Fuente: Clarín
Autor: Ariel Schettini
Para la tradición de la literatura nacional Río de las congojas forma parte de una trilogía colonial en la que se incluye Zama de Di Benedetto y El entenado de Saer. Las tres novelas del siglo XX comparten el escenario de la Conquista del Río de la Plata y sus afluentes. Las tres abrevan en el poeta del Barco Centenera tanto como en el relato de Schmidt, quien escribe, proverbialmente y por primera vez, aquello sobre lo que no tenemos ninguna prueba (pero que los argentinos no tenemos tampoco dudas para que la afirmación sea no tanto un mito como un testimonio fidedigno): los que habitan en la zona entre el Plata y el Paraná, son caníbales.
Después de esa sentencia de Ulrico Schmidt –participó en la expedición de Ayolas, de Irala y de Alvar Núñez Cabeza de Vaca, su Verídica descripción fue publicada en 1567–, todo lo que hicimos en los 500 años siguientes se explica bien en la literatura (y, probablemente, en nuestras vidas). Es que la narración del escenario de la conquista, los adelantados, los ranchos y pajonales, la colisión entre indígenas e invasores, solo funciona como metáfora de la indigencia o la miseria, la catástrofe o lo que sea en lo que nos hemos convertido. La unión de lo novelesco con la conquista de América siempre da un producto esperpéntico. Es decir, trata de volver material polifónico un hecho digno de debate.
Todas las palabras con las que nombramos lo que conocimos de manera escolar, como la “Conquista de América” hoy nos ponen en una encrucijada existencial. ¿Seguiremos usando la palabra “descubrimiento”, o ya es un insulto? ¿Debemos rechazar la idea de “fundación” de ciudades en América Latina y reemplazarla por “invasión”? ¿O tenemos que respetar como “expatriados” y reconocer los derechos de quienes vinieron a “fundarme la patria”, como diría Borges? ¿Los inmigrantes son refugiados? Finalmente, ¿es posible pensar la fundación de la identidad desde afuera? ¿Se puede ser latinoamericano cuando no existía América Latina?
A la serie de novelas mencionadas podríamos agregar textos que, aun sin formar parte del género, contribuyen a nuestra imagen literaria de la conquista territorial en los siglos XVI y XVII. Por supuesto que en el otro extremo ideológico de Libertad Demitrópulos está El hambre, de Manuel Mujica Lainez, en Misteriosa Buenos Aires. El cuento no sólo vuelve sobre Schmidt, sino que trata de reformular la sentencia de Borges de “darle fantasmas a Buenos Aires”. Pero antes, en 1927, Payró publica en el diario La Nación el folletín El Mar Dulce, donde se novela la expedición de Solís. El mismo Payró lo dice: “Crónica romancesca del descubrimiento del Río de la Plata por Juan Díaz de Solís”. Es decir, la conquista es “romantizada”. Y Río de las congojas también es un relato de aventuras, en clave femenina o feminista.
Demitrópulos como directora de escuela. Foto: Gentileza Marcela y Leda Gianuzzi (hijas de L.D. y Joaquín Giannuzzi).
Uno de los textos más importantes sobre las mujeres en el tiempo de la conquista es La Perichole (1954), de Francisco Urondo, donde, en un largo poema vuelve sobre La Perrichioli, ese personaje perfecto de la colonización e historia fascinante de las tretas femeninas para conquistar el poder allí donde parece tarea imposible. Actriz, esta empresaria teatral limeña sedujo al Virrey del Perú, con quien concibió un hijo; que fue abandonada. Aún siendo objeto de escarnio, continuó representando su personaje central en la sociedad virreinal.
Otra precursora de María Muratore es Moema. El poema Caramuru relata en 1781 la Fundación de Bahía, en ese entonces la capital de Brasil, y algunos de sus avatares. Entre ellos, el más hermoso y el más romántico es la historia de Moema. Un nombre que quedó grabado en la historia de Brasil para la fundación del indigenismo brasileño. Caramuru es el modo en el que los Tupinambás llamaban a Diogo Álvares Correia, un náufrago aquerenciado en Bahía, que fundaba poblaciones y armaba su harén de nativas. Pero un día decide que ese paraíso no basta y se vuelve a Portugal. Como las leyes de este país no le permitirían ir con todas las mujeres, elige a una y abandona a todas las demás, sin culpa. Saluda y se toma el buque.
Pero en el momento en el que comprenden que son abandonadas, las mujeres que amaban a Diogo se tiran todas al mar a seguir el barco de su hombre y nadan. Moema, llevada por la fuerza de las ilusiones, nada hasta el final. La obra de Meirelles muestra a Moema, a quien el mar devuelve a la playa. No hay metáfora más perfecta de la Conquista de América.
Si hay algo en lo que coinciden los pensadores de la descolonización (Dussel, Mignolo) es en impugnar el modo en el que se silenció el lugar del descubrimiento de América para desatar las fuerzas de lo que hoy llamamos “modernidad”. En la literatura, sin dudas, esa modernidad se puede leer como el intercambio de perspectivas, ideologías y voces contrarias que se configuran en la novela.
Ese es el rasgo más notable de Río de las congojas: la imposibilidad de construir una historia completa, sino unas historias que se arman siempre a partir de voces de otros, llenas de verdades precarias y perspectivas opuestas. Y en ese sentido, la novela se acerca a la de Alejo Carpentier y su relato polifónico de la canonización y demonización de Cristóbal Colón, El arpa y la sombra.
Este solo motivo hace de Río de las congojas “la” novela de la colonización. Como ninguna, narra esa locura. Ya sea descubrimiento o invasión, refugio o guerra, esa historia no puede reconstruirse. Es la ruina de las voces en las que solo se puede escuchar el relato parcial, dado que la fortuna de unos es la calamidad de otros, el destino venturoso de los que llegan es la masacre asegurada de quienes los vieron llegar.
Fragmento de la ponencia leída en Operativo Libertad, el coloquio público del pasado 21 de agosto en el CCK, que reunió a una decena de autores y críticos.