Los últimos años hemos asistido a una explosión de discursos sobre lo que podemos llamar “la cuestión del género”. Fuertemente disputado y a menudo reducido a posiciones apologéticas y por tanto acríticas, o bien destructoras y en consecuencia carentes de sutileza, el problema del género se ha tornado una cantinela o un callejón sin salida. Sin embargo, es indudable que las identidades sexuales se encuentran bajo una mirada clínica por sus elementos políticos, subjetivos e incluso subversivos desde hace mucho tiempo. De hecho, son un ingrediente central que opera como parteaguas en el cuadrante de izquierdas y derechas contemporáneas, por lo tanto, no es en primera instancia a mi juicio un signo de inteligencia ningunear o despreciar esta cuestión. Por eso creo que el nuevo libro de Gonzalo Aguilar, doctor en letras, investigador del CONICET y profesor de literatura brasileña en la UBA, ¿Qué es más macho?, es digno de ser destacado, precisamente por encarar esta problemática sin reduccionismos.
Si bien es evidente que el análisis del género ha crecido en estos años, no menos cierto lo ha hecho desproporcionadamente en favor de los estudios de la feminidad por sobre los de la masculinidad, y en su mayoría presentados desde una mirada afín o adscripta a la teoría queer. Bajo este estado de situación, el libro de Aguilar encara el desafío de analizar las diferentes modulaciones de las masculinidades contemporáneas sin ser queer pero al mismo tiempo reconociendo el valor de la luchas feministas y de las minorías sexuales en relación con sus conquistas (aborto, matrimonio igualitario, identidad de género), liberales en lo filosófico, sobre la autonomía de los cuerpos de las mujeres y la disidencia sexual. En este sentido, a lo primero que nos obliga el texto es a preguntarnos sobre la existencia de una masculinidad “no hegemónica” y en todo caso qué rasgos tendría en oposición a la lectura mayoritaria que presupone elementos como la autoridad, el ejercicio del poder, la valentía o la fortaleza física como atributos singulares masculinos.
La hipótesis de Aguilar se apoya en tres aspectos para enmarcar la grilla de inteligibilidad desde la cual se desplegarán sus ensayos sobre masculinidades en la literatura, el arte y el cine. El primero es el paso desde la sociedad disciplinaria, tal como la describía Foucault (la constitución de un poder normalizador que fabricaba individuos productivos y disciplinados durante los siglos XVIII y XIX) hacia la sociedad de control, expresada por Gilles Deleuze a mediados del siglo XX, en la cual hubo un relajamiento de los elementos disciplinarios para avanzar hacia una mayor “liquidez” y liberalidad en materia laboral, subjetiva y sexual. En segundo lugar, la revolución quirúrgica que transformó radicalmente a la sexualidad como un destino irremediable de nacimiento que no se podía torcer. En tercer y último lugar, la vivencia de una sociedad “pos-fálica”, que implica cierta mirada contradictoria en los hombres en términos de producir en ellos cierta resistencia al cambio al mismo tiempo que nostalgia por lo perdido.
VOZ DE PITO
Por eso, Aguilar necesita de la masculinidad “tradicional” para poder dar cuenta de las divergencias que implicará pensar una nueva figura de lo masculino. Para decodificar la estructura de la masculinidad patriarcal encontraremos tres términos elementales: mandato, iniciativa y poder. Si en esta cadena se erosiona alguno de ellos el “reglamento de género” masculino desata sobre el hombre “fallido” su furia correctiva, su afán punitivo de “enderezamiento”, por ejemplo, hablar con voz aflautada o caminar de un modo amanerado pueden ser signos de “errores” en el código masculino que se pagan con condenas sociales (hostigamiento, injuria, burla) o bien penales (en aquellos países que aún mantienen criminalizada la homosexualidad o la transexualidad).
El deber ser masculino, según plantea Aguilar, expresado en el “cómo” debería comportarse un hombre para no ser castigado de modo informal o formal, es lo que revela la existencia de un mandato cultural al respecto que obliga y somete.
