Fuente: Clarín
Por: Carolina Keve
Es defendible limitar libertades por la salud de la población? ¿Se debe evitar la pérdida de vidas a toda costa, sin considerar las consecuencias? ¿Todas las vidas valen lo mismo? Y, en todo caso, ¿es correcto asignarles un valor? ¿Cómo y quién podría hacerlo? Para el filósofo Daniel Loewe, profesor de la Escuela de Gobierno de la Universidad Adolfo Ibáñez, en Chile, e investigador del Centro de Filosofía Política de la Universidad de Tubinga, en Alemania, la pandemia irrumpió en nuestras vidas con estas preguntas, tan difíciles como dramáticas. No fue su intención responderlas en su libro –Ética y coronavirus, publicado recientemente por FCE– sino más bien abordarlas para pensar cómo nos atravesaron y las respuestas que se han dado, sobre todo a través de políticas que apuntaron a corroer y erosionar nuestra vida social restringiendo libertades individuales. Desde Chile, Loewe atendió a Ñ para pensar estos y otros posibles interrogantes que aparecen ante un año jaqueado por un escenario que comienza a volverse un verdadero rompecabezas.
–¿Por qué abordar el coronavirus desde una dimensión ética?
–Una de las cosas que llamó profundamente mi atención al comienzo de la pandemia fue cómo todas las personas asumieron como algo evidente las políticas que aspiraban a limitar las libertades en pos de controlar la pandemia. No estoy diciendo ni que esté bien ni que esté mal. Lo impresionante es cómo se asumió eso y cómo la protección de la vida pasó a tener una prioridad absoluta frente a cualquier evento. De alguna manera, se posicionó en el debate una perspectiva absolutista de la vida profundamente acrítica –los que tuvieron la voz cantante en ese momento fueron aquellos que asumieron que la cuestión ética del asunto era evidente– y aquellos que asumieron que las respuestas eran solo técnicas. Y creo que los dos se equivocaban. Las respuestas a las preguntas con las que nos enfrentaba la pandemia no se pueden responder desde una dimensión técnica –un especialista, un técnico a lo sumo puede entregar los datos para la toma de decisiones– y lo cierto es que tampoco las respuestas son tan evidentes. Por eso me pareció que había que escribir un libro donde plantear estas preguntas con profundidad.
–Si pensamos en las fronteras sociales, inicialmente hubo quienes temían cierta instalación panóptica donde el otro pasaba a ser visto solo en términos de un posible agente de contagio. Hoy, sin embargo, esa sospecha parece haberse trasladado hacia el Estado.
–Creo que efectivamente el tema de la pandemia es muy especial desde una perspectiva ética. No es como una situación común, donde se puedan identificar cuáles son los agentes de un posible daño. En este caso, somos todos. Y esa indeterminación –no sabemos quién es y en principio, somos todos– es lo que hace también muy difícil identificar quién es el responsable. Al mismo tiempo, este tipo de daño acumulativo, colectivo e indefinido tiene una estructura similar a la de los daños ambientales
–¿En qué sentido?
–Cuando todos somos una amenaza, se puede justificar la suspensión de las libertades de todos. En esa línea, tenemos una tendencia a tratar de encontrar un responsable, y ante la indeterminación, los responsables pasan a ser los Estados. Y ciertamente, hay que decirlo, algunos lo hacen mejor y otros peor, pero la posibilidad de hacerlo bien es muy limitada. Ahí se plantea un dilema ético: ante una situación donde es inevitable una pérdida, la solución pasa por hallar lo menos malo.
–El libro también plantea la pregunta sobre si es correcto salvar la vida a toda costa y. en el fondo, supone el fortalecimiento de una necropolítica y la pregunta sobre qué vidas merecen ser vividas y quién tiene la atribución para definirlo.
