Fuente: La Prensa
Autor: Jorge Martínez
No era periodista de vocación, no dominaba ni entendía el oficio que sin embargo había ejercido en su juventud, y tampoco se había aproximado al «nuevo periodismo» que floreció en los años «60 con aliento literario. Se reconocía inexperta y neófita, insegura en los temas y el estilo, pero siempre puntual y precisa a la hora de enviar sus textos en los que pedía especialmente que no le tocaran las comas («No me corrija -demandó a un tipógrafo-.
La puntuación es la respiración de la frase, y mi frase respira así»). ¿Clarice Lispector cronista? No exactamente, aunque se llamen «crónicas» sus colaboraciones en la prensa brasileña que acaban de publicarse recopiladas en un sólido volumen de más de medio millar de páginas.
La Lispector cronista escribía con una singularidad que no debería sorprender. Comparada en vida o después de muerta con Kafka, Rilke, Rimbaud, Joyce, Heidegger o Virginia Woolf (éste último ejemplo le fastidiaba), las coordenadas de su trabajo en la prensa poco tenían que ver con las propias del oficio periodístico. No la convocaba la noticia urgente. Tampoco la «nota de color», los solemnes artículos de opinión o los reportajes convencionales, que de todos modos intentó. Nada conocía de «pirámides invertidas» ni de las cinco célebres «wh», las preguntas tomadas del inglés que estipulan la información básica que debe contener todo buen primer párrafo: qué, quién, cuándo, dónde y por qué.
En sus escritos reunidos ahora en Todas las crónicas (Fondo de Cultura Económica, 540 páginas, compilación de Larissa Vaz y traducción de Regina Crespo y Rodolfo Mata), en especial los que corresponden a las colaboraciones enviadas al Jornal do Brasil entre 1967 y 1973, practicaba algo muy distinto. Mandaba en ellos la intuición, no la «realidad» al gusto periodístico. Se alimentaban de experiencias cotidianas y personales, de anécdotas recordadas o inventadas. En algunos casos sus «crónicas» se reducían a un par de párrafos o una simple frase aforística (para angustia de sus editores, que esperaban algo más extenso). En otros, evocaban situaciones personales alegres, absurdas, tristes, ridículas. Se permitían la confesión, la broma, el sueño, la nostalgia, el juego, el grito, incluso la modesta denuncia social o política. Cuando por primera vez los publicaron en volumen, apuntó el biógrafo estadounidense Benjamin Moser, «fue lo más cercano a una autobiografía que dejó Clarice».
ADMIRADORES
Tal vez por esas combinaciones insólitas, pronto las «crónicas» que aparecían los sábados suscitaron el interés de admiradores que empezaron a cartearse con la autora para agradecerle o pedirle temas. Lispector (1920-1977) les respondía con diligencia y en más de una ocasión abrió su columna para compartir esos intercambios con el resto de los lectores, antes de que uno de sus jefes le pidiera que dejara de hacerlo porque de ese modo robaba espacio a sus colaboraciones.
Por todo ello, el interesado en Lispector encontrará en estos textos material revelador. Sus páginas arrojan pistas abundantes para acercarse a la mujer misteriosa que los escribió. Dotada de una belleza perturbadora, alta, rubia y con rasgos exóticos para el Brasil al que arribó con sus padres y hermanas desde Ucrania, cuando tenía algo más de un año de vida, desde siempre Lispector estuvo rodeada de un aura de misterio, de enigma, de fascinación que ella misma reconocía y acaso fomentaba. «Soy tan misteriosa que no me entiendo», apuntó en una de sus «crónicas».
Tenía razón. Todo a su alrededor generaba intriga: su nacimiento y el origen de su familia judía que llegó escapando de la Europa revolucionaria, la fuente de sus historias «herméticas», la manera en que las escribía, su forma de hablar, con voz profunda y unas erres afrancesadas al estilo de las de Julio Cortázar, la severidad de su mirada penetrante, su temperamento tímido y a la vez osado, la potencia de su atractivo físico, el raro éxito que consiguió entre críticos y lectores corrientes con una obra difícil y exigente.
