Ricardo Piglia logra con Respiración Artificial (Pomaire, 1980) una de las peores novelas de su generación” escribió César Aira en la Revista Vigencia en 1981. Podría decirse que en ese gesto audaz inaugura una de las últimas grandes grietas de la literatura argentina post Borges.
Lo cierto es que Piglia no sólo fue un excelso novelista, autor de títulos como el antes mencionado, El camino de Ida, Plata quemada o Blanco Nocturno. También fue un docente de años de trayectoria, un notable crítico y uno de los formadores —junto a Beatriz Sarlo, David Viñas, Enrique Pezzoni y Josefina Ludmer— del canon de la literatura argentina que se ha estudiado durante medio siglo.
Lo cierto es que Piglia siempre da que hablar. Recientemente se publicaron tres nuevos títulos que exploran sus múltiples facetas: un recorrido por su vida y obra haciendo énfasis en sus diarios, tal vez su última gran obra, narrado con el instrumental del periodismo narrativo (Ricardo Piglia a la intemperie de Mauro Libertella, Edición Universidad Diego Portales), su rol como prologuista de la colección del Recienvenido (Trece prólogos, Fondo de Cultura Económica) y su rol como intelectual, editor e integrante de revistas míticas durante los años sesenta y setenta (Ricardo Piglia, Introducción general a la crítica de mí mismo, Conversaciones con Horacio Tarcus, Siglo XXI editores). Como si esto fuera poco, Eterna Cadencia publicará en noviembre un libro que reúne las clases que dictó en la TV Pública en 2013 sobre Borges.
Al leer estos libros no sólo se conoce más sobre la biografía de uno de los escritores y críticos más importantes de nuestro país. También se indaga un poco más acerca de su identidad, estilo y motivaciones. Se lo encuentra como un autor que no esquiva la polémica. Su formación como historiador también permeó en su obra. Que ese ímpetu por escribir marcó la entereza que lo acompañó hasta sus últimos días cuando, aquejado por la ELA, se vio obligado a escribir con el ojo, ayudado por un software, sus últimos relatos policiales.
En el documental 327 cuadernos de Andrés Di Tella se lo ve a Piglia armando las valijas. Se encuentra abandonando su puesto como docente en Princeton después de una década. Allí le cuenta al director del filme que su deseo es, en realidad, prender fuego esos cuadernos donde escribía sus diarios desde hace décadas. Quemarlos como si fuera una especie de performance.
“¿Cuál es el presente de un diario?” Se pregunta el realizador en voz en off. ¿Cómo leerlo? “Usar el género y su verdad para hacer ficción. Una ficción imperceptible”, responde Piglia leyendo uno de sus tantos cuadernos. Luego lo vemos en cámara cumpliendo su deseo. Toma un fósforo y enciende una de las páginas. Lentamente, el fuego consume el papel. Las llamas se reflejan en sus anteojos. Chispazos del último lector.
Se pregunta Mauro Libertella en un pasaje de su libro: “¿Cómo abordar los diarios?¿Cómo un registro de época, como notas tomadas al calor de los hechos, como una construcción retrospectiva de la vida, como una ficción autobiográfica?”. Podría decirse que todo es válido y a la vez no.
Editado bajo la mirada quirúrgica de Leila Guerriero, estructurado de un modo similar a un libro anterior del autor para esta misma colección sobre Mario Levrero, este perfil narra en órden cronológico durante veintiocho capítulos breves la vida y obra de Ricardo Piglia. Si bien toda su obra, desde su primera novela pasando por sus cuentos o su labor crítica, es mencionada y comentada, sus diarios, tal vez su mayor legado, cobran un lugar preponderante. Parecerían ser, finalmente, la obra que escribió a lo largo de toda su vida e, incluso, después de su muerte.
Escribe Libertella sobre el final de este proceso: “Los largos meses de tipeo y edición de sus cuadernos quizás hayan sido la última gran intemperie de Ricardo Piglia. Un hombre en una silla, cada día un poco más inmóvil, que mueve sin embargo sus ojos por la película de su vida hasta encontrar el motivo que la estructuró, su trama, algo que solo se encuentra cerca del final.La unidad es siempre retrospectiva”.
Siempre hay un lugar para la polémica: desde aquella antes mencionada contra César Aira en 1981, que tuvo varias réplicas, hasta el episodio de la denuncia por el Premio Planeta que está muy bien reconstruido. “La literatura es un campo de batalla sin tregua y las posiciones de los autores –su lectura de los otros, de la tradición– son, también, una manera de atacar”, define Libertella y recuerda a aquellas hipótesis de Roberto Bolaño sobre la literatura argentina al describirla como derivas de la pesada. Por momentos, Piglia parecía un pugilista lector. Libertella lo define como un equilibrista temerario.