–Son preguntas complicadas, muchas veces se cuentan con ciertos protocolos para saber cómo actuar frente a situaciones dramáticas. Pero en este caso, una cuestión que se planteó es si la juventud o la vejez de las personas era una razón que debía ser atendida. En Chile, una comisión dijo que atender al tema de la edad era arbitrario. ¿Cómo y quién lo decide? Ahora, si lo que hace la muerte es quitarnos espacio de futuro, lo podemos interpretar como un daño de privación. Contradiciendo a los estoicos que decían que la muerte no nos puede dañar porque cuando ella llega ya no estamos, podemos pensar que sí, porque nos quita un espacio de futuro. Si lo consideras así, el mal de la muerte se relaciona en alguna medida con la cantidad de futuro que te quita. Y, en este sentido, una persona de edad avanzada estaría perdiendo menos que una persona más joven.
–Ahora bien, en Estados Unidos hubo un presidente que no adoptó esa visión absolutista de la vida y le fue bastante mal.
–No creo.
–¿Por qué?
–Mencionábamos el absolutismo de la vida, pero es verdad que también funcionó otro absolutismo, el económico. Es decir, aquellos que simplemente decidieron que la economía siguiera funcionando a cualquier costo. Y, es verdad, el resultado fue muy desastroso. Y realmente tampoco creo que hayan tenido un interés en proteger las libertades, ¿no? No solo pienso en Trump, también en Bolsonaro o el primer Boris Johnson.
–El tema de la libertad se plantea bastante en el libro. ¿Por qué John Stuart Mill y John Rawls se vuelven pertinentes para pensar este aspecto?
–Nosotros vivimos en sociedades más o menos políticamente liberales, donde –por decirlo de algún modo– no ponemos en cuestión algunas libertades básicas y, por lo tanto, muchas veces ni siquiera las notamos. Nos damos cuenta de cuán fundamentales son cuando nos faltan. Y hoy la política en la mayoría de los países ha pasado por restringirlas, por eso la pregunta acerca de cómo justificar esa restricción. El tema de la libertad se vuelve central. Allí, la referencia más inmediata es Mill y su Sobre las libertades. Es un libro pequeño, de apenas 100 páginas, pero muy genial, donde analiza lo que denomina el principio de daño. Según su planteo, la única razón por la que un Estado puede coaccionar a un individuo es para proteger a otros. Es decir, lo que justifica la acción del Estado es cuando los individuos provocan daños sobre los otros, pero no cuando se provocan daño a sí mismos. Es un principio utilitarista, aquello que determina hacer lo correcto o no son las consecuencias. Pero este es un planteo que se pone en cuestión frente a aquella perspectiva que defiende la libertad en tanto tal. Frente a ello, Rawls presenta un principio de daño más comedido, en relación al límite de las libertades mismas. El sistema de libertades en nuestra sociedad tiene un valor en tanto tal y la única razón para limitarlas debe expresarse en términos de un aumento de la libertad de todos, que es un poco lo que pasó en la pandemia. Todos estamos limitados, pero gracias a esas restricciones podemos conservar la cotidianidad.
–La pregunta es ¿dónde o cómo trazar ese límite entre protección y control, o entre coacción y represión?
–Ciertamente, una tremenda pregunta. Y aquí vuelvo a lo que hablábamos inicialmente. Hubo una posición que fue aceptada, sobre todo al comienzo de la pandemia, de que la protección de la vida es un bien superior, que está por encima de cualquier otro bien y que, por lo tanto, cualquier tipo de sacrificio era aceptable. Pero las políticas públicas tampoco pueden aspirar a proteger las vidas a cualquier costo y la verdad es que nosotros no vivimos siguiendo ese principio. Todo el tiempo elegimos disfrutes hedónicos o comportamientos riesgosos, en contra de esa lógica, ¿no? Entonces, no digo que sea malo que haya primado sino que es muy raro que se haya aceptado casi sin cuestionarlo.