Era evidente que contaba con una sensibilidad especial, que en ciertos momentos la empujó a la depresión, al insomnio, a frecuentes terapias psicoanalíticas y a las fronteras de la locura. No creía tener gran inteligencia sino una «sensibilidad inteligente» que la vinculaba con sus semejantes y con el mundo de una manera distinta a la del resto, lo que llevó a muchos a ver en ella una suerte de «mística» secular.
LADO INFANTIL
En las «crónicas» derramaba ocurrencias de o sobre sus hijos (tenía dos, uno de ellos con graves problemas mentales) y exhibía los asombros de una madre tan insólita como orgullosa, al punto de que alguna vez escribió: «No hay dudas de que soy más importante como madre que como escritora». Sentía una atracción especial por los animales («No haber nacido animal parece ser una de mis secretas nostalgias») y a ellos les dedicó algunos de los textos mejor logrados de una compilación que a cada paso comunica candor, inocencia, transparencia. Ella misma se definía a la vez como «precoz» y «atrasada» en una niñez que se había prolongado en el tiempo. «Parece que hay en mí un lado infantil que jamás crece», confesó en 1968.
Por todo esto Lispector no se consideraba una «intelectual» y, a pesar de la admiración que conoció en vida, tampoco se había habituado a que la llamaran «escritora». Aun así, las preocupaciones literarias, aunque elementales, reaparecen una y otra vez en las «crónicas». Para ella el ejercicio de las letras era una maldición y una salvación. Decía que no sabía escribir y en los momentos más desolados preguntaba abiertamente: «¿cómo se escribe?»
La escritora, igual que la «cronista», no conocía de métodos, rutinas, disciplinas o rigores. No elegía el lenguaje sino que avanzaba «obedeciéndome». «Voy siguiéndome, aún sin saber a lo que me llevará», admitía. Sus historias se desarrollaban a medida que escribía y nacían «casi siempre de una sensación, de una palabra escuchada, de una nada aún nebulosa». De ahí que estampara esta definición indirecta de toda su literatura: «La lucha entre forma y contenido está en el propio pensamiento: el contenido lucha por formarse».
El temor y el «pudor» (una palabra repetida con insistencia) también guiaban su tarea como cronista. Pedía consejo en público y expresaba sus inseguridades en la página impresa. El género la desconcertaba. «¿La crónica es un relato? ¿Es una conversación? ¿Es el resumen de un estado de espíritu?», preguntaba. Al final admitía la extrañeza de sus esfuerzos. «Estas cosas que ando escribiendo aquí no son, creo, propiamente crónicas, pero ahora entiendo a nuestros mejores cronistas». En compensación, el periodismo así ejercido la había empujado a cambiar su estilo, que se hacía más leve para adecuarse a los lectores del diario. También la sorprendía el reconocimiento no buscado. «El Jornal do Brasil me está haciendo popular», comprobó en 1967 la mujer que en el mismo párrafo pedía lo contrario: «Quiero ser anónima e íntima».
Autodefinida de «izquierda» y esposa de un diplomático de carrera que fue el padre de sus hijos (se divorciaron en 1959), la política nunca le interesó a Lispector. Tampoco fue una persona religiosa aunque se formó en una familia judía practicante oriunda de la Europa oriental, en cuyo legado algunos de sus biógrafos, como el estadounidense Moser, quisieron ver la cifra de un «misticismo» cabalístico y spinoziano que, debidamente interpretado, daría sentido a los enigmas ocultos de su literatura. Es posible.
En las «crónicas», al menos, nada de eso se percibe. Hay una apertura constante al misterio de la vida, desde luego, y está la necesidad explícita de Dios, junto con una inmersión natural en el mundo católico brasileño, tan vivo y espontáneo, del que no renegaba. Muchos de sus amigos, colegas y benefactores eran católicos, y a algunos de ellos los entrevistó para sus colaboraciones, en las que manifestaba inquietudes genuinas e informadas sobre la fe y la religión. Por lo demás, casi en cada fin de año abordaba temas navideños en su columna con una delicadeza sorpresiva viniendo de una agnóstica atribulada y melancólica. Tal vez por eso no faltaron quienes, según admite Moser en su biografía, quisieron ver en ella a una católica devota. Esa confusión bien podría ser el último de los misterios en la misteriosa vida de Clarice Lispector.