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Hace algunos años, en la amplia retrospectiva de Robert Doisneau que se presentó en el Centro Cultural Recoleta de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, se exhibieron algunos de los famosos retratos de los espectadores de “La Gioconda” que el fotógrafo francés tomó en el Musée du Louvre en 1945. Estas fotografías, realizadas cuando por fin el museo volvió a abrir completamente sus puertas al público después de la Segunda Guerra Mundial, registran las diversas actitudes que puede despertar el encuentro con una obra maestra. Detrás de la soga que delimita los espacios, una mujer con el brazo en jarra lanza una mirada inquisidora. A su lado, un hombre de traje claro, con la cabeza adelantada, levanta las cejas, perplejo. Tras él, se recorta un espectador que parece fijar la vista en un detalle. Un chico le habla al padre, tapándose la boca, quizá por respeto al silencio de la sala. Una adolescente rubia y una anciana con sombrero observan delante de sí algo que evidentemente se encuentra lejos y es tal vez más pequeño de lo que se esperaban.
Desde la Revolución Francesa, cuando el Louvre fue transformado en museo público, “La Gioconda” ha sido depositaria de las renovadas miradas de los visitantes. Millones y millones de hombres y mujeres de todas partes del mundo han peregrinado a París solo para verla. Desde los ensayos de Théophile Gautier y Walter Pater hasta las novelas “El código Da Vinci” de Dan Brown o “Valfierno” de Martín Caparrós, que recrea las circunstancias del robo supuestamente ideado por un estafador argentino en 1911, se ha escrito toda clase de libros sobre ella. Artistas como Marcel Duchamp y Andy Warhol la han parodiado hasta convertirla en ícono pop. Una y otra vez, la pintura de Leonardo da Vinci ha sido tema de documentales y programas de televisión. Se han fabricado toneladas de postales, afiches publicitarios, agendas, remeras, juegos de té y llaveros con su efigie, y su nombre ha servido para bautizar restaurantes, hoteles, bares, perfumerías y hasta una marca de dulces. Uno puede desembarazarse fácilmente del problema alegando que la imagen de la Mona Lisa es un estereotipo, cuya popularidad nada tiene que ver con una experiencia estética auténtica, sino con otra clase de fenómenos, como el kitsch, la industria cultural o el turismo. Mucho más arduo es, sin duda, intentar comprender por qué el retrato de la mujer de un próspero comerciante de seda florentino, pintado en 1503, despierta tanta admiración, más allá de las transformaciones del gusto, la sucesión de estilos pictóricos y el surgimiento de nuevas formas artísticas. ¿Cuál es la razón, en definitiva, por la que esta pintura del Renacimiento en particular es considerada una obra maestra? Responder a esta pregunta es uno de los grandes desafíos de la estética y la filosofía del arte. Las obras maestras, aun cuando no tengamos conocimiento de ellas, urden la trama de nuestra vida mucho más de lo que tendemos a creer. (…).
Criterios de reconocimiento
Podríamos decir que un primer criterio que permite reconocer una obra maestra, es el carácter ejemplar, no meramente original y extraordinario, sino también paradigmático de la obra, en virtud del cual instaura, en el seno de una determinada cultura, un horizonte estético. El segundo criterio sería su capacidad para plasmar de alguna manera una experiencia susceptible de ser compartida por comunidades muy alejadas histórica o culturalmente entre sí y que acaso desconozcan la intencionalidad específica con la cual la obra fue realizada. El tercer criterio consistiría en la factualidad del mundo imaginario que la obra despliega, esto es, en el poder para forjar representaciones que, aun siendo hijas de la fantasía, no son menos reales, al punto de hallarse profundamente arraigadas en la vida psíquica no solo de quienes han podido contemplarlas, escucharlas o leerlas, sino también de quienes no lo han hecho.
Pero los seres humanos no solo nos conmovemos, hallamos consuelo o sublimamos nuestras emociones más intensas ante las grandes obras de arte. Estas desempeñan también un papel vital en el entramado de convicciones, certezas y saberes prácticos que participan de nuestra visión del mundo. Circunscribir los procesos cognitivos a la ciencia, reduciendo el arte a la percepción, a la emoción y a las facultades no lógicas, ha sido quizá una herencia perniciosa de la estética tradicional. El arte tiene tanto que ver con el placer como con el conocimiento: no es el pasatiempo de un público pasivo, que suele oponerse a la ciencia como un conocimiento fundado en demostraciones y experimentos. Como ha indicado Nelson Goodman, el filósofo que con mayor énfasis ha rechazado esta confusión: “Llegar a comprender una pintura o una sinfonía en un estilo que nos es familiar, a reconocer el trabajo de un artista o de una escuela, a ver o escuchar de maneras nuevas, constituye un desarrollo cognitivo semejante a aprender a leer, a escribir o a sumar”.
Las obras de arte participan de nuestra manera de ver, sentir, percibir y pensar. Por ejemplo, argumenta Goodman, además de alterar nuestro entorno físico, un edificio “puede, a través de diversas formas de significación, informar y reorganizar nuestra experiencia entera” y, al igual que una teoría científica, “puede dar una nueva visión, fomentar la comprensión, participar en nuestro continuo rehacer el mundo”. La historia de la ópera estatal de Dresde, en la Theaterplatz, construida entre 1871 y 1878 bajo la dirección de Gottfried Semper, resulta instructiva al respecto. Durante la noche del 13 de febrero de 1945, la “Semperoper” quedó reducida a escombros por las bombas de la Royal Air Force (RAF ), como casi todo el casco histórico de la ciudad. En 1977, sin contar con respaldo financiero del gobierno comunista de la República Democrática Alemana, que había demolido el Schloss de Berlín, a 100 kilómetros de allí, los ciudadanos emprendieron lentamente su reconstrucción, pieza por pieza, moldura por moldura, a partir de los planos originales descubiertos en un altillo. Una pintora y varios artistas, albañiles y colaboradores espontáneos trabajaron ¿Qué pudo empujar a estos hombres y mujeres, algunos de los cuales habían sufrido cuando chicos los bombardeos, el hambre y las miserias de la guerra, la pérdida de seres queridos y la privación de las libertades políticas, a reconstruir una ópera a la que probablemente no habrían ido nunca de haberse mantenido las condiciones económicas y sociales que permitieron su edificación en la segunda mitad del siglo XIX?
La reconstrucción de la Semperoper, contra la voluntad de un régimen que la execraba como monumento de la burguesía, les permitió no solo recuperar un edificio que había sido orgullo de Dresde, devolviendo a la ciudad sajona su antigua belleza y esplendor, sino también rehacer su mundo, resignificar la experiencia singular y colectiva para superar los horrores del pasado y proyectarse en el porvenir. No creo exagerar si digo que la reconstrucción de esta gran obra arquitectónica fue para aquellas personas la obra de sus vidas.
-Ricardo Ibarlucía es filósofo, especializado en Teorías estéticas. Autor de “Para qué necesitamos las obras maestras. Escritos sobre arte y filosofía” (FCE).