Es interesante el punto de vista equilibrado que tiene el autor en relación a la batalla, a menudo ciega y estéril, entre naturaleza y cultura para pensar los condicionamientos en esta materia. Tal como señala Aguilar: “El tono de voz, la musculatura, el crecimiento de la barba, por no hablar de las conformaciones sexuales, son instancias con las cuales los géneros deben operar. Por supuesto que lo considerado natural no es inmutable y, como demuestran las operaciones de reasignación de género, también está sujeto a modificaciones y transformaciones”. En otros términos, si bien es indudable que la biología, la anatomía y la endocrinología son sustanciales para pensar las determinaciones sexo-genéricas, esto no implica que la naturaleza sea un destino ni mucho menos que exista un reglamento social rígido y binario sobre la masculinidad y feminidad cuya normativa no pueda modificarse producto de la incorporación de nuevos valores, hábitos y comportamientos.
Es interesante el punto de vista equilibrado que tiene el autor en relación a la batalla, a menudo ciega y estéril, entre naturaleza y cultura
Para pensar esto Aguilar nos provee de las nociones de modelos y moldes. Si el primero es más rígido y fija los estereotipos de la feminidad y la masculinidad, los moldes que interactúan con las modulaciones son más porosos y plásticos en tanto permiten jugar, ironizar y parodiar (como hace una drag queen con la feminidad cliché), mostrando las costuras y por tanto el artificio de ciertas conductas, lo cual revela que la pretendida naturalidad no es tal, es decir, estos posibilitan impugnar los modelos fijos y pensar otras formas de feminidad o de masculinidad no hegemónicas. En este sentido, la cuestión performativa, como bien señala Aguilar, ha sido analizada con mayor detenimiento por parte de mujeres, gays y trans que por hombres heterosexuales, en tanto que estos tuvieron una relación más “naturalizada” con su identidad hasta la irrupción del movimiento feminista contemporáneo. Algunos signos reactivos de revitalización de la masculinidad más tradicional son, por ejemplo, las cirugías de mandíbula de Cristiano Ronaldo, Alex Caniggia o Ashton Kutcher (“mandíbulas de emperador”) con la finalidad restaurar, algo penosamente, aquel resto masculino clásico ya opacado.
La figura de la nueva paternidad –más compañera y comprensiva que autoritaria y fálica– es mostrada en el libro como una transformación del reglamento masculino, al mismo tiempo que se hace un señalamiento crítico del emotional womansplaining, es decir, la contraparte del mansplaining que sostiene que, así como los hombres deben evitar el sermoneo a las mujeres desde un punto de vista pretendidamente frío y racional, lo mismo debería ser válido para la otra parte: que las mujeres pretendan enseñarles a los hombres cómo sentir. En este marco, es lúcida la observación del autor de que el reduccionismo criminalizador de las posturas feministas radicales, que cristaliza a todo hombre como violento y violador en potencia (avalado, por ejemplo, por la ex ministra Elizabeth Gómez Alcorta), implica un camino de no retorno que además es falso.
DERIVAS PROGRESISTAS
Tal como lo señala Aguilar: “Yendo a un extremo, la violación no es la única forma de dominio y, ni siquiera, la más frecuente. Pero, aún así, la «matriz cultural» también supone otras prácticas disponibles que están lejos de proponer la violación como «práctica constante y permanente». Los mandatos de masculinidad son complejos, muchas veces contradictorios y, por eso, es necesario observar la diversidad de moldes y modulaciones”. En este aspecto es llamativa la deriva de cierto progresismo respecto del campo del arte, donde apunta a censurar, impidiendo discernir entre fantasía y realidad y desarrollando un punitivismo moral cuando en la mayoría de los aspectos sociales defiende lo opuesto. Pareciera, como bien marca Aguilar, que el vínculo mimético entre arte y vida es directo para ciertas visiones identitarias sin poder dimensionar, como sí lo hizo Judith Butler cuando criticó la prohibición que conservadores y feministas quisieron imponer sobre una exposición de Robert Mapplethorpe, que las obras de arte justamente se basan en poner en discusión lo naturalizado, y por ello pueden ofender o espantar a algunos al interrogar sobre los deseos inconfesables o disidentes, es decir, abrir nuevos mundos posibles cuestionando figuras de autoridad o representaciones habituales.
