Si el siglo XIX es la cuna de nuestro mundo contemporáneo, mejor, de las contradicciones que lo atraviesan, se hace imperioso buscar en él tradiciones que permitan discutir con el presente. Esto es, armar la historia en otra dirección, buscando la herencia del mundo que perdimos con el progreso, el misterio que antes anidaba en el corazón de la humanidad y que fue desapareciendo en pos de la confianza depositada en la máquina y en el lógico avance que ella supone. No nos debe extrañar que, en la segunda mitad del siglo de las revoluciones, de los cambios, de la transformación del mundo, también se podía encontrar el germen del escepticismo, de la desconfianza por los mitos y las historias, de la muerte de los antiguos dioses. Es interesante ver cómo, en el mismo momento, se da tanto el desarrollo final del espíritu científico, que liquida los sistemas míticos del pasado, como la aparición de pensadores, escritores, en líneas generales, que quieren volver a encantar el mundo, a llenarlo de nuevos dioses que le respondan al avance desprovisto de gracia de la razón. Marx, Nietzsche y hasta Freud fueron contemporáneos de Charles Baudelaire, de Robert Louis Stevenson y de Marcel Schwob (1867-1905), quien nació en el mismo mes de agosto que el autor de Las flores del mal, que murió apenas unos años después de haber realizado un viaje a Samoa en busca de la tumba del autor de La isla del tesoro, y que de alguna manera continuó por sus medios particulares la lucha por reencantar un “cosmos” que se había olvidado del misterio, recurriendo a los medios que el mismo desarrollo moderno le había provisto, como los estudios filológicos y la prensa: dos prácticas que sintetizaron su amor por las lenguas y relatos antiguos y su búsqueda por un público general que se perdiera fascinado en sus breves narraciones. La reedición de La lámpara de Psique, libro que reúne cuatro trabajos emblemáticos de Schwob (Mimos, La cruzada de los niños, La estrella de madera, El libro de Monelle), material aparecido el año pasado en México y distribuido este año en las librerías argentinas, permite volver a acercarse a un autor un tanto misterioso, a veces, olvidado, pero fundamental para entender el pasaje (como mínimo, literario) del mundo decimonónico a los albores del siglo de las guerras y los fascismos.
Schwob provenía de una familia judía acomodada del mundo francés, y su talento narrativo muestra la clara influencia de una alta cultura de la cual no deja nunca de participar, pese a ingresar rápidamente al mundo de la prensa escrita. En su formación, cobra especial importancia la figura de su tío León Cahun, de perfil humanista, conservador adjunto de la biblioteca Mazarine (la biblioteca pública más antigua de Francia) y, claro está, también él explorador, habiendo pasado tres años de su vida en Siria y siendo creador y responsable de una cátedra sobre Asia Menor en la Sorbona. Sera ese tío el que lo llevará a conocer con admiración el mundo de la Antigüedad, teñido, claro, del espíritu orientalista que primó en el territorio europeo durante gran parte de su historia. Schwob, ayudado por su tío, comienza a realizar traducciones del latín y el griego de Catulo, Apuleyo, Petronio, entre otros. A eso, hay que sumarle su pasaje por el liceo Louis-le-grand y, luego, sus estudios de alemán, de paleografía griega y hasta de sánscrito y filología, esto último teniendo como profesor al padre de la lingüística moderna, el propio Ferdinand de Saussure.
Tan pegada estaba su vida al mundo académico como al de la prensa moderna: su padre era el director de periódicos como Le Phare de la Loire, y es allí donde, siendo niño, publica un artículo sobre la obra de Julio Verne Un capitán de quince años. Este ida y vuelta entra la erudición y el gusto por una escritura refinada pensada para un público general va a funcionar siempre como una tensión interna en sus propios textos, una que claramente se desplaza hacia la relación entre el mundo moderno y el antiguo, sin por eso necesariamente resolverse. De ahí podría entenderse cierta pertenencia a la misma lógica simbolista que tiene a Baudelaire como centro: tal como observó el crítico alemán Walter Benjamin, en varios de los sonetos de este poeta francés podía encontrarse el impacto subjetivo que produjo la aparición del desarrollo técnico y la conformación de la ciudad, tal como la entendemos ahora. Lo que ha producido ese tipo de cambio es evidente: el mundo deja de ser un espacio mágico, rodeado de las tinieblas de misterio o de lo incomprensible. ¿Cómo puede subsistir un mundo así cuando empieza a existir la iluminación nocturna, y la noche es transformada, literalmente, por las luces de la razón? Ese mundo en fuga, que Baudelaire celebra melancólicamente, ya está procesado por Schwob, quien por eso refuerza la necesidad de reencantarlo a través, no de sonetos malditos, sino de una escritura que recupere la fantasía y, al mismo tiempo, la sorpresa frente a lo desconocido. Justamente, su fascinación por Stevenson radicaba en la aparición de lo fantástico y, también, en el desarrollo de una prosa de aventuras, historias que llevaban a sus protagonistas a conocer nuevos paisajes. Geografías distintas a la europea que conservaban un misterio, algo por ser descubierto y contado. Lo nuevo, para Schwob, es interesante porque restituye un asombro perdido.
