Raquel Robles escribió Pequeños combatientes hace doce años. Ahora Fondo de Cultura Económica lo reeditó como parte de la Colección Popular y, en diálogo con Página/12, la autora recuerda que lo escribió internándose en los recuerdos de manera metódica: cada noche llenaba un cuadernito con sus impresiones; escribía de lunes a sábados y el domingo pasaba sus avances a computadora. Esos recuerdos eran rescatados como climas o sensaciones, no por la anécdota en sí misma. «Acá hay material autobiográfico pero no solamente», puntualiza. «Traté de transmitir eso que yo recordaba haber sentido más que lo que pasó; en algunos casos necesité de ficciones que pudieran adecuarse mejor a esa sensación que tenía y también tomé anécdotas de gente conocida o historias que había escuchado condensándolas en estos personajes».
La protagonista y su hermano son hijos de desaparecidos durante la dictadura cívico-militar argentina y toda la trama está narrada desde ojos infantiles. Los niños no tienen nombre (como casi todos los personajes, a excepción de Daniel Moyano o Blanca, que sólo aparecen enunciados en el discurso de la protagonista). Sobre ese procedimiento, Robles explica: «Esto tiene un objetivo. Al igual que en los cuentos de hadas, hay funciones pero no hay nombres. Al sacarles el nombre se universaliza más».
–En este libro se narra una historia que, en parte, es autobiográfica. Pero también hay una dimensión colectiva. En algún sentido es la historia de todos, ¿no?
–Al escribir este libro nunca pensé mi historia como propia y particularísima o algo que me diferenciara de los demás sino todo lo contrario. Con la publicación en FCE tuve la posibilidad de viajar por Latinoamérica y me di cuenta de que no solamente es una historia colectiva nuestra. No me refiero únicamente al Plan Cóndor sino al hecho de que las infancias resistiendo cosas terribles es un fenómeno que no ha cesado nunca. Es algo universal en el sentido territorial y, lamentablemente, también en el temporal.
–En Pequeños combatientes hay una voz infantil construida con mucho detalle. ¿Cómo fue ese proceso?
–Fue el primer libro en el que me ocupé muy conscientemente de construir una voz. En mis libros anteriores (Perder y La dieta de las malas noticias) hay voces que están muy cerca de la mía. En este caso, aunque hay mucho material autobiográfico empecé a trabajar en la construcción de una voz e intenté no hacer un juicio de valor desde la adulta; acá no hay ironía. Traté de pensar como una niña en el sentido de ver ciertas cosas por primera vez en lugar de revisitarlas: el amor, la amistad, la decepción con una amiga. Es una niña que ve las cosas por primera vez y, al mismo tiempo, tiene una gran responsabilidad. Es una niña agrandadita.
Pequeños combatientes suele trabajarse en las escuelas. Cuando se le pregunta por la lectura de las nuevas generaciones acerca de este período, Robles reflexiona: «Una de las cosas que corroboré es que los niños, cuando no son tratados como pelotudos, responden muy bien. En el libro hay un montón de cosas que se dan por sabidas y quizás se ignoran (referencias a la Unión Soviética, Perón, Montoneros). Sin embargo, cuando eso está en contexto igual se comprende. Recuerdo que cuando era chica yo leía mucha literatura soviética con referencias al frío, la nieve, el samovar o el kopek –cosas que nunca había leído– pero eso no me impedía entender. A veces está esa intención didáctica de explicar cosa por cosa pensando que los niños no saben nada y lo deja en un lugar tan pobre conceptualmente que se convierte en una historia aburridísima y maniquea».
Sobre su propia experiencia con los pequeños lectores, recuerda que vivió «encuentros muy lindos e intensos con preguntas re complejas de los pibes». Le preguntaron, por ejemplo, si creía en la democracia y varias cuestiones relacionadas a la lucha armada que hasta hoy siguen siendo temas tabú. «Cuando vos proponés una discusión con altura, los pibes responden. Son sujetos que están creciendo y la literatura tiene que estar a la altura de una persona que mira las cosas por primera vez como esta niña. Hay que saber cautivar el interés de los niños, eso no se puede generar desde un imperativo moral que indique ‘hay que tener memoria’. No es por ahí. Me parece que hay que convocar«, destaca la autora de La última lectora.
En la narración aparecen todo el tiempo las nociones de Bien y Mal; la niña lee la realidad en términos de «compañeros» y «enemigos» rescatando el lenguaje de sus padres. «Yo estoy segura de que existe el Bien y el Mal, pero es muy difícil encontrar alguien que los encarne de manera total», dice. «Creo que el Bien está del lado de la ética de la solidaridad y el Mal está del lado de la crueldad. Lo difícil es plantear cosas maniqueas sin comprender que el asunto es bastante más complejo. Hay que descentrar el bien y el mal de las personas. Hay acciones que son el mal y otras que son el bien; al final de nuestras vidas se hará la cuenta».
En relación a la línea telefónica que el gobierno de Milei habilitó para denunciar «adoctrinamiento ideológico» en las escuelas, recomienda leer o ver El cuento de la criada. «Hay un pasaje donde ella dice que al principio no se dieron cuenta que iba a terminar así porque parecía algo transitorio. Recomiendo también un texto documental recuperado recientemente donde figuran las directrices del Ministerio de Educación para detectar subversivos, algo que parece sacado de la novela de Atwood. En términos históricos esto ocurrió hace diez minutos. La idea no sólo es capturar a personas que ‘adoctrinen’ sino socavar esa ética de la solidaridad porque ni siquiera meten la figura de un censor en las escuelas sino que apelan a la estrategia de la delación. El Mal avanza sobre el Bien, la crueldad avanza sobre la solidaridad y es muy brutal».
Robles habla de la importancia de una «memoria con textura que escape al Nunca Más» porque eso implicó una «estrategia estatal para cerrar un capítulo». «El libro de la Conadep abre con la teoría de los dos demonios, queda claro que es nunca más el terrorismo y nunca más combatir el terror con más terror. Ahí hay un peligro tremendo que padecemos ahora. Me parece que es un momento para pensar en la memoria de lo colectivo, de los logros y los fracasos de las iniciativas colectivas». La autora señala que la ciudad está marcada con las baldosas de los lugares de donde se llevaron gente y los llamados sitios de memoria son aquellos en los que se padeció el horror, pero no está recuperada la memoria de la lucha. «Quedó completamente sepultada y es momento de recuperarla, porque nuestra gente tiene una historia larguísima de dar pelea. Eso quedó borrado del mapa y de la lengua, por eso a mí me interesó rescatar en este libro algunas categorías que tenían un peso muy específico como compañero o revolución«.
Fuente: Página 12
Por Laura Gomez