego fue adoptada por otras áreas de cultura como la española, la latinoamericana y la norteamericana”, comenta.
Mientras comienza a desandar el origen de su último libro, y posa para las fotos, se puede revisar en su frondosa (y babélica) biblioteca varias ediciones actuales de (El ingenioso hidalgo) Don Quijote de la Mancha, que pueden convivir con una colección de la mítica historieta argentina Nippur de Lagash -guionada por el inolvidable Robin Wood-, Medea (Eurípides), Babilonia (Armando Discépolo) junto al interesante De la historia bíblica a la historia crítica. El tránsito de la conciencia occidental, escrito por Jacques Lafaye, que amplifica el recorrido cultural del autor de Enciclopedia B-S: Borges y Saer. Un experimento de historiografía satírica. “El campo semántico de la palabra civilización apareció en otros horizontes geográficos y culturales. En el caso de los chinos utilizan la palabra wenming, en la que ´wen´ conserva su sentido de ´cultura´ y ´ming´, se traduce como ´brillante´ o ´claro de significado´”.
Según Burucúa, esta palabra apareció por primera vez en el célebre I Ching. Libro de los cambios, un texto adivinatorio de los siglos IV y III a.C. “Era algo que desconocía y me sorprendió al hacer la investigación para este libro”, dice con franqueza este múltiple ganador de premios Konex de Platino (2004, 2014 y 2016) en el campo de las Humanidades quien también se alzó con un Konex de Brillante (2016), máxima distinción de estos galardones. Dichos premios posan en uno de los ambientes de su departamento, junto a una réplica en miniatura de una Venus de Milo, otro ícono artístico mundial.
— ¿Cuál sería su definición de “civilización”?
— En el libro no propongo una mía (risas) pero pienso que es un racimo, un conglomerado de culturas reunidas por un aire de familia que se extiende en un territorio. La palabra civilización está bastardeada porque en la segunda mitad del siglo XIX y durante el XX, los europeos y el Occidente, tomaron el término y lo enarbolaron sobre la base de una superioridad eurocentrista y uno de los propósitos de este libro es demoler ese eurocentrismo, encontrarle un significado, un campo semántico para la palabra y que no lleve implícita esa superioridad.
— Y también varios autores “confunden” civilización con cultura…
— Así es, los alemanes (siglo XIX-XX) prefieren la palabra “cultura” y se resistían mucho al uso de la civilización como un modo de vida, de costumbres, una producción intelectual de gran proyección en el espacio y en el tiempo. Después va a haber una alternancia ya que Karl Marx utiliza el concepto de civilización y más tarde los ingleses incorporan otra vez el término de cultura. Me causaba escozor que las naciones colonialistas del siglo XIX usaran esta palabra como una forma de legitimar el dominio que van a establecer en los países. Por eso, el propósito del libro es ver que otros pueblos, otros horizontes, han tenido un concepto anterior que lo que lo hemos obtenido nosotros y que hay que buscar alguna forma en que ese concepto se despoje de cualquier idea de superioridad.
— En su libro hace hincapié en una sentencia que cruza toda la obra: “la domesticación del guerrero”, condición sine qua non para que una civilización prospere como tal…
-Sí, es un término acuñado por el sociólogo alemán Norbert Elias, cuya obra se basó en estudiar la relación entre poder, comportamiento, emoción y conocimiento. Aquellas sociedades cuyo poder de defensa, de coacción, logra supeditarlo y controlarlo por fuera de la clase misma de los guerreros, implica una domesticación ya que aceptan esa sujeción a un poder que no está fundado en la fuerza de las armas, sino que tiene otro tipo de legitimación. La civilización china logró, sin eliminarlos, esa domesticación. Esto establece una paz interior en el conglomerado de culturas que alcanzan ese estado social que es el de apaciguamiento de los diferendos y el rechazo de la violencia como manera de resolución de las diferencias. Es decir, los guerreros se conservan.
— ¿Qué rol ocupan, a partir de esa nueva etapa de la sociedad, los “guerreros domesticados”?
