Que un ensayo anuncie desde su título un abordaje crítico que contempla las relaciones entre “narrativas del presente” y capitalismo es, en principio, una buena noticia. Ficciones auto o metaficcionales, delirantes o comprometidas, respetuosas de los géneros o híbridas, una zona central de la literatura argentina se desarrolló en los últimos años sin indagar demasiado sobre el mundo que le tocó en suerte o, peor aún, aceptándolo como una fatalidad. Otras veces lo hizo con miopes ojos micropolíticos, con una mirada reducida a los propios padres, a las parejas, a las amistades. ¿Para qué sirve leer novelas?, de Alejandra Laera, en cambio, pone el dedo en la llaga al hablar del vínculo de la literatura contemporánea con el capitalismo actual. Un abordaje que, hasta hace pocos años, hubiera parecido una verdadera excentricidad en un campo intelectual entregado de bruces a un liberalismo de izquierda que durante al menos dos décadas ha desconsiderado los conflictos de clase.
Aunque su registro es amable y poco proliferante en tecnicismos sólo apto para universitarios, su estructura es la usual de buena parte del discurso académico: una introducción teórica seguida del análisis de un corpus textual. En la introducción Laera afirma que prefiere hablar de “politicidad de la literatura” y no, como Jacques Rancière, de “política de la literatura”, porque así puede rescatar “un potencial político antes que un estado alcanzado”. Por eso, la autora no se muestra interesada en narrativas que trabajen a partir de la vieja y bastardeada categoría de “reflejo” realista. Su interés reside, en cambio, en los efectos que los textos pueden generar en los sujetos una vez finalizada la lectura. Efectos que nada tienen que ver con la potencia perfomativa del denuncialismo sino, más bien, con las posibilidades que ofrecería la literatura para imaginar una vida diferente o, incluso, alternativas postcapitalistas.
Luego de la introducción, el libro se divide en tres partes. Cada una de ellas se corresponde con una figura central del capitalismo contemporáneo: el dinero, el trabajo y el tiempo. Como si se tratara de miniaturas del propio volumen, cada una de ellas repite su estructura: a la breve introducción teórica le siguen los análisis textuales. Salvo algunas pocas excepciones (Laura Meradi, Víctor Goldgel), la mayoría de los autores abordados forman parte del mainstream académico: Ricardo Piglia, Sergio Chejfec, Sergio Bizzio, Gabriela Cabezón Cámara. Una pregunta articula el libro: ¿Qué tiene para decirnos la literatura sobre el capitalismo actual? La respuesta de Laera es clara: la literatura permitiría una exploración del capitalismo con las herramientas de la imaginación. Una exploración, claro, que tiene una especificidad propia, diferente a la de los discursos sociológicos, económicos o politológicos.
Con oficio, Laera lee novelas de los últimos veinticinco años a partir de un arsenal teórico actualizado: Mark Fisher, Nancy Fraser, David Harvey, Boris Groys, Richard Senett y los pensadores “aceleracionistas” circulan por las páginas del libro. Pero, pese a lo que podría esperarse de un estudio que aborda problemáticas vinculadas con el capitalismo, ¿Para qué sirve leer novelas? le escapa a la polémica. No encontraremos aquí discusiones con otros enfoques teóricos, ni enfrentamientos entre estéticas, aun cuando las novelas abordadas tengan entre sí profundas diferencias formales e ideológicas. El tono del libro por momentos es un tanto condescendiente con los textos analizados y, aún más, con el propio lector. La insistencia en el poder de la literatura como “la gran abastecedora de argumentos del imaginario social sobre el estado crítico del mundo y sus modos de vida” capaz de despertar “oportunidades que creíamos perdidas” por momentos parece tan cómoda como ingenua, incluso antes del horror libertario.
Pese a ello, ¿Para qué sirve leer novelas? tiene el mérito nada menor de haber construido un corpus que escapa a los mandatos que el realismo capitalista impuso a nuestras letras periféricas en forma de autoficciones, celebraciones de identidades marginales, mitologías conurbanas o realismos sucios trasnochados. No es poco, en una narrativa argentina que, en sus avenidas principales, se dedicó durante lustros a la contemplación del propio ombligo y ahora se encuentra, de golpe, viviendo en plena distopía.
Fuente: El diletante
Por Fernando Núñez