Se incluyen voces que dotan al relato de ternura, como su compañera Beba Eguía o su ahijado y guardián de su biblioteca, el escritor Germán Maggiori. Se narran datos de color, por ejemplo cuando el autor se encuentra con señaladores raros entre sus libros: “De A Sangre Fría, de Truman Capote, por ejemplo, emerge una tarjeta de entrada a la biblioteca de Princeton, de 1996. En otro libro hay una radiografía de sus dientes. Se podría reconstruir su biografía doméstica a partir de los elementos que pueblan las páginas”.
“En Casa de América de Madrid, en 2000, dijo: ‘Nunca he hecho la experiencia de leer el diario de principio a fin, porque me parece que cuando haga eso me voy a morir’”, cuenta y el libro tiembla entre las manos del lector.
Disparos de belleza fulgurante
Tal como cuenta el escritor, crítico y docente Aníbal Jarkowski en el prólogo a Trece Prólogos, es curioso cómo Piglia desembarca en el ámbito editorial a raíz de su renuncia a la Universidad Nacional de la Plata luego de la intervención militar en 1996. Una serie de causas y azares lo coloca en la editorial Jorge Álvarez, que luego se convertiría en leyenda, trabajando en la redacción de informes de lectura y el armado de colecciones. Tenía veinticinco años.
Dice Jarkowski: “optó por una manera alternativa, heterodoxa, que hacía ver sus discrepancias con colecciones preexistentes (…) proyectando en esos trabajos novedades, polémicas y una cualidad creativa equivalente a la que empleaba en el acto de escribir su propia obra”. “voluntad de desvíos respecto de las expectativas convencionales”.
Queda clara la relación personal y afectiva de Piglia con estos libros. Como prologuista, describe en pocos renglones las estrategias de la narración y enaltece a las óperas primas. También cuenta cómo llegó a muchos de estos libros –por ejemplo, como en un viaje a Entre Ríos leyó En breve cárcel de Silvia Molloy. También, por supuesto, habla de procedimientos: la comparación narrativa en Ana Basualdo y sus cuentos, la aventura en aquella novela iniciática y controversial para la época, Nanina, de Germán García, la ira fusionada con la elegancia a lo Faulkner de los cuentos de Miguel Briante, lo erótico en Susana Constante.
“El mal menor no es un relato de terror sino un relato sobre el terror”, afirmará sobre la novela de culto de C. E. Feiling. Sobre Minga!, de Jorge Di Paola: “Si el arte narrativo consiste en vincular una historia a un narrador, esta novela es un ejemplo magistral de ese vínculo”.
En un párrafo resume y sentencia con belleza y minimalismo el argumento de La muerte baja en el ascensor de María Angélica Bosco : “Una mujer desciende a la madrugada en el ascensor iluminado de un exclusivo edificio de la calle Santa Fe. Es joven, es bella y está muerta. Sobre esa imagen gira una de las mejores novelas policiales escritas en Argentina”
Sobre Héctor Libertella dispara: “Como Borges o Calvino, Libertella es un escritor conceptual; no distingue crítica y ficción, escribe para pensar, entrevera lo que sabe con lo que sueña y postula una intensa poética de la literatura”.
Acerca de Ezequiel Martinez Estrada, un escritor que resultó clave en su formación intelectual, se pregunta por qué su literatura ocupa un lugar lateral en su obra (y en la literatura argentina en general). Lo asocia a su genialidad y a su destacada tarea como ensayista. “El que narra es un coleccionista de calamidades, un sujeto distanciado que registra los hechos con cierta ironía y resuelve magistralmente, con detalles circunstanciales y diálogos de gran eficacia, la construcción de un mundo a la vez cotidiano y condenado”.
Dice sobre este último y esto bien podría adjudicarse a él mismo: “Esa tarde se reveló para mí su capacidad de construir imágenes instantáneas e imborrables. Su estilo consiste en buscar un acontecimiento cotidiano, un detalle casual o una metáfora común y transformarlos en un universo denso e imposible. Tiene la virtud de convertir lo trivial, por acumulación y expansión, en algo extraordinario”.
Estos textos ratifican su agudeza como crítico que en pocas pinceladas traza una radiografía con los trazos justos. Algunos hasta parecen ensayos poéticos, evocaciones sentimentales con disparos de belleza fulgurante. “A veces, pienso en Norberto Soares; puede ser una música en la ciudad o los tonos de la prosa del libro que estoy leyendo o la figura vacilante de alguien que se aleja en la noche, y entonces, pienso en Norberto Soares”.
