«Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne«. No parece casual que, en un país con altos índices de violencia de género, El túnel (1948), uno de los textos canónicos de la literatura argentina, comience con una despreocupada confesión de feminicidio.
El propio autor de la ficción, Ernesto Sábato, llegó a hacer cuasi apología de ese delito en una entrevista televisiva con el no menos machirulo Nicolas Repetto en 1992 al afirmar que “Las pasiones suelen ser violentas. Un hombre tira a una mujer por la ventana y se hace un escándalo. Pero ¡por favor!, pongamos una mano en el corazón ¿quién, a veces, no ha tenido ganas de tirar a su mujer por la ventana?” Algo más de una década antes, el actor cómico Alberto Locati casi habia asesinado a su esposa Eva Olguín al arrojarla desde el balcón en una de las primeras situaciones locales de violencia de género que adquirieron carácter mediático.
Lo paradojal es que, frecuentemente -por no decir siempre-, cuando la popular y prestigiosa novela de Sábato era analizada en estudios académicos o se enseñaba en los niveles de educación primaria, secundaria o superior, los conceptos femicidio, feminicidios o violencia de género no eran pronunciados. Ellos eran reemplazados por los siniestros subterfugios de “crimen pasional”, “violencia conyugal” o “emoción violenta temporal”. Aún más: todo el desarrollo de la breve novela parece destinado a justificar el crimen de la mujer “infiel” a manos de su amante.
Lo «pasional» en la violencia machista
Juan Pablo Castel es descripto como un artista, un loco, un solitario, un enamorado, un pasional, nunca se lo denuncia como un feminicida. Siguiendo la misma lógica, recurrentemente, en los estudios literarios, el Tercer Cantar del Mío Cid, el de los los abusos sexuales a las hijas del Cid, era nominalizado simplemente “La afrenta de Corpes” y el femicidio de Otelo en la obra homónima de William Shakespeare se enmarcaba en la “tragedia de los celos”. Son las maneras de invisibilizar la violencia de género a las que se enfrenta la ESI.
En “Es la violencia de género, ¡estúpido! Una lectura de El túnel, de Ernesto Sábato”, el prestigioso profesor e investigador Gonzalo Aguilar pone los puntos sobre las íes y saca los velos a uno de los clásicos literarios argentinos por antonomasia. En efecto, a partir de un análisis exhaustivo y profundo, el propósito es finalmente deconstruir “El túnel” y hacer justicia poética -y política- al señalar los maltratos, los abusos, los celos desmedidos legitimados por las civilizaciones patriarcales que conducen al nefasto acto de Juan Pablo Castel. El análisis se complementa con un abordaje de la no menos ominosa versión fílmica del director León Klimovsky protagonizada no azarosamente por la “femme fatal” Laura Hidalgo.
“Es la violencia de género, ¡estúpido!”, es el segundo capítulo de ¿Qué es más macho? Ensayos sobre las masculinidades, el libro en que, Aguilar parte de su experiencia personal inmerso en un clima epocal de cambios merced a las luchas de las mujeres para cuestionar y analizar los costos y beneficios de los privilegios de ser varón, padre, cincuentón, blanco y cis en una sociedad machista. Sus materiales son poemas, novelas, películas, canciones y obras de arte que han sido también parte integral de su vasta trayectoria vital e intelectual.
Con una inusual estructura, el libro está compuesto por una introducción, nueve capítulos, un epílogo y once marginalias intercaladas entre los diferentes tramos de la obra. En todos ellos -y particularmente en las marginalias- frecuentemente Aguilar hace gala de una prosa juguetona y desprejuiciada que no va en desmedro de la erudición y calidad académica a la que acostumbra.
Ese aspecto lúdico está presente desde el más que sugestivo título ¿Qué es más macho?, que sale de la pregunta que se hace Laurie Anderson en la icónica canción “Smoke Rings”. Pero esta pregunta -presente en toda la cultura occidental como un desafío y como una acreditación de valor, basta recordar el prototipo del héroe de las películas del siglo XX- es solo el puntapié inicial para reflexionar sobre la masculinidad y su inscripción como mandato incorporado a fuego en los cuerpos, en los lenguajes y en las prácticas.
