Murena, esa larga sombra seductora

marzo, 2023
La publicación de La posición, una antología de cuentos, vuelve a poner en valor a un original narrador y ensayista, el primer traductor de Walter Benjamin al castellano.

En su Diccionario básico de la literatura argentina (1968), Adolfo Prieto retrata la obra ensayística de Héctor A. Murena como la trayectoria de una decepción. Según Prieto, el interés que había despertado su artículo “Reflexiones sobre el pecado original de América”, publicado en 1948 en la revista Verbum, fue severamente corregido por la publicación del libro El pecado original de América (1954). Los ensayos que lo componían “indicaron más bien una frustración de aquellas perspectivas, en la medida en que el autor no quiso eludir los peligros de la brillantez y del intuicionismo”. Al final, Prieto ve con esperanza la obra narrativa de Murena; de algún modo resulta tranquilizador que el autor se haya alejado del ensayo y se haya entregado a la ficción.

Las breves líneas de Prieto dan idea del carácter irritante que tuvo siempre la obra de Murena. Heredero declarado de Ezequiel Martínez Estrada, aceptó el alejamiento de los datos y las precisiones sociológicas, como si su misión no fuera la de explicar una compleja realidad sino la de instalar metáforas y anunciar profecías. Murena escribió también, como Martínez Estrada, poesía y narrativa. Pero mientras las ficciones de su maestro ocupan apenas un rincón de su obra (un rincón luminoso: allí está Marta Riquelme), en Murena la ficción avanza hasta superar en volumen al ensayo.

Luego de su muerte, la obra de Murena fue relegada –como la de Eduardo Mallea, con quien tiene muchos puntos de contacto– a las bibliotecas y a las librerías de viejo. En 2002 la antología Visiones de Babel, que compiló Guillermo Piro, la llevó de nuevo a las librerías. A este volumen siguieron reediciones y trabajos críticos. El libro que acaba de aparecer, La posición, también seleccionado por Piro, rescata la narrativa breve de Murena, a la que incorpora algunos textos publicados en diarios y revistas.

La obra de ficción de Murena tuvo tanta importancia como sus ensayos. El centro de su narrativa lo ocupa la novela Las leyes de la noche, que convocó en su día a muchos lectores. Comienza como una novela “de pensión”: Elsa, la protagonista, sorprendida por el suicidio de sus padres, decide recibir huéspedes para poder sobrevivir. Luego hay un matrimonio apurado, una convivencia difícil y un crimen, pero lo esencial es la vida sexual de Elsa, cuya libertad no parece provenir tanto del deseo sino de alguna oscura fatalidad. (La larga sombra de El extranjero de Camus obligaba a los personajes a cometer actos que no podían explicar). Para cerrar con candado una etapa de su vida, Elsa escapa de su clase social y se convierte en mucama, en enfermera, en madre soltera. Al principio el gobierno peronista es apenas un telón de fondo, pero luego irrumpe bajo la forma de la tortura policial, el patoterismo y la delación.

En sus libros siguientes, Murena se alejó de la novela realista y buscó una literatura que podríamos llamar alegórica: al dejar el ensayo, fueron sus ideas las que dictaron sus argumentos, y su pesimismo tomó la forma del grotesco y la distopía.

La posición reúne una serie de textos muy variados. El grueso del libro lo forman cuentos fantásticos, como “El coronel de caballería”, “El sombrero de paja”, “Los amigos”, “El gato” o “Lo que no vieron”. Aunque el nombre de Murena parece estar lejos de lo fantástico, sorprende en sus cuentos la abundancia de presencias extrañas, transformaciones, desdoblamientos, fantasmas. Con habilidad, Murena deja que lo espectral asome en las zonas oscuras de las relaciones humanas: así, sus apariciones parecen estar menos ligadas a los espacios que a la soledad de los personajes.

Conviene leer La posición desde el final hacia delante, porque el primer cuento que aparece –“Fragmento de los anales secretos”– resulta caótico y fallido. Es una alegoría del peronismo, que anuncia el tono de sus novelas finales. En cambio los últimos relatos, lindísimas piezas breves (“T. R.” “El dios”, “La última cena”), son un adecuado prólogo para la sección “El centro del infierno”, que es el verdadero corazón del libro.