— Cuando una sociedad logra controlarlos, no hacerlos desaparecer (porque eso sería imposible) limita el ejercicio de la violencia a solo algunas circunstancias. Y, ni aún en otras, serían estos guerreros quienes determinasen el curso de los conflictos, de la guerra.
— ¿Podemos decir que estos guerreros demarcan el camino, el trazo profundo del proceso civilizatorio?
— Eso empieza con esta sujeción de ellos a un poder y una autoridad por fuera de sí mismos, ahí comienza el proceso. Se logra que no apliquen la violencia por fuera de esa función de defensa, que la sociedad no construya y no se organice sobre la base de su poder.
La guerra y el fin del paradigma civilizatorio
Como referente del estudio de las civilizaciones, Burucúa almacena varios estantes de diccionarios (rumano, alemán, italiano, vasco, francés y latín, entre otros idiomas) y puntualiza acerca de la antítesis del prototipo civilizatorio, lo cual lo lleva a entrar de lleno en el campo de la literatura y citar la obra canónica del escritor polaco Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas, que tuvo su alter ego en el cine con la vertiginosa Apocalipsis Now, de Francis Ford Coppola. ¿Siente que allí se aúna ese concepto de caos? “Puede ser, esa apoteosis de la barbarie se produce bajo el estandarte y el nombre de la civilización porque las potencias colonialistas imperialistas justificaban la toma de territorios y el sojuzgamiento de esas poblaciones para el nombre de la civilización. La forma de inculcarle los bienes -a poblaciones que se suponían bárbaras o salvajes- o de llevarles los supuestos beneficios técnicos sanitarios: solo resultaron empresas de terrible servidumbre y dominación en nombre de la civilización”.
— ¿Cómo encajan los grandes conflictos bélicos en la estructuración de estos procesos?
— Son todo lo contrario, son descivilizatorios, que una sociedad provoque una guerra dentro de sí misma, o hacia afuera, es un elemento fuertemente descivilizador, en el sentido de que va a debilitar la paz que hace posible el buen comercio entre los hombres y que puede llegar a grandes extremos de violencia como ocurrió durante la Primera y la Segunda Guerra Mundial. La capacidad de destrucción que tuvieron los ejércitos, que se enfrentaron en estos conflictos bélicos, era un hecho inédito y sin precedentes. Una persona que vio muy bien este asunto fue el expresidente Dwight Eisenhower, uno de los grandes militares del siglo XX. Sin embargo, cuando él ejerció la presidencia, durante dos períodos, se despidió del gobierno diciendo: “Yo llamo la atención a la ciudadanía norteamericana que tiene que prestar atención y disminuir el extraordinario poder que está adquiriendo el complejo militar industrial”. En plena Guerra Fría él se da cuenta del peligro que significa para la paz interior de la sociedad norteamericana. Es decir, la combinación de la convergencia, de los intereses de los guerreros con los intereses de los grandes productores de la industria.
En su libro, el ensayista no propone la teoría del “choque de civilizaciones”, por eso “abomina” el libro del profesor y politólogo estadounidense Samuel Huntington, El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial. “No dudo que hubieron hechos contenciosos entre algunos países de un determinado horizonte de civilización contra otros. Pero para Huntington el choque de civilizaciones es algo inevitable. Y, si se piensa así, es directamente abrir el camino hacia un abandono de la domesticación de los guerreros y convertirlo otra vez en su sostén de un orden social. Entonces sería una contradicción, ya que las civilizaciones bien constituidas y que establecieron la paz interior es porque pudieron domesticar al guerrero y no pueden admitir un choque a menos que sea atacada”, destaca este lector de La luz de la tierra, de Daniel Wolf, coleccionista de ediciones en castellano e inglés de Las obras completas de William Shakespeare o bien el ensayo de Robert Burton, The Anatomy of Melancholy, cuya primera edición data de 1621.
— ¿Siente preferencias por algún tipo de civilización en cuanto a su desarrollo?
