Fuente: La Nacion
Autor: Humphrey Inzillo
“¿Qué hago en Manila?”. El título de esa canción de Virus atravesó mi lectura de La invención de la música latinoamericana, una investigación del historiador argentino -radicado en Atlanta-, Pablo Palomino. Ocurre que un fragmento de esta historia transnacional, como indica el subtítulo del libro editado por el Fondo de Cultura Económica, nos sitúa en la capital de Filipinas a comienzos del siglo pasado. “En una noche cualquiera, la ;Orquesta Sincopada» de Borromeo Lou, una troupe de «músicos chinos, moros y filipinos» estimulaban al público con un panorama magistral de la evolución del jazz clásico. Junto a performances japonesas de «maruki-hioki» o una «ópera tagala» (en la lengua tradicional filipina) se ejecutaban géneros que circulaban también en las ciudades latinoamericanas, como tango jazz y «bailes españoles»”, relata Palomino. Y también destaca que hace exactamente cien años, la orquesta de Lou había incluido un tango-foxtrot (“Mis chicas de bambú”) en su repertorio.
Comentamos esa curiosidad en el patio del Centro Cultural Arnaldo Orfina Reynal, pleno Palermo, durante la presentación que realizamos hace unos días junto a Palomino y su colega Ximena Espeche. “Este libro plantea y muestra a lo largo de sus páginas una hipótesis: que la idea y proyección de la «música latinoamericana» sólo puede comprenderse como una invención, y que para rastrear esa invención hay que seguir una historia transnacional. Así, las dimensiones «nacional», «latinoamericana» y «transnacional» funcionan como marco teórico y apuesta metodológica de todo el trabajo”, expuso la uruguaya. Y agregó: “Hace poco, Carlos Altamirano publicó un libro llamado La invención de Nuestra América (Siglo XXI) que dialoga con la apuesta que hace Pablo en esta investigación. Altamirano propone allí una serie de motivos vinculados más bien a otras categorías que definieron a la región como un todo posible de ser clasificado como tal: lo criollo, lo americano, etc. Y comparte la condición paradojal sobre la que la idea misma de América Latina está afincada. Pero me parece que es una condición propia de cualquier construcción identitaria. Y ello es lo que la vuelve tan apasionante y a la vez objeto tenso y esquivo por su extrema presencia y supuesta obviedad”.
Escuché por primera vez a Virus en el verano de 1993, en una playa al sur de Brasil. El DJ que musicalizaba las fiestas en la piscina del hotel, tenía a “Pronta entrega” como caballito de batalla. El casete estaba gastado y apenas se distinguía que la canción era en español. Yo acababa de cumplir catorce y recuerdo mi sorpresa cuando me contó que era de una banda argentina. En esa época, Bersuit Vergarabat lanzaba su primer disco, que incluía “El tiempo no para”, una versión en español de una balada épica de Cazuza. Los autores de esas canciones que me impactaron en tiempos de mi educación sentimental habían muerto hacía unos años, víctimas del SIDA, y eran leyendas. No puedo evitar que un dejo de melancolía (“malegría”, diría Manu Chao) me invada cada vez que las escucho.
La editorial Aurelia Rivera acaba de publicar Cazuza-Moura, un libro donde el sociólogo Adrián Melo (Florencio Varela, 1973) traza un paralelismo entre las vidas de Agenor de Miranda Araújo Neto y Federico José Moura. La edición incluye «Cazuza, autobiógrafo salvaje de la Música Popular Brasileira», un texto inédito del prestigioso escritor mineiro Silviano Santiago.
“Cazuza y Federico crearon e interpretaron canciones alegres y sentimentales que le cantan al amor romántico y al sexo, festejan el cuerpo e incitan al baile después de una época poco sensual y con tantos odios para curar -define el autor-. Los dos participaron en bandas emblemáticas de la democracia y de cierta forma de rebeldía y androginia sexual, y tuvieron en sus comienzos estéticas similares.” Otra historia transnacional.