Fuente: Página 12
Autor: María Daniela Yaccar
Por breves y autorreferenciales, las crónicas de Clarice Lispector dialogan bien con esta época. Podrían ser joyas encontradas en alguna red social, en esas plataformas donde alojamos nuestras experiencias vueltas relato al tiempo que somos asaltados por los relatos de vidas ajenas. Todas las crónicas es la reunión definitiva de la producción de Lispector en su faceta de cronista, en la que fue una rara avis. Condensa, en un único volumen de más de 500 páginas, artículos publicados para distintos medios, algunos ya compilados en libros preexistentes y otros inéditos en ese formato.
La compilación de Fondo de Cultura Económica, con traducción de Regina Crespo y Rodolfo Mata, está dividida en tres partes. La primera corresponde al período en que Clarice colaboró con Jornal do Brasil –entre 1967 y 1973, su experiencia más continua como cronista–; la segunda, a colaboraciones en otros periódicos y revistas; y la tercera contiene los textos reunidos en el libro Para no olvidar. Al incorporar más de 120 artículos inéditos en formato libro, Todas las crónicas se presenta como una invitación a una apreciación completa de la actividad de Lispector en este rol, que desarrolló desde 1946 hasta su muerte, en 1977.
«Escribir es buscar entender, es buscar reproducir lo irreproducible, es sentir hasta el último fin el sentimiento que permanecería apenas vago y sofocante. Escribir es también bendecir una vida que no fue bendecida», define en 1968. Es una de sus frases más célebres sobre su vocación, que se volvía también tema en las crónicas. Y es una frase que puede funcionar como puerta de entrada a este material tan inmenso como simple. Es que esa es la actitud de la Clarice cronista: escribir no es necesariamente entender; sí intentarlo. El lenguaje no podrá atrapar la realidad, pero intentará reflejarla lo más fielmente posible. Y siempre, pero siempre, algo se escapa, queda en el aire, se vuelve enigma.
Estos textos de variadas dimensiones chocan con las definiciones estandarizadas del género. Clarice puede ofrecer una historia completa, con principio, nudo y final, incluso hasta con moraleja; o apenas dos renglones que construyen una suerte de aforismo y dejan un nudo en la garganta. En un mismo día podía publicar varios de estos fragmentos, posiblemente desconectados entre sí, que parecen resultado de una fuerte introspección, o como ella misma decía, de una sensibilidad inteligente. La crónica es de los géneros más libres e híbridos del periodismo; no parece nunca terminar de definirse qué es exactamente. Los artículos de Clarice parecen, por momentos, más cercanos al aguafuerte. O habría que decir que ella, nacida en Chechelnik en 1920, escapa a toda definición («Siempre quise un día escribir sin usar siquiera mi estilo natural.»)
Si Clarice –quien, como se sabe, escribía cuentos y novelas– es una rara avis en el género es precisamente por el carácter introspectivo de su obra: en general, hay cierto consenso de que la crónica mira más hacia el afuera. Ella era siempre personal. Se explayaba sobre conversaciones con taxistas, la relación con las empleadas que trabajaban en su casa, con sus amigas y sus hijos, con flores y objetos, su mirada respecto de otros autores. Aparecen también, muy fuertemente, su preocupación por el hambre en Brasil y los problemas en la educación. En un momento confiesa que le hubiera gustado ser una «luchadora». «La relación madre-hijo, la protesta contra la resignación, la búsqueda del yo, los desvanes del pensamiento y la transformación del hecho cotidiano en pura metafísica» son algunos tópicos que reflejan estas páginas, en palabras de Marina Colasanti, autora del prefacio, quien mediaba con Clarice cuando publicaba en Caderno B. El hecho cotidiano vuelto metafísica: es una buena síntesis del espíritu que envuelve al libro.
Lo cierto es que la ucraniana-brasileña nunca se asumió como cronista. Cuando escribía para Jornal do Brasil se refería a «este espacio», «esta columna», «la sección de los sábados». Pedro Karp Vázquez señala en el posfacio que establecía una jerarquía «bastante nítida» entre sus libros y los «textos de circunstancia» producidos para la prensa. En los primeros exterioriza este dilema e incluso admite haber pedido consejos a Rubem Braga, por sentirse insegura al asumir la tarea. «Escribir para los periódicos no es tan imposible: es leve, tiene que ser leve, e incluso superficial: el lector, al relacionarse con el periódico, no tiene voluntad ni el tiempo de profundizar», escribió. En otro pasaje se refiere a ser periodista como un «remedio» para «tener otro trabajito más»: «Acumulando trabajitos uno junta el dinero necesario para tener una vida apenas razonable, financieramente hablando. En medio de todo ese trabajo, hay que hallar el tiempo para investigar un poco su literatura». Concluye, Karp Vázquez: fortalecida por la buena recepción que le dio el público a la columna semanal del Jornal, se apartó «sin titubeos» del perfil de cronista tradicional, al que no aspiraba.
Colasanti cuenta que esta mujer de «presencia imponente» y «extraña belleza» mandaba los textos por medio de una empleada, en un sobre grande de papel de estraza, «siempre igual, firmado con aquella letra difícil, la única letra que el incendio, que le había engullido la mano derecha, le permitía». El episodio ocurrió en 1966: se fue a dormir con un cigarrillo en la mano luego de consumir ansiolíticos y despertó en una habitación prendida fuego. Pedía que cuidaran sus textos porque los necesitaba y no tenía copias. Eran recibidos en una caja separada y exclusiva en la mesa de redacción, una suerte de «nido». Ella se reciclaba a sí misma: esos textos se volvían, luego, germen de su literatura. Otro pedido expreso era que no le movieran las comas. Aunque «leves», sus escritos siempre tenían música. Su puntuación, decía, era su «respiración». Los textos de Clarice respiran a través del tiempo, pues versan sobre lo permanente y universal.