–¿Y ahora? El miedo pareciera desplazarse hacia ciertas formas de movilización social y resistencia frente a las medidas de confinamiento.
–Es posible y eso se explica también por el cansancio de las personas. Nuestros recursos psicológicos son limitados. Somos una especie que ha logrado su éxito evolutivo mediante el contacto con los otros, con estrategias de cooperación y competencia. Por otro lado, se está haciendo público lo que en realidad ya se sabía desde un comienzo, solo que nadie le prestó atención. Porque las consecuencias de todo esto son brutales. Y no estoy hablando solamente del problema económico, sino social y psicológico. Pensemos en lo que significó un año de educación virtual para aquellos niños que no tienen las capacidades tecnológicas o humanas o espacio físico en su casa. Para esos niños, el año 2020 será recordado como el año en el que se les impidió salir de la pobreza.
–En una entrevista mencionaba cómo la pandemia nos enfrentó a nuestra propia contingencia.
–Y creo que uno de los riesgos grandes es que nos acostumbremos a transar nuestra libertad por más seguridad. Vivimos en sociedades mucho más seguras que las de las civilizaciones que nos antecedieron en toda la historia de la humanidad. Nunca antes se había podido aspirar a tener vidas tan largas, tan educadas y tan seguras. Cuando comenzó la gripe española, en Chile la tasa de mortalidad infantil era de 300 por mil. Es decir, de cada mil niños nacidos, 300 morían durante el primer año. Hoy es de un 0,6. Lo que ha hecho esta pandemia es ponernos en una situación donde estas seguridades ya no existen. Y puede ser que estos seres temerosos en los que nos hemos convertido, de alguna manera, estén dispuestos a renunciar a ciertas libertades para tener nuevamente ese sentimiento. Pensemos en el atentado a las Torres Gemelas, cómo la gente aplaudía medidas restrictivas ante el temor de otro ataque. Y esas limitaciones a la libertad se quedaron.
–¿Y cuáles serán las interpretaciones que posiblemente prevalezcan?
–La verdad –y aquí también retomo la otra inquietud– soy bien escéptico respecto a lo que va a pasar en el futuro. Creo que hay una tendencia bastante común y bastante lamentable, sobre todo en el mundo académico, a confundir aquello que se puede prever que va a suceder y aquello que nos gustaría. Yo no veo que el mundo de la pandemia vaya a ser muy diferente. Hay quienes afirman que, lejos de acercarnos a un uso menos intensivo de recursos naturales, vienen los locos años 20 como pasó con la gripe española. Lo único que me animaría a anticipar es una resistencia cada vez mayor a la restricción de las libertades. Hay una perspectiva cognitiva que sostiene que, cuando pensamos que una actividad es beneficiosa, automáticamente consideramos que el riesgo es pequeño. Aquí sería el caso inverso, por eso me parece que las medidas cada vez van a ser más resistidas.
BÁSICO
Daniel Loewe
Chile. Filósofo.
Es doctor en Filosofía de la Eberhard Karls Universität de Tübingen (2002) y licenciado en Filosofía de la Pontificia Universidad Católica de Chile (1995). Sus áreas de especialización son filosofía política, filosofía moral y ética. Desde el año 2009 Daniel Loewe es profesor titular de la Escuela de Gobierno de la Universidad Adolfo Ibáñez en Santiago de Chile. En la actualidad es coinvestigador del proyecto Fondecyt sobre utopías (1160982) y miembro del Centro de Investigación en Teoría Política y Social de la misma universidad. Ha realizado estudios de Post-Doctorado como investigador del CNRS en la Universidad de Oxford, y se ha desempeñado como profesor visitante en la Universidad de New York, la Universidad de Toronto, la Universidad Católica de Chile, la Universidad Católica de Porto Alegre, en el CSIC en Madrid, y como profesor asistente del Seminario de Filosofía de la Universidad Tübingen. Ha publicado numerosos artículos en revistas internacionales.