Hijo de un inmigrante gallego, Murena se crió en el barrio de Constitución, asistió al Colegio Militar y pasó por las aulas de las facultades de Ingeniería y de Filosofía y Letras. En 1953 fundó la revista Las ciento y una, cuyo título evocaba las disputas entre Sarmiento y Alberdi. Cumpliendo con los ecos bélicos de su título, la revista terminó antes del segundo número a causa de una pelea entre Murena y David Viñas.

Su prosa en esta época está marcada por el pesimismo y la metáfora: “Fuimos carceleros encerrados y abrumados por el peso de grandes manojos de llaves equivocadas cuyo tintineo no significaba nada para nadie”. Murena pasó a trabajar en la revista Sur, primero en la redacción y luego en la editorial. Fue amigo del granadino Francisco Ayala, del venezolano Juan Liscano, de Alberto Girri. Descubrió y tradujo a Walter Benjamin: la recopilación de artículos titulada Ensayos escogidos –reeditada en España como Angelus novus– fue la primera traducción del autor alemán al español.

En 1954 apareció El pecado original de América. “Brillantez” e “intuicionismo”, decía Prieto: a corto plazo pueden ser defectos, pero a largo plazo son virtudes. Hoy nadie lee a Chateaubriand para saber del abad de Rancé o de Napoleón; se lo lee para saber de Chateaubriand. De la misma manera leemos a Murena no para explorar América Latina, sino para recorrer la mente del escritor.

En sus últimos años Murena se interesó por el pensamiento hermético, la filosofía oriental y la mística judía. Compartía con D.J. Vogelmann (traductor de El castillo de Kafka y de la versión alemana del I Ching) un programa en Radio Municipal donde conversaban sobre la religión y el mito. Las cintas se perdieron, pero algunos oyentes grabaron programas sueltos, que dieron origen al libro El secreto claro.

Lejos de ser irracionalista, como definió Sebreli a esta etapa de Murena, hay un genuino interés por estos temas de la tradición. En las páginas de El secreto claro se ve a Murena más severo que a Vogelmann. En un momento dado Murena rechaza al pensador indio Jiddu Krishnamurti por la calidad de su público: mujeres ricas que van a Suiza para escucharlo: –Krishnamurti no. Krishnamurti no. No tendría que hablar para señoras –sentencia Murena.

Vogelmann responde con humor: –Esto es un pecado suyo: pensar así de las señoras.

Murena se casó dos veces, la primera con Alicia Justo, hija de Juan B. Justo y de Alicia Moreau. En sus memorias, Sebreli recuerda a “Lizzi” Justo pálida, vestida de gris, y parecida a las pinturas de Spilimbergo. La segunda vez se casó con Sara Gallardo, con quien tuvo a su único hijo, Sebastián Álvarez Murena. La escritora tenía otros dos hijos de su matrimonio con Luis Pico Estrada: Paula y Agustín.

En sus últimos años Murena vivió en su departamento de la calle San José. En una nota que publicó en La Nación a propósito de la muerte de Murena, Liscano describía aquel departamento: “El revoque de las paredes se caía carcomido por la humedad y los hongos, papeles por todas partes, libros amontonados, poquísimos objetos, ninguna foto y algunas reproducciones de cuadros cuyo contenido simbólico lo alimentaba”.

Como recordaba su hijo Sebastián, su madre finalmente rescató a Murena de ese departamento para llevarlo al edificio donde ellos vivían, en la avenida 9 de Julio, sobre Carlos Pellegrini. Pero Murena ya estaba muy enfermo y murió poco después.

En el libro Los oficios, compilado por Lucía Leone, que recupera la obra periodística de Sara Gallardo, hay dos entrevistas extraordinarias, una de Reina Roffé y otra de Esteban Peicovich. Forman una breve y poética autobiografía oral. Ahí se ven las huellas que dejó en ella la temprana partida de su marido: “Ese luto es el gran episodio de mi vida: la muerte de Murena”. Y también: “Cuando vivía nunca necesité dedicarle un libro: sabíamos que toda yo soy un homenaje a Murena”. Ahora corresponde a los lectores continuar ese homenaje.

Fuente: Revista Ñ
Por Pablo de Santis

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