¿Qué tiene para decirnos la literatura cuando ya no sabemos cómo entender el mundo que habitamos ni qué hacer con las peripecias, los reveses, las asechanzas de una economía que parece querer subsumir todas las esferas de la vida? Emisión monetaria, subsidios, ajuste fiscal, control de precios, deudas externas, gasto público, devaluación, inflación, desregulación, balanza de pagos, riesgo país, superávit, déficit, desempleo, desguace del Estado…
Las herramientas de la política económica, los indicadores financieros y las consecuencias concretas de su aplicación forman parte de un repertorio léxico que, propagado hasta el infinito por los medios de comunicación, las redes sociales y las plataformas digitales en general, nos resulta cada vez más familiar y convive con los saberes prácticos a los que recurrimos tácticamente en la economía doméstica para salir adelante: desde los ahorros por descuentos y los créditos a corto y mediano plazo hasta el pluriempleo o los subsidios.
Si el vocabulario específico viene a explicar la lógica de una realidad económica imprevisible, inestable y precaria como la que vivimos, estas prácticas son las que permiten lidiar día a día con los efectos tangibles de la economía en la vida de las personas. Toda una zona de la narrativa del presente, en la Argentina, despliega, precisamente, una imaginación narrativa impulsada por los sentidos de ese vocabulario y la dirección de esas acciones, en la que se lidia, desafía o resiste el orden naturalizado del capitalismo.
En medio de una crisis de alcance global que se agudiza en la región y pone en jaque los modelos económicos, el interrogante sobre qué hacer con el capitalismo hoy, formulado más o menos explícitamente, resulta central en el mundo contemporáneo, tal como lo muestran, por un lado, las políticas de gobierno, que o bien lo extreman con variantes ultra o anarcos o bien buscan apaciguar sus alcances, y por otro, la reemergencia de libros de economía política y teoría social que intentan salir de los patrones explicativos cuantificadores llenos de diagramas y análisis de datos.
Frente a la desazón o el enceguecimiento, la frustración o las expectativas que suscitan las ideas y los programas económicos en la actualidad, ¿qué pueden tener para decirnos las novelas sobre el capitalismo en la Argentina? La pregunta resulta tan desafiante como ambiciosa su respuesta, porque propone conectar a la literatura con el capitalismo a través de la imaginación. Y en esa apuesta, plantea un modo particular de comprensión del mundo que habitamos y, también, la posibilidad de activar pequeñas prácticas de vida cuando cerramos los libros. Para eso sirve también leer novelas.
La pregunta resulta tan desafiante como ambiciosa su respuesta, porque propone conectar a la literatura con el capitalismo a través de la imaginación
Encuentro una primera clave de la respuesta en ciertos núcleos que vinculan las tramas narrativas con las condiciones económicas capitalistas: en las deudas y los gastos que atraviesan algunas novelas contemporáneas (como Historia del dinero de Alan Pauls), en los atentados anarquistas contra el capital (como en Derroche de María Sonia Cristoff), en el trabajo precarizado de las mujeres (como en Boca de lobo de Sergio Chejfec), en los conflictos del escritor en el mercado de bienes culturales (como en El artista más grande del mundo de Juan Becerra), en la ficcionalización de la crisis socioambiental producida por la explotación despiadada de los suelos (como en Distancia de rescate de Samantha Schweblin).
Estas y otras novelas argentinas escritas en el siglo XXI tienen como telón de fondo el capitalismo, pero no lo tematizan ni lo representan, no dan lecciones o explicaciones, tampoco respuestas sustitutivas o compensatorias. El capitalismo, sea de corte social, neoliberal o sea otra de sus variantes, es un supuesto que podemos reconocer porque, si seguimos la definición de David Harvey, las historias narradas transcurren en “cualquier sistema social en el que predominan de forma hegemónica los procesos de circulación y acumulación del capital a la hora de proporcionar y configurar las bases materiales, sociales e intelectuales para la vida en común”. Se trata de argumentos que involucran, en todos los casos, un factor económico fuerte puesto en relación con la Historia, la política, la cultura o el medioambiente, y cuya imaginación narrativa se despliega alrededor de alguno de los ejes irreductibles del capitalismo desde sus comienzos hasta el presente: el dinero, el trabajo, el tiempo.
Entonces: ¿para qué sirve leer novelas? Mi objetivo no es encontrar comentarios sobre el mundo en crisis y menos aún hacerlo tras la lectura. Tampoco encontrar representaciones, descripciones, relatos o explicaciones del funcionamiento del capitalismo: eso lo conocemos, lo vivimos. Se trata, en cambio, de indagar cómo es posible comprenderlo por la vía de la imaginación y de explorar por medio de la ficción la pregunta sobre qué hacer con él. Estos son solo algunos de los dilemas que se infieren de las historias narradas en las novelas que me interesan: ¿qué ocurre si un atentado anticapitalista desemboca en la muerte de un inocente?, ¿qué pasos seguir ante una herencia de origen fraudulento?, ¿cómo resuelve un hijo las deudas de los padres?, ¿cómo se posiciona un escritor ante el cuerpo de una trabajadora precarizada?
Y con el tiempo hiperveloz del capitalismo contemporáneo, ¿qué se hace: se lo acelera aún más como si se buscara su autoanulación siguiendo las teorías aceleracionistas o se lo ralentiza en pos de una vida nueva en la que nos reencontremos con la naturaleza y sus ritmos? En esos dilemas es donde, como lectores y lectoras, podemos encontrar pasajes, aperturas y salidas que nos permiten comprender mejor el mundo que habitamos y activar nuestra propia imaginación sobre él. Ahora bien, y tomo apenas los muy ilustrativos casos que abren y cierran respectivamente toda mi lectura crítica: Los diarios de Emilio Renzi de Ricardo Piglia, que organiza cronológicamente, entre finales de los años de 1950 y comienzos de los 80, las entradas y salidas de dinero de quien quiere convertirse en escritor y vivir de su trabajo, o Las aventuras de la China Iron de Gabriela Cabezón Cámara, que se instala en un tiempo imaginado anterior al ingreso desventajoso del Río de la Plata al capitalismo internacional, como fue la década de 1870, para desplegar una imaginación y unas prácticas afectivas interespecies y con el entorno, ¿cómo posibilitan la activación de una imaginación y unas prácticas que lidian e incluso desafían la lógica capitalista?
Ahí emerge con potencia la confianza en la ficción: la creencia en que los momentos de identificación con determinados personajes, acciones y sensaciones producen un instante de sinapsis feliz entre la lectura de una novela y la vida en el mundo. Esa identificación momentánea está dada por la sensación que nos provocan ciertas acciones de ciertos personajes, y que algunas pequeñas prácticas de desafío o resistencia pueden volver a activar. Entonces, los lectores ya dejan de ser lectores. El lector, la lectora somos ahora habitantes del mundo (capitalista), al que comprendemos de una manera diferente, para poder reimaginarlo, intervenirlo, ejercer en él gestos o acciones liberadoras. La relación entre las narrativas del presente y el capitalismo, tal como la propongo, es para mí el modo de responder a una pregunta que posee una densidad político cultural que resulta preciso recuperar: ¿para qué sirve leer novelas?
* Laera es doctora en letras y profesora de Literatura Argentina de la Universidad de Buenos Aires e investigadora principal del Conicet.
Fuente: Pérfil