Desde estas premisas es que ¿Qué es más macho? sitúa un corpus de literatura, arte y cine conformado por tres partes: en la primera serán objeto de análisis las representaciones de la masculinidad que emergen de las obras de Sor Juana Inés de la Cruz, Ernesto Sabato y Pedro Lemebel; en la segunda, Aguilar se aproxima hacia La Venus del espejo de Velázquez y el cine de Luis Buñuel; y, por último, la mirada del autor se posará sobre La niña santa de Lucrecia Martel, la literatura porno-chic de Hilda Hilst, la obra de Clarice Lispector y las fotografías de la comunidad travesti de Madalena Schwartz.
El ‘macho’ latinoamericano recorre la imaginación continental con gran fuerza en novelas, canciones, imágenes y películas.
Al inicio del ensayo que abre la primera parte del libro, titulada “Deseos raros”, en torno a la obra de Sor Juana, Aguilar escribe: “América Latina es un continente machista; aunque, quizá, no lo sea más que otros. El macho latinoamericano recorre la imaginación continental con gran fuerza en novelas, canciones, imágenes y películas”. Esta frase sin duda podría extenderse a los otros textos del volumen, donde se deja en evidencia que la presencia directriz del machismo latino dictamina un orden con el cual se tendrá que operar o luchar. Un hermoso ejemplo de ello es el poema “Hombres necios” de Sor Juana, el cual “propone –según Aguilar– cambiar los modos de cortejo o de las relaciones amorosas. Y va más allá: cuestiona una estructura de deseo vinculada con el género, que se origina en la arrogancia masculina que los hombres mismos leen como superioridad”.
En su análisis de El túnel, de Sabato, nos encontramos con un rastreo de todos los signos de violencia masculina presentes en la novela que durante mucho tiempo se leyó como una historia de amor y locura cuando en rigor debería ser reinterpretada como un asesinato signado por la violencia de género. El texto sobre la obra de Pedro Lemebel es a mi juicio el más interesante de la primera parte, ya que logra distinguir la hombría de la masculinidad. Para el poeta chileno la pasividad y la analidad de la marica funcionan como la potente herramienta que pone en crisis la masculinidad revolucionaria homofóbica, al mismo tiempo que permite la crítica al gueto gay en favor de la mezcla y la contaminación: todos y todas tenemos un culo. Cierra Aguilar diciendo: “Que la hombría no es cumplir con los mandatos de la masculinidad sino hablar por las diferencias”.
VENUS EN EL ESPEJO
En la segunda parte, donde Aguilar se detiene a pensar La Venus del espejo, es casi imposible no recurrir a la referencia de Foucault en Las palabras y las cosas, donde analiza Las meninas, también de Velázquez, como ejemplo de la forma de saber propia del siglo XVII, donde la representación es entronizada. “La Venus del espejo provoca un efecto opuesto al de Las meninas”, dice Aguilar. “Mientras éste convierte al espectador en súbdito político de la pareja Real, la Venus lo transforma en súbdito del deseo y el amor”. Por su parte, el ensayo sobre la obra de Luis Buñuel constituye desde mi óptica no solo el más destacado de esta segunda parte sino de todo el libro. Aguilar comienza subrayando la particularidad de los directores latinos (Marco Ferreri, Arturo Ripstein, Federico Fellini o Pedro Almodóvar, además del propio Buñuel) en su ojo crítico respecto de la masculinidad patriarcal; la confluencia de machismo hispanoamericano y formación católica produce resultados muy estimulantes como materia prima de lo creativo que, en el caso del director de Un perro andaluz, se suman a su influjo surrealista, al melodrama mexicano y a la mirada clínica sobre el deseo humano, que maneja las conductas de los hombres.