— Rechazo tener una civilización como modelo. Escribir este libro es insistir en que queremos que exista paz entre las naciones y comprensión entre los seres humanos, aunque tengan horizontes culturales completamente distintos. La idea es abolir las jerarquías, por eso es que no tengo un paradigma. Si uno piensa en el siglo XX, el proyecto de las Naciones Unidas, sería un gran mosaico de civilizaciones en relaciones mutuas pacíficas, si podría existir una civilización universal.
— ¿Y esto en qué derivaría?
— La pacificación interna de las sociedades da lugar a que, al principio, un pequeño núcleo de personas pueda tener tiempo para dedicarse al ejercicio de la libertad, o sea, detener el empleo exclusivo del tiempo en la satisfacción de las necesidades. Por ende, le va a quedar un buen intervalo para hacer cosas que no tengan ninguna relación con la satisfacción primordial (abrigo, vestirse, comer, reproducirse) sino que recurrirán a otras cuestiones.
— ¿Por ejemplo?
— Cultivar flores, hacer que la comida sea rica, que haya alguna delicadeza en la preparación del alimento. ¿Cuál es la necesidad de cultivar flores? ¿Qué necesidad urgente nos trae? Ninguna, porque no nos sirven para comer. No es una necesidad que satisface la existencia.
— Y como historiador del arte, este aspecto de la necesidad usted lo proyecta también al campo de la estética
— Sí, porque se dice que en el terreno de la producción estética nada es necesario, por eso pertenece al mundo de la libertad. Yo creo que no es así, porque hay una necesidad estética. Un inglés que se llama Ernst Fischer, que escribió La necesidad del arte, dijo que hay una necesidad de la auto representación, el que hace la representación o el que dispone que se haga, pueda verse a sí mismo. O sea que uno no puede verse a sí mismo y autodefinirse mejor de lo que lo hace, sin la existencia de la exterioridad estética. Durante siglos, en la pintura, el retrato fue la forma en que la gente tenía de conocerse, de verse a sí misma.
— Hablando de verse a sí mismos, podríamos citar a Rembrandt, alguien que se autorretrató mucho a través de los años, y artista que usted admira…
— Eso es extraordinario, porque ese hombre llegó a un conocimiento de sí mismo tan profundo que no hay ningún otro que lo haya hecho igual, casi en ningún campo estético. Quizás en la literatura, con Las confesiones de San Agustín (una serie de 13 libros autobiográficos de San Agustín de Hipona, escritos entre el 397 y el 398) que es un autoexamen parecido al que luego haría Rembrandt.
Referentes en el estudio del arte
En 2012, la editorial Colihue, publicó una traducción suya, hecha en colaboración con Nicolás Kwiatkowski, de los Cuadernos de arte, literatura y ciencia de Leonardo Da Vinci, acerca de los emblemáticos escritos del polímata florentino quien encierra, en la curiosidad y multiplicidad de intereses, factores que seducen al entrevistado. “La razón de mi fascinación por Leonardo Da Vinci es que él pudo llevar a cabo lo que podría ser la aspiración ideal del hombre que lee, estudia y se interesa por comprender el mundo. Me subyuga porque fue un hombre universal, por eso lo he estudiado con tanto ahínco y me he metido en su vida, en su producción, en sus formas de trabajar”.
Él reconoce que siempre aspiró a ser un polímata pero que no pudo llevarlo a cabo. “Las ciencias duras, la física, las matemáticas, la medicina son cosas que en algún momento de mi vida me atrayeron”, recuerda quien tuvo como padre a José Emilio Burucúa (fallecido en 1995) un reconocido profesor de la Facultad de Medicina de la UBA (1969-84) y quien llegó a ser Jefe de servicio del Hospital de Clínicas José de San Martín como así también miembro Fundador de la Sociedad Interuniversitaria Argentina de Medicina Interna (1982) y Presidente de la Asociación Argentino-Hispánica de Medicina y Ciencias Afines.