Seguros de la imposibilidad de callarnos
Hasta el momento muchos libros han indagado sobre el escritor, el crítico literario, el ensayista o incluso el ser humano. Faltaba el libro que indague sobre el Ricardo Piglia intelectual. Es este.
Producido con erudición, prolijidad excelsa y amor, este compendio de conversaciones con Tarcus (participó de muchas también Ana Longoni) en el Centro de Documentación e Investigación de la Cultura de Izquierdas (CEDINCI), revelan, por un lado, qué pensaba Piglia en su juventud. Cómo entendía la política, la militancia y el deber ser de un intelectual comprometido.
A la vez, indaga acerca de cómo el cruce entre literatura, historia y política definió su identidad. Cómo se convirtió, a la vez, en un diletante que abarcaba múltiples frentes. Al respecto, afirma: “Yo rompía un poco el esquema del político que se dedica solo a la política, o del escritor que se dedica solo a la literatura o del tipo que se dedica a la historia. Y cuando pude mezclar todo eso, ahí le encontré la vuelta. Pero me di cuenta de eso mucho después, en un primer momento hay un punto de tensión para mí; no era una cosa sencilla”.
Pero, sobre todo, también es un libro fresco y divertido, ya que conserva su registro oral como pocas veces lo hemos leído. Abre con un bello prólogo de María Moreno que calza a la perfección. Allí afirma que para Piglia los bares de las ciudades en las que vivió fueron escritorio abierto, sala de encuentro con otros conspiradores de la trama cultural y política, biblioteca personal y refugio de activista.
Piglia traza mientras va conversando una historia de las revistas culturales/literarias argentinas de los sesenta y setenta. Asombra su cantidad y trascendencia lo cual lleva a la pregunta acerca de qué ocurrió, dónde está el magma de aquellas publicaciones. Evoca a sus amistades. Entre otras, resalta el nombre de Rodolfo Walsh. Leyenda viva del periodismo y la militancia, a veces mitificada en exceso, dirá que se volcó a la lucha armada para resolver una crisis literaria, una de sus hipótesis más arriesgadas e interesantes: “Una crisis que los escritores resuelven a su manera, siempre, ¿no? Mucha gente resuelve la crisis yéndose a la política (…). Pero hay un momento en que un tipo puede agarrar por ese lado porque no sabe qué hacer con lo que está escribiendo, aunque parezca mentira… Y si uno lee con cuidado el diario de Walsh, creo que puede percibir eso que digo”.
Otros amigos, a quienes luego criticará con furia pero seguirá dirigiéndose con respeto, son Beatriz Sarlo y Carlos Altamirano, sus compañeros en la revista Punto de vista, la cual describe como “un pequeño complot”. Al respecto, es recomendable leer el libro que publicó Sofía Mercader este año, también por Siglo XXI, que expande y profundiza la historia de esta revista trascendental para la historia intelectual de la cultura de izquierda en la Argentina. Párrafo aparte para todo lo referido al viaje del escritor a China, historia que ameritaría un libro en sí mismo.
También se incluyen textos de juventud del autor. Por ejemplo, un ensayo de 1964 en donde da su definición del rol del intelectual: “Seguros de la impracticabilidad de la pureza, convencidos de la responsabilidad de decir, de la imposibilidad de callarnos”.
La vanguardia, otro concepto que lo obsesionó (vale recordar sus clases devenidas en libro Las tres vanguardias, Saer, Piglia Walsh, editadas por Eterna Cadencia) aparece bajo un cúmulo de ideas interesantes que, de nuevo, entrecruzan la literatura y la política: “Hay dos cosas sobre las cuales me he mantenido firme que, primero, es el concepto de vanguardia, que redefino como una posición de lectura y no como una producción, porque no me considero un escritor de vanguardia. Yo me considero un crítico que lee desde el efecto que la vanguardia produce en el nivel de la literatura, después podemos ver qué quiere decir esto”. En la misma sintonía, retrofuturista, de repliegue, se refiere a la revolución: “Un concepto que me permite entender el pasado”
Así como prefirió buscar el futuro en el pasado y viceversa, impresiona cómo es posible capturar el presente en sus escritos de hace décadas cuál profecías. En la editorial de Literatura y sociedad, año 1965, número 1, escribía: “Por un lado, se ahoga la literatura en el espesor de lo inmediato; por el otro, se la esteriliza hasta convertirla en un objeto decorativo. En los dos casos se la traiciona”. En tiempos de inteligencias artificiales que escriben por nosotros, esta sentencia se vuelve aún más inquietante.