La lectura trans de Sor Juana
Los escritos de Aguilar llenan de gracia e interés todo lo que abordan. Desde un original análisis de “Hombres necios que acusáis…”, el poema más popular -y uno de los más aludidos en los estudios feministas- de la obra de Sor Juana Inés de la Cruz, pasando por el rescate de un “inédito” poema trans de la misma Sor Juana (si algo le faltaba a la escritora rebelde mexicana es además de ser icono feminista, gay y lésbico, cristalizarse como icono trans), la pintura “La Venus del Espejo” de Diego Velásquez, canciones de Charly García, las películas de Luis Buñuel y Lucrecia Martel hasta las fotografías de travestis, trans y transformistas en el San Pablo de la década del setenta de Madalena Schwartz y la literatura de Clarice Lispector, la pornografía… el universo de Aguilar parece inabarcable.
A su vez, las historias se entremezclan y al inicio del capítulo III Pedro Lemebel aparece en la estación Mapocho para un encuentro de partidarios de la izquierda de septiembre de 1986, envuelto en un vestido negro, montado en tacones altos y una hoz y un martillo pintado en las mejillas ornado de piedra de strass para recitar con voz amariconada: “Yo no pongo la otra mejilla / Pongo el culo compañero…”. Su grito de “No sabe que la hombría / nunca la aprendí en los cuarteles” se entrelaza con las películas argentinas de ensalzamiento de la virilidad militar.
La máquina de fabricar machos
Marginalia aparte merece el servicio militar obligatorio como máquina de fabricar varones y sus contrapartidas: el desfile de concupiscentes muchachos desnudos para la revisación médica, el mito del documento de identidad marcado con el sello que decía OAD (orificio anal dilatado), la idea subyacente de que los hombres se hacen a base de soportar la disciplina, la exigencia física y el sufrimiento, la violencia de los cuárteles cuyo cenit visible fue el crimen del conscripto Omar Carrasco.
En este apartado se incluye un documento poco conocido de la vida en la colimba: una serie de treinta dibujos realizados con tinta y acuarela por un tal Benedit que retratan diferentes momentos de su experiencia personal mientras hacía el servicio militar obligatorio en la década del cincuenta. Tal como señala Aguilar «la frase de uno de los dibujos: ‘Soy un negro culo roto cazado a bolsazos’ aglutina los maltratos raciales, sexuales y de clase. El ‘culo roto’, al que hace referencia Benedit, es el verdadero monstruo fantasmal de la institución: aquello que no hay que dejar entrar pero se sueña en secreto».
El libro se complementa con la marginalia 11 -luego del epílogo- que ensaya un museo de la masculinidad (quizás ahora que la masculinidad hegemónica esta en proceso de extinción). Entre otros objetos, el museo incluiria un video de Carlos Gardel con audios de «Tomo y obligo»; fotos de actores caracterizados como James Bond; fotos de Arnold Scharzenegger; publicidades de Charles Atlas con el slogan: «¡Nadie nació para ser un alfeñique!»; vitrinas de revistas Playboy, Hustler, Hombre, El Gráfico; fotos de Monzón y Juan Darthes; la tapa de la revista Humor tras la visita a Argentina de los Village People en 1980 con el anuncio «A los Village People los corrieron de atrás…
Todos los materiales se ponen pedagógicamente al servicio de cuestionar y analizar críticamente la nociva masculinidad hegemónica, de poner en tela de juicio los mandatos, iniciativas y poder disponible propios de esa masculinidad. Aguilar compone una melodía en prosa, un texto rebelde que, a la par que da cuenta del placer de la escritura, se instituye en manifiesto político de estos tiempos.
Fuente: Página 12
Por Adrián Melo