LA IMAGINACIÓN AL PODER
¿En qué consiste la búsqueda de lo mágico en Marcel Schwob? La clave habría que encontrarla en su idea de la forma literaria, poderosamente presente en la obra de 1895 El libro de Monelle. Allí, a través de una escritura cuidada que está a medio camino entre la prosa y la poesía, Schwob va construyendo una versión finisecular de la musa literaria, aquella que presta por un momento la inspiración suficiente para luego retirarse y dejar “desnudo” al escritor. Dostoievski y Thomas De Quincey fueron tocados por las musas, por sus musas, señala Monelle, pero ellas eligieron estar en la vida de estos escritores por un tiempo para luego retirarse. Señala Schwob: “Vienen del frío y la lluvia a besaros en la frente y a secar vuestros ojos y las tinieblas espantosas las recuperan. Pues quizá deban irse a otra parte”. El destello poético, que produce inspiración, tiene que ser la bandera del escritor, quien entiende que no hay nada más importante que el momento y la oportunidad para armar su obra.
Este rescate de lo fugaz va de la mano con una escritura que se desarrolla, en gran medida, a partir de los géneros breves. Ya sea en las publicaciones en Le Phare de la Loire o en L’Echo de Paris, o en sus propios libros (algunos, recolecciones de los trabajos breves publicados en estos medios), Schwob buscó la síntesis en su estilo, hasta el punto de que armó una lógica de construcción de personajes que tenían menos que ver con los densos acontecimientos del estilo realista y mucho más con la configuración de un destino que pudiera presentarse en muy pocas líneas. O sea, contrapuso el desarrollo de las idas y vueltas de los personajes con la construcción de existencias breves, marcadas por la fuerza de un acontecimiento puntual. Por eso, Vidas imaginarias (1896) habría de ser uno de los libros más visitados de este escritor casi de culto, uno en el cual se pudieran presentar pequeñas biografías de los más diversos personajes, algunos, propios de la realidad histórica, como Lucrecio, otros, a medio camino entre el mito y la realidad, como Pocahontas y, finalmente, algunos inventados. Pero, en definitiva, cada uno de estos nombres conviven en serie con los demás, sea ya su “destino” algo inventado por Schwob o recuperado de la historiografía, sea ya rico o pobre, importante o aparentemente intrascendente para sus años o los nuestros. El mismo método volvería a repetirse en el Borges de Historia universal de la infamia (libro que claramente le debe mucho a Schwob) y en el Roberto Bolaño de Literatura nazi en América, por no hablar de otros escritores a los que este francés le ha señalado el camino, como el propio Enrique Vila-Matas, para señalar apenas uno. La posibilidad de armar un inventario, una enciclopedia que mezcla la ficción con la realidad, es también un intento por volver a armar un mundo en donde lo registrado y sabido tenga que volver a hablar con lo desconocido, con lo asombroso y artificial.
En esa misma línea es que puede entenderse otro de los libros que se encuentran contenidos en La lámpara de Psique: el escrito de 1895 titulado La cruzada de los niños. Recuperando una suerte de hecho real contaminado por el mito, evento que tuvo lugar (o circulación) a comienzos del 1200, Schwob muestra desde diferentes perspectivas el viaje de un grupo numeroso de niños cuyo objetivo es recuperar la ciudad santa, Jerusalem. El fracaso de la aventura es contrapuesto con las diversas perspectivas de esa caravana de niños, las cuales incluyen la mirada acerca del hecho de dos Papas, un leproso, un musulmán y hasta los propios protagonistas, que no entienden qué hacen o que lo entienden en su misma raíz misteriosa. En algún punto, el trayecto de estos niños es también el destino de la literatura de Schwob, que quiere recuperar el encanto infantil con respecto a lo que nos rodea teniendo todavía que dialogar con interpretaciones que parecen dar un marco más estable a las cosas, en cierto sistema de lectura mucho más “coherente”.
La lámpara de Psique reúne cuatro libros, en definitiva, que sirven muy bien como base para empezar a meterse en la obra de un escritor de escritores, un autor que siempre pensó en la importancia del argumento imaginado por sobre la necesidad de una estética realista. Un artista que supo leer qué tenía de interesante lo clásico, lo más antiguo, como se ve en Mimos (1894), en donde encontramos la modernización de los Mimiambos de Herodas, un género parecido a la parábola que reúne un evento cotidiano con una suerte de aprendizaje religioso, el cual es también un modo de organizar la vida. El problema, claro, es que esa parábola, desprovista de lo místico, queda sólo en el nivel de lo enigmático, de lo inentendible, para nuestra mirada actual. No hay que ir muy lejos para encontrarse con alguien que siguió la búsqueda de Schwob: basta leer “Ante la ley” de Franz Kafka para entender cómo el mismo género se continúa en lo más destacado del siglo XX.
Schwob muere muy joven, en 1905, casado con la actriz Marguerite Moreno (contrajo nupcias con ella en 1900), aceptando largos viajes a diferentes partes del mundo, los cuales completaban su perspectiva acerca de la vida y de su relación con el arte: el estilo breve no es solamente un intento de volcarse a la tradición del fragmento y el relato corto, sino también un modo de dejarse desbordar por la vida, de ir hacia ella para completar lo que no está en el texto. Académico, riguroso, pero no por eso menos apasionado por la aventura, ese era este francés encantador y secreto. En tiempos donde una y otra cosa se contraponen, en donde la erudición parece que nada tiene que ver con una existencia interesante, Marcel Schwob brilla, a la larga, como una estrella secreta que, como los mitos que tanto lo cautivaron, puede volver a verse otra vez nítida en el firmamento.
Fuente: Página 12
Por Fernando Bogado