Sirviéndose de los estudios sobre cine de Deleuze, Aguilar coloca a Buñuel en la línea de los directores naturalistas que narran historias propias de aquellos personajes sumergidos en el pantano de las pulsiones originarias. En Los olvidados (1951), Buñuel lleva al extremo la evidencia de la masculinidad tóxica y machista a través del Jaibo, su protagonista. En el universo de Buñuel los pobres también son crueles y malvados, no hay nada de populista en la estética buñuelesca: más bien lo contrario, todos los hombres, ricos o miserables, están atravesados por esta lógica del deseo escenificada en dominación y fetichismo. Sin embargo, como bien resalta Aguilar, lejos de lo que a veces se plantea, no hay en Buñuel misantropía ni misoginia, en todo caso hay una observación de laboratorio sobre sus personajes, a los cuales no juzga ni condena. De hecho, las mujeres tuvieron en la filmografía del aragonés un rol central y la exploración sobre la subjetividad femenina y su deseo será un elemento determinante en películas tituladas con nombres de mujeres: Susana, Viridiana, Tristana, Belle de Jour.
En el universo de Buñuel todos los hombres, ricos o miserables, están atravesados por esta lógica del deseo escenificada en dominación y fetichismo.
Finalmente, en la última sección del libro se inicia la exploración de Aguilar en torno a la cuestión del acoso en La niña santa (2004), de Lucrecia Martel, y una analítica detallada sobre la práctica abusiva del “apoyar” retratada en el film. “Como si no fuera él quien se apoya, sino el poder patriarcal que, supuestamente, debiera encarnar”, escribe Aguilar. “De ahí su nombre, su doble rostro (según lo indica el nombre del dios romano Jano). Como si la iniciativa sexual que no puede tener con Helena (es ella la que, finalmente, avanza sobre él y lo besa) la pudiera ejercer con una chica indefensa (aunque el destino le juega una mala pasada, y la víctima resulta ser la hija de la misma mujer que no se atreve a conquistar)”.
La reflexión sobre la literatura pornográfica “culta” en detrimento de la “vulgar” es escrutada en el siguiente ensayo a partir de la trilogía de Hilda Hilst. La aparición del “porno chic” durante los ‘70 (con el estreno de Garganta profunda en 1972) constituye un ecosistema cultural liberal de periodistas, directores de cine porno y estrellas que, según Aguilar, “empezaron a hablar con entusiasmo sobre un futuro utópico donde los filmes porno se volverían películas «de verdad» y las películas «de verdad» tendrían pornografía (sexo verdadero)”. El autor denomina “transgresión de la transgresión” a la estrategia estética de escritoras como Hilst o Clarice Lispector que ponen en tela de juicio la transgresión monopolizada por los hombres (de Sade a Bataille) donde el devenir erótico era movido por la experimentación y el conocimiento del deseo masculino, mientras que en el caso de la mujer se revela lo silenciado, es decir, la relación entre escritura y dinero (como una variante de la prostitución), algo que en el caso de la escritura erótica de los hombres no aparece en primer lugar, precisamente por hallarse en un sitio de dominancia económica. Como lúcidamente señala Aguilar, la transgresión masculina se restringe a prohibiciones que son violadas pero solo por hombres: esto es lo que Hilda Hilst viene a mostrar.
