Alcanzaron unos pocos meses para que la promesa que hizo Javier Milei a los electores el año pasado, que gobernando sin negociar con nadie, como un rey filósofo implacable, iba a dar vuelta el país como una media, se demostrara inviable.
Algo así no puede funcionar en ningún lado. Menos todavía en Argentina, donde proliferan los problemas urgentes, convertir el aparato estatal en instrumento del cambio es extremadamente difícil y las ansias revolucionarias han chocado siempre contra el oportunismo acomodaticio de todos los actores, incluidos los propios revolucionarios.
Con todo, el experimento mileista de gobernar “lo más solo posible”, conservando el máximo de autonomía, se mantiene en pie. Porque él sigue cultivando con éxito su condición de outsider, enfrentado a las instituciones que no controla, es decir, casi todas. Y porque la fragmentación de las demás fuerzas se profundiza y le da ánimos: está bien a la vista en el PRO y la UCR, y cada vez más también en el peronismo. En lo que siguen colaborando, como desde el principio de esta historia, los máximos referentes de esos espacios.
Está a la vista ya que Macri se apresuró en tirar por la borda a Juntos por el Cambio, confiado en que Milei tarde o temprano sellaría una alianza con él, cuya inevitabilidad solo existió en verdad en sus sueños. Ahora que este lo pone entre la espada y la pared, o se deja deglutir, bajo el eufemismo de la “fusión”, o se extingue en la tierra de nadie a que se reducirá, si se cumplen los pronósticos oficiales, el centro político, el ex presidente no tiene donde refugiarse. Porque es evidente que el PRO solo no podrá ser una opción, y ya es tarde para volver a buscar sintonía con los ex aliados. Sabios los gobernadores de ese espacio, que no rifaron sus coaliciones de apoyo y podrán desdoblar en 2025 las elecciones distritales, igual que hicieron el año pasado, para sobrevivir como JxC. Macri la tiene mucho más difícil.
En cuanto a Cristina, su contribución al éxito de Milei es, claro, aún mayor: empecinada en sostener su diagnóstico de que “esto no puede durar” y que la historia le va a volver a dar la razón, como siempre ha hecho, fracasó en oponerse a las leyes que el presidente reclamó al Congreso, y se negó por tanto también la oportunidad de volverse su fiscal: de haber sido menos recalcitrante podría decir ahora “les dimos lo que querían, vamos a controlar qué hacen con esas armas”.
Pero no, sigue y seguirá empecinada en una discusión puramente ideológica, que solo interesa al propio Milei, pues le sirve para disimular todo tipo de improvisaciones y flancos débiles, y para abrir sus listas de candidatos y la distribución de cargos a un mundo peronista cada vez más desorientado.
¿Qué nos enseña toda esta situación? Muchos pretenden concluir de ella que con polarizar y fragmentar a la oposición al oficialismo le va a alcanzar. Que esta vez sí un líder preclaro va a poder sostener los cambios que necesitamos, con el casi exclusivo concurso de la opinión.
Pero esa es una conclusión apresurada: olvida que no tiene nada de novedoso esto de entusiasmarse con el voluntarismo de líderes que en su etapa de auge parecen poder llevarse todo por delante, y se vuelven el motivo de todas las decepciones cuando la realidad se ensaña contra su supuesta excepcionalidad.
Lo que nos lleva de nuevo al comienzo de nuestro planteo: ¿no fue una ilusión vana pensar que podían resolverse los déficits de nuestras coaliciones de gobierno con el simple y cómodo expediente de prescindir de ellas? Para un gobierno minoritario era tentador abrazarse a esa idea, claro, pero también era una trampa. De la que no ha zafado, por más que se resignara a negociar sus proyectos de ley. Pues la “máxima autonomía posible” y la “mínima transacción con la casta” siguen gobernando sus pasos.
La solución no es prescindir de las coaliciones, sino aprender de los errores y déficits que perjudicaron en el pasado los intentos de hacerlas funcionar. ¿Y cuáles son esas lecciones?
Para empezar, que la cooperación necesita contrapartes fuertes: las ventajas ocasionales que se obtienen de debilitar a posibles socios se pagan a mediano plazo. Le pasó a la Alianza, a la Concertación Plural, al propio Macri con los peronistas disidentes. No conviene insistir.
En segundo lugar, los gabinetes son vitales y conviene institucionalizar su funcionamiento y dotarlos de poder. La relación radial y personalizada entre el presidente y sus ministros, que ha sido la norma entre nosotros, a la larga perjudica la autoridad presidencial y la calidad de la gestión.
Tercero, no conviene centrar los acuerdos en cuestiones muy puntuales, el voto de un proyecto de ley en particular, una disputa electoral, ni llevarlos al plano de las ideas abstractas. Porque las primeras no se sostienen más allá de la coyuntura y premian el oportunismo, y las segundas sirven solo para hacer marketing de las buenas intenciones. Lo más útil, y no por nada lo más difícil, es lograr acuerdos en el medio, ni puntuales ni abstractos.
Es fácil ver que el actual gobierno no va muy bien encaminado con relación a ninguno de estos tres criterios. ¿Está a tiempo de revisar su estrategia? Difícilmente quiera hacerlo antes de las próximas elecciones, a menos que enfrente antes una crisis económica que le niegue el mínimo combustible necesario a la apuesta por imponerse solo en ellas. Y puede entonces que, cuando lo intente, sea ya tarde. Una vez más.
En cualquier caso, la competencia entre coaliciones alternativas no va a desaparecer de la vida política argentina, por más que Milei logre consolidar su partido. Porque la fragmentación del sistema político obliga a componer mayorías en base a acuerdos.
Otro buen motivo para reflexionar sobre las experiencias recientes al respecto y las razones de su mal desempeño, con la vista puesta en cómo ellas pueden corregirse y que, alguna vez, arreglos electorales circunstancialmente exitosos se transformen en gestiones eficaces.
Fuente: Clarín
Por Marco Novaro
Imagen: Mariano Vior