¿Qué aplica Burucúa del método de trabajo davinciano en su producción escrita? “No desinteresarme ni dejar caer ningún tema, algo tengo que tratar de sacar de lo que se me cruza y aparece. Supongamos que si estoy estudiando un conjunto de obras de arte y ahí surgen problemas de material que se usa, con eso podríamos ir al campo de la química, interesarme también en eso, ver cómo en dicho universo los materiales incidieron en la producción estética y expresiva. La búsqueda de nuevas formas de representación”.
Burucúa señala además a Héctor Schenone como su gran referente nacional en el campo de la historia del arte. “Fue un gran especialista en el arte colonial que además tenía un saber muy profundo y enciclopédico sobre el arte europeo del Renacimiento y del Barroco. Fue mi gran maestro”. Y también sumó, desde Italia, a Carlo Del Bravo “quien me enseñó a no sentirme constreñido por las categorías histórico artísticas preliminares”.
— ¿Cómo sería eso?
— Si yo veo una obra del siglo XVI, florentino, lo primero que tengo que decir es: ´esto es clásico o renacentista o manierista”. Pero no, hay que desetiquetarla, después sí, la vuelvo a poner, la analizo en profundidad, veo todo lo que la rodea, el momento de su producción y después puedo, en todo caso, recuperar la categoría de Renacimiento y articularla con esta obra, pero ya con una complejidad nueva. Eso es lo que me enseñó Del Bravo y por eso yo pude superar el gran prejuicio que tuvimos quienes nos educamos en los años 50 y 60 respecto del arte académico.
— El cuadro Paisaje de invierno del pintor ucraniano Kazimir Malevich ilustra la tapa de su último libro. ¿Por qué eligió esta pintura?
— Malevich me interesó muchísimo por cómo buscó, en tiempos de cambio, no solo radicalizar, sino encontrar en él una nueva forma más elevada de la vida. De qué manera él busca lo nuevo en su obra suprematista. A través de ese movimiento de arte abstracto era muy difícil que, una vez producida la Revolución Rusa, desapareciera toda la gran palanca de la transformación estimulante y engrandecedora de la Humanidad. En él hay un verdadero drama en esa búsqueda de una conjunción que sea, a su vez, superación. Y ese drama lo lleva a una fluctuación tan extraordinaria, desde lo más simple y a la vez inspirador, como su obra Cuadra blanco sobre blanco, de 1918, y allí Malevich ve la posibilidad de que ese sea el punto de partida de un cambio profundo del ser humano y de la sociedad.
Este ex director del Instituto de Teoría e Historia de las Artes “Julio E. Payró” (UBA) tiene en la mesa de su living comedor, donde se realizó esta entrevista, un tomo de la colección Poemas esenciales, de Luis de Góngora, junto a La experiencia democrática, escrito por Natalio Botana, y El evangelio de Sara, obra de Jorge Costadoat, ecléctico pantallazo de las obras que ahora está leyendo el además investigador y profesor de la cátedra Problemas de Historia Cultural, en la Escuela de Humanidades de la Universidad Nacional de General San Martín (UNSAM).
En 2003, la editorial Fondo de Cultura Económica dio a conocer un libro suyo sobre historiografía cultural: Historia, arte, cultura: De Aby Warburg a Carlo Ginzburg. Y sobre el autor del ineludible libro El queso y los gusanos, no ahorra elogios. “Es un gran amigo y fue fundamental para mí formación, es el historiador vivo más importante del mundo”, afirma. Es más, en su departamento se ve un cuadro bastante peculiar: allí se lo ve a Burucúa pintado y sentado en un trono símil azteca, con varias imágenes alegóricas al arte y las civilizaciones y, en el margen inferior derecho de la pintura, una figura canosa. Sí, Carlo Ginzburg, quien junto al francés Roger Chartier, erudito historiador en el estudio del libro y la lectura, son dos de sus grandes amistades desde el otro lado del Atlántico. Y una coincidencia final: ambos historiadores protagonizaron, en 2016, las jornadas internacionales Encrucijadas del saber histórico, organizadas por la UNSAM con el objetivo de homenajear la trayectoria intelectual del amigo Burucúa.
Fuente: Infobae
Por Pablo Raimondi