PORNO CHIC
La cuestión de género en relación con la pornografía es ampliada por parte de Aguilar en una de las “marginalias” que configuran todo el recorrido del libro. Resulta interesante la observación del autor respecto de dos hechos fundamentales en esta materia: en primer lugar, la invocación de la Primera Enmienda de la Constitución estadounidense como normativa que protege a la pornografía como discurso libre desvinculado de los comportamientos delictivos. En segundo lugar, la ausencia de demostración de nexo causal entre el visionado de pornografía y la práctica de la violación, como pretendía dejar al descubierto para prohibirla el feminismo radical (Andrea Dworkin y Catharine MacKinnon), en alianza táctica con sectores conservadores vinculados al gobierno de Reagan. La pornografía será indisociable de la problemática del género desde los años ‘70 no solo como una variante estética que opera de manera crítica sobre las costumbres tradicionalistas y burguesas en favor de una mirada liberal y lúdica de la sexualidad; además, en los últimos años la hegemonía masculina en esta industria ha cambiado radicalmente con la incorporación de mujeres y personas trans en la dirección, abriendo el campo expresivo a otras perspectivas que también obligan a la masculinidad a repensar y modificar sus estereotipos pornográficos. Un ejemplo interesante que brinda Aguilar es la película Las hijas del fuego (2018) de Albertina Carri, road movie porno que apuesta a la invención de una nueva forma de filmar las prácticas sexuales (indiferente al espectador, sin interpelación directa) por sobre la mera reproducción de pautas del género hardcore.
Los textos finales de ¿Qué es más macho? se centran en la obra literaria de Clarice Lispector, el modo en que son retratados los hombres en su narrativa desde una lógica de precariedad en sus vidas, y en la serie de fotos sobre travestis de la fotógrafa húngaro-brasileña Madalena Schwartz (que pude ver en la excelente muestra del MALBA en 2022 curada por el propio Aguilar). Aquí resulta interesante el desvío del discurso de la autoridad (en general patologizador o punitivo) sobre los cuerpos travestis para enfocarnos hacia una mirada, la de Schwartz, que permite la identificación y el afecto con las subjetividades trans retratadas.
Ese control, ¿lo asumen las mujeres o las máquinas? Esa es la gran pregunta sobre la caída del patriarcado.
Hacia el fin del epílogo Gonzalo Aguilar sostiene lo siguiente: “En la sociedad patriarcal y disciplinaria, la masculinidad se caracteriza por una necesidad de tener el poder y el control. En la sociedad de control, el hombre deja de tener el control o encuentra su poder muy disputado, con riesgos de perderlo o reducirlo. Pero ese control, ¿lo asumen las mujeres o las máquinas? Esa es la gran pregunta sobre la caída del patriarcado, ¿no será que, en vez de un nuevo matriarcado, lo que se enuncia es una Maquinarquía o una Robocracia (por robot, no por robo)?”. El interrogante es propicio si miramos la película completa, algoritmización e inteligencia artificial mediante. Sin embargo, más allá de cómo se constituirá una nueva hegemonía de poder (que nadie sabe a ciencia cierta), lo que resulta un aporte destacable desde mi óptica de ¿Qué es más macho? es la apuesta por develar el lado B de la masculinidad, colocar el foco sobre el artificio de un género que uno se encuentra obligado a performar sin dimensionar con plena conciencia la matriz que fija el reglamento de estos comportamientos, que pasan por “naturales” cuando en rigor son constituyentes de una “identidad invisible”, como dice Paul B. Preciado, ya que disimula sus costuras bajo la coartada de lo “natural”.
Observar las diferentes representaciones de la masculinidad en las ficciones literarias o cinematográficas, en sus variantes más o menos machistas, es un primer paso para repensar una modificación del “reglamento masculino” implícito, evitando caer en posiciones reaccionarias, ingenuamente restaurativas de masculinidades míticas (en verdad, atemorizadas y confundidas) o impostadamente “deconstruidas” (en el marco de cierto proceso culpabilizador). Ni lo reaccionario ni lo deconstruido constituyen caminos lúcidos para abordar la cuestión del género; la perspectiva de Gonzalo Aguilar que combina dosis de progresismo y liberalismo, recuperando el valor analítico de conceptos de la teoría queer sin por ello adscribir a su militancia hiperbólica, resulta a mi juicio un acercamiento, lógicamente minoritario en tiempos de extremos polarizados, muy necesario para no descalibrarse por completo y perderse en el fango de los sesgos.
Fuente: Seúl
Por Luis Diego Fernández